capitulo 5

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V
La cruz de sangre.

No tenía ni idea del tiempo transcurrido. El vino licoroso, perfumado de romero, rosa y
granada, estaba casi agotado en el cántaro de cristal; las brasas se consumían en el hogar.
Ni siquiera habían oído los gritos de la ronda que se elevaban lejanos, de hora en hora,
durante la noche. No podían dejar de hablar, sobre todo la reina, quien, por primera vez después de
tantos años, no temía que estuviera escondido un espía tras de los tapices, para repetir sus frases
mas triviales. No creía que un día podría hablar tan libremente; había perdido hasta la memoria de
la libertad. No recordaba haberse hallado nunca delante de un hombre que la escuchara con tanto
interés, que le respondiera con tanta exactitud, y cuya atención estuviera tan llena de generosidad.
Aunque tenían ante ellos muchos días para hablar, no se decidían a interrumpir aquel torrente de
confidencias. Tenían que decirse todo sobre el estado de los reinos, el tratado de paz, las cartas del
Papa, y sobre sus enemigos comunes; Mortimer tenía que contar su prisión, evasión y destierro, y la
reina confesar sus tormentos y los ultrajes sufridos.
Isabel tenía intención de permanecer en Francia hasta que Eduardo viniera a rendir
homenaje; ese era el consejo que le había dado Orletón, con quien había tenido una entrevista
secreta entre Londres y Douvres.
-No podéis volver a Inglaterra antes de que sean expulsados los Despenser, señora -dijo
Mortimer-. No podéis, ni debéis.
Estaba clara su finalidad al atormentarme tan cruelmente durante estos últimos meses.
Esperaban que cometiera alguna loca acción de rebeldía para encerrarme en algún convento o
castillo lejano, como han hecho con vuestra esposa.
-Pobre amiga Juana -dijo Mortimer-. Ha sufrido mucho por mí.
Y fue a poner un leño en el hogar.
-Fue ella quien me mostró la clase de hombre que erais -prosiguió Isabel-. Debido al miedo
que tenía a que me asesinaran, muchas veces la hacía dormir a mi lado. Y ella me hablaba de vos,
siempre de vos... Así supe de los preparativos de vuestra evasión, y pude contribuir a ella. Os
conozco mejor de lo que creéis, Lord Mortimer.
Hubo un momento como de espera para ambos y también de ligera turbación. Mortimer
permanecía inclinado sobre el hogar, cuyo brillo iluminaba su barbilla profundamente cortada y sus
espesas cejas.
-Sin esta guerra de Aquitania -continuó la reina-, sin las cartas del Papa, sin esta misión
cerca de mi hermano, estoy segura de que me hubiera ocurrido una gran desgracia.
-Sabía, señora, que era el único medio. Creed que no me gustaba esta guerra contra el reino.
Si acepté participar en esta empresa y hacer el papel de traidor... porque rebelarse para defender el
propio derecho es una cosa, pero pasarse al ejército adversario es otra...
Le dolía su campaña de Aquitania y quería disculparse.
-...fue porque sabía que el Único medio de liberaros era debilitar al rey Eduardo. Fui yo
quien concebí vuestra venida a Francia, señora, y no he parado hasta conseguirlo.
La voz de Mortimer estaba animada de una vibración grave. Los párpados de Isabel se
entrecerraron. Su mano arregló maquinalmente una de sus trenzas rubias que enmarcaban su rostro
como asas de ánfora.
-¿Que herida es ésa que tenéis en el labio, que yo no conocía? -preguntó.
-Un regalo de vuestro esposo, señora, un golpe de mangual que me asestaron los de su
partido dentro de la armadura cuando me derribaron en Shrewsbury, donde fui muy desgraciado.
Desgraciado, señora, menos por mi mismo, menos por haber arriesgado mi vida y por la prisión
sufrida, que por haber fracasado en llevaros la cabeza de los Despenser, después del combate
librado por vos.
Eso no era toda la verdad; la salvaguardia de sus dominios y prerrogativas había pesado
tanto en las decisiones militares del barón de las Marcas como el deseo de servir a la reina.
Pero en ese momento estaba sinceramente convencido de haber actuado sólo por defenderla.
E Isabel lo creyó. ¡Había deseado tanto poder creerlo! ¡Había esperado tanto que se levantara un
día un campeón de su causa! Y ahora ese campeón estaba allí ante ella, con su gran mano delgada
que había llevado la espada, y la señal en el rostro, ligera pero indeleble, de una herida sufrida por
ella. Con su negro vestido parecía arrancado de un libro de caballería.
-¿Os acordáis, amigo Mortimer... os acordáis de la endecha del caballero de Graélent?
Frunció sus espesas cejas. ¿Graélent? Le sonaba el nombre, pero no se acordaba del asunto.
-Está en un libro de María de Francia, libro que me robaron, como todo lo demás -prosiguió
Isabel-. Ese Graélent era un caballero tan fuerte, tan hermosamente leal, y su fama era tan grande,
que la reina de aquel tiempo se enamoró de el sin conocerlo. Lo mandó buscar, y las primeras
palabras que le dijo cuando lo tuvo delante, fueron: «Amigo Graélent, nunca he amado a mi esposo;
pero a vos os amo tanto como se puede amar, y soy vuestra.»
Se asombró de su audacia y de que su memoria le hubiera traído tan a propósito las palabras
que expresaban exactamente sus sentimientos. Durante varios segundos le pareció que el sonido de
su voz se prolongaba en sus tímpanos. Esperaba ansiosa y turbada, confusa y ardiente, la respuesta
de este nuevo Graélent.

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora