capitulo 8

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VIII.
Bonum est.
La reina Isabel estaba ya en la cama, con sus dos trenzas de oro sobre el pecho. Roger
Mortimer entró sin hacerse anunciar, ya que tenía ese privilegio. Por el gesto de su rostro, supo la
reina de que le iba a hablar, o más bien, volverle a hablar.
-He recibido noticias de Berkeley -dijo con tono que pretendía ser tranquilo.
Isabel no respondió.
La ventana estaba entreabierta a la noche de septiembre. Mortimer la abrió por completo y
permaneció un momento contemplando la ciudad de Lincoln amplia y amontonada, moteada aun de
algunas luces, que se extendía debajo del castillo. Lincoln era la cuarta ciudad en importancia del
reino después de Londres, Winchester y York. Uno de los trozos del cuerpo de Hugh Despenser el
joven, había sido llevado allí diez meses antes. La corte, que venía de Yorkshire, se había instalado
en Lincoln hacia una semana.
Isabel miraba como se recortaban sobre el cielo nocturno, en el encuadramiento de la
ventana, los anchos hombros de Mortimer y los rizos de su Peinado. En este momento no lo quería.
-Vuestro esposo parece obstinarse en vivir -prosiguió MortiMer dando la vuelta-, y esta vida
pone en peligro la paz del reino. En las casas solariegas de Gales se continúa conspirando para
libertarlo. Los dominicos han tenido la audacia de predicar en su favor incluso en Londres, donde
las dificultades que tuvimos en julio pueden volverse a repetir. Eduardo no es peligroso por él
mismo, lo reconozco, sino como pretexto para la agitación de nuestros enemigos. Os ruego que
aceptéis dar la orden que os aconsejo, sin la cual no habrá seguridad para vos ni para vuestro hijo.
Isabel exhaló un suspiro de profundo cansancio. ¿Por qué no daba él esa orden? ¿Por qué no
tomaba la decisión por su cuenta, él, que hacía lo que quería en el reino?
-Gentil Mortimer -respondió con calma-, ya os he dicho que no obtendréis de mí esa orden.
Roger Mortimer cerró la ventana, temía encolerizarse.
-¿Por qué tantas pruebas y tan grandes riesgos si os convertís ahora en enemiga de vuestra
propia seguridad? -dijo.
La reina movió la cabeza y respondió:
-No puedo. Prefiero correr todos los peligros antes que dar esa orden. Te ruego, Roger, que
no ensuciemos nuestras manos en esa sangre.
Mortimer sonrió burlonamente.
-¿De donde te viene -replicó- ese súbito respeto a la sangre de tus enemigos? No volviste la
mirada ante la sangre del conde de Arundel, de los Despenser, de Baldock, de toda aquella sangre
que corría en las plazas de las ciudades. Ciertas noches creí que la sangre te gustaba bastante. Y él,
el querido sire, ¿no tiene las manos más rojas que lo que pueden estar las nuestras? ¿No hubiera
derramado mi sangre y la tuya si nos hubiéramos dejado apresar? No se puede ser rey, Isabel, ni
reina, si se tiene miedo de la sangre; si así es, hay que retirarse a un convento, bajo el velo de
monja, y no tener amor ni poder.
Por un momento se enfrentaron con la mirada. Las pupilas color de pedernal brillaban
intensamente a la luz de las candelas; la cicatriz blanca formaba un labio de dibujo demasiado
cruel. Isabel fue la primera en bajar los ojos.
-Recuerda, Mortimer, que en otro tiempo te concedió gracia -dijo-. Ahora debe de pensar
que si no hubiera cedido a las súplicas de los barones, de los obispos, y a las mías, y te hubiera
hecho decapitar como ordenó hacer con Tomas de Lancaster...
-si, si, me acuerdo, y no querría sentir un día pesares semejantes a los suyos. Esta
compasión que le tienes la encuentro muy extraña y obstinada.
Hizo una pausa.
-¿Lo quieres aún? -añadió-. No encuentro otra razón.
La reina se encogió de hombros.
-Entonces ¿es por eso; ¿para que te dé una prueba mas? ¿No se extinguirá jamás en tí ese
furor de celoso? ¿No te he demostrado bastante delante de todo el reino de Francia, del de
Inglaterra, y delante de mi propio hijo, que no había en mi corazón otro amor que el tuyo? ¿Qué
quieres que haga todavía?
-Lo que te pido, y nada más. Pero ya veo que no quieres decidirte. Veo que la cruz que te
hiciste en el corazón, delante de mí, y que nos debía aliar en todo, dándonos una sola voluntad, no
era para tí más que un simulacro. ¡Veo bien que el inexorable destino me ha hecho depositar la fe
en una criatura débil!
Sí, un celoso, eso era. A pesar de ser regente, todopoderoso, el que daba los empleos,
gobernaba al joven rey, vivía conyugalmente con la reina, y esto ante los ojos de todos los barones,
Mortimer seguía celoso. «Pero ¿está completamente equivocado al serlo?», pensó de pronto Isabel.
Porque el peligro de los celos consiste en obligar al que es objeto de ellos a buscar en si mismo si
no hay motivo para los reproches que se le dirigen. Así se aclaran ciertos sentimientos a los que no
se había tomado en consideración... ¡Qué extraño era eso! Isabel estaba segura de odiar a Eduardo
todo lo que podía; no pensaba en él más que con desprecio, disgusto y rencor. Y sin embargo... Y
sin embargo, el recuerdo de los anillos cambiados, la coronación, las maternidades, los recuerdos
que ella conservaba no de él, sino de ella misma, el simple recuerdo de haber creído que lo quería,
todo ello la retenía ahora. Le parecía imposible ordenar la muerte del padre de los hijos que ella
había puesto en el mundo... «¡Y me llaman la Loba de Francia!» El santo nunca es tan santo, ni el
cruel tan cruel como se cree.
Además, Eduardo, aún caído, era rey. Aún desposeído, despojado y encarcelado seguía
siendo persona real, e Isabel era reina y formada para serlo. Durante su infancia había tenido el
ejemplo de la verdadera majestad real encarnada en un hombre que por la sangre y la consagración,
se veía por encima de los demás, y como tal se había hecho reconocer. Atentar contra la vida de un
súbdito, aunque fuera el señor más grande del reino, no era nunca un crimen; pero el acto de
suprimir una vida real comportaba un sacrilegio, y la negación del carácter sacro, divino, del que
estaban investidos los soberanos.
-Y eso, Mortimer, tú no puedes comprenderlo, porque no eres rey, ni has nacido rey.
Isabel se dio cuenta demasiado tarde de que había expresado su pensamiento en voz alta.
El barón de las Marcas, el compañero de Guillermo el Conquistador, el Gran Juez del País
de Gales, sintió duramente el golpe. Retrocedió dos pasos, se inclinó.
-No creo que haya sido un rey, señora, quien os ha devuelto vuestro reino; pero parece que
es perder el tiempo esperar que lo reconozcáis; como también que recordéis que desciendo de los
reyes de Dinamarca que no se avergonzaron de dar una de sus hijas a mi abuelo el primer Roger
Mortimer. Mis esfuerzos tienen poco mérito para vos. ¡Dejad, pues, a vuestros enemigos liberar a
vuestro real esposo, o id vos misma a darle la libertad con vuestras propias manos! Vuestro
poderoso hermano de Francia no dejará de protegeros como lo hizo cuando huisteis hacia Hainaut,
sostenida por mí en vuestra silla. Mortimer, como no es rey, y su vida no está protegida contra una
desventura de la suerte, se va, señora, a buscar refugio en otra parte antes de que sea demasiado
tarde, fuera de un reino donde la reina le ama tan poco, que cree que ya nada puede hacer en él.
Y salió. Dentro de su cólera, se dominaba y no golpeó la puerta, sino que la cerró
suavemente y sus pasos se alejaron. Isabel conocía bastante al orgulloso Mortimer para saber
que no volvería. Saltó de la cama, corrió en camisa por los corredores del castillo, alcanzó a
Mortimer, se agarró a su vestido y se colgó de su brazo.

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora