TERCERA PARTE el rey robado

43 1 1
                                    

Capitulo 1

I.
Los esposos enemigos.
Hacía ocho meses que la reina Isabel vivía en Francia; había conocido la libertad y
reencontrado el amor. Y había olvidado a su esposo, el rey Eduardo. Este solo existía en su
pensamiento de una manera abstracta, como una mala herencia dejada por una antigua Isabel que
había dejado de existir; él había caído en las zonas muertas del recuerdo. No recordaba ya, cuando
se esforzaba en avivar sus resentimientos, el olor del cuerpo de su marido, ni el color exacto de sus
ojos. Sólo entreveía la imagen vaga y confusa de una mandíbula demasiado larga bajo una barba
rubia y el ondulado y desagradable movimiento de su espalda. Si el recuerdo se esfumaba, el odio,
por lo contrario, permanecía tenaz.
La precipitada vuelta del obispo Stapledon a Londres justificó todos los temores de
Eduardo, y le demostró que debía hacer regresar a su mujer con la mayor urgencia. Pero era
necesario actuar con habilidad y, como decía Hugh, el Viejo, adormecer a la loba si querían que
volviera a la madriguera. Por lo tanto, las cartas de Eduardo, durante algunas semanas, fueron las
de un esposo amante, afligido por la ausencia de su Compañera. Los mismos Despenser
participaron en este ardid, dirigiendo a la reina protestas de devoción y uniéndose a las súplicas del rey para que les concediera la alegría de su pronto regreso. Eduardo había encargado igualmente al
obispo de Winchester que usara de toda su posible influencia cerca de la reina.
Pero el 1º de diciembre todo cambió. Ese día Eduardo fue Víctima de una de aquellas
cóleras repentinas y dementes, una de aquellas rabias tan poco reales, que a él le daban ilusión de
autoridad. El obispo de Winchester acababa de transmitirle la respuesta de la reina: rehusaba volver
a Inglaterra por el temor que le inspiraban los manejos del joven Hugh; y además, había hecho
partícipe de este temor a su hermano el rey de Francia. No hizo falta más. El correo que Eduardo
dictó en Westminster, durante cinco horas de una tirada, iba a sumir en la estupefacción a las cortes
de Europa.
En primer lugar escribió a la reina. Ahora no era ya cuestión de «dulce corazón».
Señora -escribió Eduardo-, frecuentes veces os hemos mandado, tanto antes del homenaje
como después, que, por el gran deseo de teneros a nuestro lado y la molestia que supone vuestra
larga ausencia, regresarais a nos a toda prisa, sin excusa alguna.
Antes del homenaje estábais dispensada por el curso de los trabajos; pero después nos
habéis mandado decir por el honorable padre obispo de Winchester que no regresaríais por duda y
temor de Hugh Despenser; lo cual nos ha extrañado grandemente; porque vos le habéis hecho y el
os ha hecho elogios en mi presencia, principalmente en el momento de vuestra partida, con
promesas especiales y otras pruebas de confiada amistad, y después en vuestras cartas particulares,
que él nos ha mostrado.
Sabemos bien, y vos lo sabéis igualmente, señora, que el dicho Hugh nos ha concedido
siempre todo el honor que ha podido; y vos sabéis también que nunca os ha hecho ninguna villanía
desde que sois mi compañera, a no ser una sola vez, casualmente, y por culpa vuestra; recordadlo,
si os place.
Nos desagradaría mucho, ahora que se ha rendido homenaje a nuestro querido hermano el
rey de Francia y con el que estamos en tan buena amistad, que fueseis vos, a quien enviamos en
misión de paz, causa de algún distanciamiento entre nosotros, y por razones inexactas.
Por eso os mandamos, encargamos y ordenamos que, cesando en vuestras excusas y
fingidos pretextos, regreséis a toda prisa a nuestro lado.
En cuanto a vuestros gastos, cuando hayáis vuelto, como debe volver toda mujer a su señor,
ordenaremos de tal manera que nada os falte y nada pueda deshonraros.
Queremos también y os mandamos que hagáis venir con la mayor premura a nuestro muy
querido hijo Eduardo, ya que tenemos grandes deseos de verlo y hablarle.
El honorable padre en Dios Wautier, obispo de Exeter, nos ha informado que algunos de
nuestros enemígos y desterrados, que estaban junto a vos, lo acecharon para hacerle daño en el
cuerpo, si hubieran tenido tiempo, y que, para escapar de tales peligros, se apresuró a venir a
nuestro lado, con la fe y fidelidad que nos debe. Os decimos esto para que sepáis que el dicho
obispo, al partir tan repentinamente de vuestro lado, no lo hizo por otras razones.
Dado en Westminster el primer día de diciembre de 1325.
EDUARDO
Su furor estallaba al comienzo de la misiva, seguía la mentira, y el veneno estaba
sabiamente colocado al final.
Dirigió otra carta, más corta, al joven duque de Aquitania:
Muy querido hijo: Aunque seáis joven y de tierna edad, recordaréis bien lo que os
encargamos y mandamos al despedirnos en Douvres, y lo que nos respondisteis entonces; lo cual
mucho os agradecimos, y no traspaséis o contravengáis en ningún punto lo que os encargamos
entonces. Y puesto que ya habéis rendido vuestro homenaje, presentaos ante nuestro muy querido
hermano el rey de Francia, vuestro tío, y despedíos de él, y regresad a nuestro lado en compañía de
nuestra muy querida compañera la reina vuestra madre, si ella viene en seguida.
Y si ella no viene, regresad a toda prisa sin más demora, porque tenemos muchos deseos de
veros y hablaros; y no dejéis de hacerlo de ninguna manera, ni por vuestra madre ni por nadie.
Nuestra bendición.
Las cartas mostraban, además de un cierto desorden irritado en las frases, que la redacción
no había sido confiada al canciller ni a ningún secretario, sino que era obra del propio rey. Casi se
podía oír la voz de Eduardo dictando estos mensajes. No se olvidó de Carlos IV el Hermoso. La
carta que le dirigió repetía, casi palabra por palabra, todos los conceptos de la enviada a la reina.
Habéis oído por gente digna de fe que nuestra compañera la reina de Inglaterra no se atreve
a venir a nuestro lado por temor de su vida y por la duda que tiene sobre Hugh Despenser.
Ciertamente, muy amado hermano, no debe dudar de él ni de ningún otro hombre que viva en
nuestro reino; porque, por Dios, no hay Hugh ni ningún otro hombre que viva en nuestro territorio
que le desee mal y, si lo supiéramos, lo castigaríamos de tal forma que los demás tomarían ejemplo,
cosa que nos permite nuestro poder, gracias a Dios.
Por eso, muy querido y muy amado hermano, os rogamos especialmente, en vuestro honor y
en el nuestro, y en el de nuestra dicha compañera, que hagáis cuanto os sea dable para que ella
venga a nuestro lado lo mas de prisa que pueda, porque estamos muy apenados al vernos sin su
compañía, y de ninguna manera la hubiéramos dejado partir si no hubiera sido por la gran
seguridad y confianza que teníamos en vos y en vuestra buena fe para hacerla volver a voluntad
nuestra.
Eduardo exigía igualmente la vuelta de su hijo y denunciaba las tentativas de asesinato
contra el obispo de Exeter, imputables a los «enemigos y desterrados del otro lado del mar».
Ciertamente, la cólera de ese primer día de diciembre debió de ser fuerte, y las bóvedas de
Westminster debieron de devolver durante largo rato vocingleros ecos. Porque con el mismo
motivo y en igual tono, escribió Eduardo a los arzobispos de Reims y de Ruan, a Juan de Marigny,
obispo de Beauvais, a los obispos de Langres y de Laon, todos ellos padres eclesiásticos; a los
duques de Borgoña y de Bretaña, así como a los condes de Valois y de Flandes, pares laicos; al
abad de SaintDenis, a Luis de Clermont-Borbon, gran camarero; a Roberto de Artois, a Miles de
Noyers, presidente de la Cámara de Cuentas, y al condestable Gaucher de Châtillon.
El hecho de que Mahaut fuera el único par de Francia exceptuado de esta correspondencia
demostraba bien a las claras su relación con Eduardo y que éste no había considerado necesario
notificárselo de manera oficial.
Roberto, al desellar el pliego a él destinado, lleno de alegría, con grandes risotadas y
golpeándose los muslos, se presentó en casa de su prima de Inglaterra. ¡Estupenda historia para
saborearla! Así que el rey Eduardo enviaba jinetes a todas las partes del reino para informar a todo
el mundo de sus disgustos conyugales, defender a su amigo del corazón y mostrar que no era capaz
de hacer regresar a su esposa al hogar. ¡Pobre Inglaterra, y en qué manos de estopa había ido a caer
el cetro de Guillermo el Conquistador! ¡No se había oído nada igual desde los embrollos de Luis el
Piadoso y de Alienor de Aquitania!
-Hacedlo bien cornudo, prima mía -gritó Roberto-, y sin ninguna consideración; que vuestro
Eduardo se vea obligado a inclinarse para poder pasar por las puertas de sus castillos. ¿No es
verdad que merece esto, primo Roger?
Y golpeaba alegremente el hombro de Mortimer.
En su arrebato, Eduardo había tomado también medidas de represalia, confiscando los
bienes de su hermanastro el conde de Kent y los de Lord de Cromwell, jefe de la escolta de Isabel,
y había hecho algo peor: acababa de firmar un acta Por la que se instituía «gobernador y
administrador» de los feudos de su hijo, duque de Aquitania, y reclamaba en su nombre las
posesiones perdidas. Eso era decir que invalidaba el tratado negociado por su mujer y el homenaje
prestado por su hijo.
-Dejadlo, dejadlo -dijo Roberto de Artois-. Iremos a quitarle de nuevo su ducado; al menos
lo que queda de él. ¡Las ballestas de la cruzada empiezan a oxidarse!
Para esto no era necesario poner en pie al ejército, ni enviar al condestable, que empezaba a
debilitarse por la edad; los dos mariscales, a la cabeza de las tropas permanentes, bastaban para
castigar un poco a los señores gascones que habían tenido la debilidad y la necedad de permanecer
fieles al rey de Inglaterra. Esto ya se había convertido en costumbre; y cada vez se tenían que
enfrentar con menos gente.
La carta de Eduardo fue una de las últimas que leyó Carlos de Valois, uno de los últimos
ecos que le llegaron de los asuntos del mundo.
Monseñor Carlos murió a mediados de ese mes de diciembre; sus funerales fueron
pomposos como lo había sido su vida. Toda la casa de Valois, cuyo número e importancia podía
comprenderse mejor al verla en el cortejo, toda la familia de Francia, todos los dignatarios, la
mayoría de los pares, las reinas viudas, el Parlamento, la Cámara de Cuentas, el condestable, los
doctores de la Universidad, las corporaciones de París, los vasallos de los feudos patrimoniales, los
clérigos de las iglesias y abadias citadas en el testamento, condujeron hasta la iglesia de los
Franciscanos, para colocarlo entre sus dos primeras esposas, el cuerpo, bien aligerado por la
enfermedad y el embalsamamiento, del hombre mas turbulento de su tiempo.
Las entrañas, tal como Valois había dispuesto, fueron llevadas a la abadía de Chaalis y su
corazón, encerrado en una urna, fue entregado a su tercera esposa, en espera del momento en que
ella tuviera sepultura.
Después de lo cual, cayó un extremado frío sobre el reino, como si los huesos de aquel
príncipe, al ser enterrados, hubieran helado de golpe la tierra de Francia. Para la gente de esa época
sería fácil acordarse del año de la muerte de Valois; no tendrían mas que decir: «Fue el invierno del
gran frío.»
El Sena estaba completamente helado; se atravesaban a pie sus pequeños afluentes, tales
como el arroyo de la Grange Bateliere; los pozos se habían helado, y el agua de las cisternas se
sacaba no con cubos, sino a golpes de hacha. Por los jardines se desparramaban las cortezas de los
árboles, y los olmos se hendieron hasta el corazón. Las puertas de París sufrieron grandes daños, ya
que el frío no respetó ni las piedras. Pájaros de todas clases, desconocidos en las ciudades, tales
como arrendajos y urracas, buscaban comida en el pavimento de las calles. La carga de leña se
vendía a doble precio, y en las tiendas no se encontraban pieles, ni una piel de marmota, ni de vero,
ni siquiera un vellón de lana de cordero. Murieron muchos viejos y niños en las viviendas pobres.
A los viajeros se les helaban los pies dentro de las botas; los jinetes entregaban el correo con las
manos amoratadas y se interrumpió el tráfico fluvial. Los soldados, si cometían la imprudencia de
quitarse los guantes, dejaban pegada la piel de las manos en el hierro de sus armas; los pilluelos se
divertían convenciendo a los tontos del pueblo para que pusieran la lengua sobre un hierro de
hacha. Pero, sobre todo, lo que quedaría en el recuerdo sería una tremenda impresión de silencio
porque la vida parecía haberse detenido.
En la corte, el año nuevo se celebró de manera bastante discreta, debido al duelo y a la
helada. Sin embargo, se ofreció el muérdago y se intercambiaron los regalos rituales. Las cuentas
del Tesoro permitían prever, para el ejercicio que se cerraría en Pascua, un excedente de ingresos
de setenta y tres mil libras -de las que sesenta mil provenían del tratado de Aquitania- y de las que
Roberto de Artois se hizo entregar por el rey ocho mil. Era bien justo, ya que desde hacia seis meses, Roberto gobernaba el reino en nombre de su primo. Activó la expedición de Guyena, donde
las armas francesas obtuvieron una victoria tanto más rápida cuanto que no encontraron
prácticamente resistencia. Los señores locales, que sufrieron una vez más la cólera del soberano de
París contra su vasallo el rey de Londres, comenzaron a lamentar haber nacido gascones.
Eduardo, arruinado, endeudado y sin poder conseguir crédito, no había podido enviar tropas
para defender su feudo; pero envió barcos para conducir a Inglaterra a su mujer. Ésta acababa de
escribir una carta al obispo de Winchester para que la hiciera conocer a toda la clerecía inglesa:
Ni vos ni nadie de buen entendimiento debe creer que dejamos la compañía de nuestro señor
sin causa grave y razonable, y si no fuera por el peligro corporal que nos hacía correr el dicho
Hugh, que tiene el gobierno de nuestro dicho señor y de todo nuestro reino, y nos quería cubrir de
deshonor, cosa de la que estamos cierta por haberla experimentado. Mientras Hugh siga, como
hasta ahora, dueño de nuestro esposo y del gobierno, no podremos volver a Inglaterra sin exponer
nuestra vida y la de nuestro muy querido hijo a peligro de muerte.
Esta carta se cruzó justamente con las nuevas órdenes, que, a comienzos de febrero, dirigió
Eduardo a los sherifs de los condados costeros. Les informaba de que la reina y su hijo, duque de
Aquitania, enviados a Francia en misión de paz, se habían aliado, bajo la influencia del traidor y
rebelde Mortimer, con los enemigos del rey y del reino; por eso, en caso de que la reina y el duque
de Aquitania desembarcaran de las naves que el rey les había enviado a Francia, y solamente si
llegaban con buenas intenciones, su voluntad era que fueran recibidos cortésmente; pero si
desembarcaban de naves extranjeras y mostraban deseos distintos a los suyos, la orden era apartar a
la reina y al príncipe Eduardo, y tratar como rebeldes a todos los otros que desembarcaran de las
naves.
Isabel notificó al rey, por medio de su hijo, que estaba enferma e imposibilitada para
embarcar.
Pero en el mes de marzo, el rey Eduardo, informado de que su esposa se paseaba
alegremente por París, tuvo un nuevo acceso de furor epistolar. Parecía que esa indignación era
como una especie de afección cíclica que le sobrevenía cada tres meses.
Al joven duque de Aquitania escribió lo siguiente:
Con falso pretexto, nuestra compañera vuestra madre se aparta de nosotros, a causa de
nuestro querido y fiel Hugh Despenser que siempre nos ha servido bien y lealmente; pero vos veis,
y todo el mundo puede verlo, que abierta y notoriamente, apartándose de su deber y en contra del
estado de nuestra corona, ha atraído hacia si a Mortimer, nuestro traidor enemigo mortal, juzgado
en pleno Parlamento, y va acompañada de él dentro y fuera de palacio, a pesar de nosotros, de
nuestra corona y de los derechos de nuestro reino. Y todavía hace algo peor, si puede, al teneros en
compañía de nuestro dicho enemigo, delante de todo el mundo, con muy gran deshonor y villanía, y
en perjuicio de las leyes y usos del reino de Inglaterra, que vos estáis soberanamente obligado a
salvar y mantener.
Y al rey Carlos IV escribió:
Si vuestra hermana nos amase y deseara estar en nuestra compañía, como os ha dicho,
mintiendo, no habría partido de nuestro lado con el pretexto de establecer la paz y amistad entre
nosotros, cosa que creí de buena fe al enviarla a vuestro lado. Pero la verdad es, muy querido
hermano, que nos damos cuenta de que ella no nos ama, y la causa que da, al hablar de nuestro
querido pariente Hugh Despenser, es fingida. Pensamos que eso es desordenada voluntad, puesto
que tan abierta y notoriamente retiene en su consejo a nuestro traidor y enemigo mortal Mortimer, y
va acompañada en su palacio y fuera de él por ese ser malvado. Deberíais, muy querido hermano,
hacer que ella se comportara como debe por el honor de todos a quienes está obligada. Quered
hacernos conocer vuestra voluntad de lo que os plazca hacer, según la razón de Dios y la buena fe,
sin tener consideración a impulsos caprichosos de mujeres y otro deseo.
1.1 Mensajes del mismo estilo fueron enviados de nuevo a todos los horizontes: a los pares,
dignatarios, prelados y al mismo Papa. Los soberanos de Inglaterra denunciaban cada uno
públicamente el amante del otro, y este asunto de doble arreglo, de dos parejas en que se
encontraban tres hombres y una sola mujer, hacía las delicias de las cortes de Europa.
Los amantes de París ya no tenían que tomar precauciones. En lugar de fingir, Isabel y
Mortimer se presentaban juntos en todas las ocasiones. El conde de Kent y su esposa, que se había
reunido con él, vivían en compañía de la pareja ilegitima. ¿Por qué habían de preocuparse en
guardar las apariencias, ya que el rey tenía tanto empeño en publicar su infortunio? Las cartas de
Eduardo sólo habían conseguido evidenciar una unión que todo el mundo aceptó como cosa hecha
e inmutable. Y todas las esposas infieles pensaron que había una dispensa especial para las reinas, y
que Isabel había tenido suerte de que su marido fuera un bribón.
Pero carecían de dinero. Los emigrados no tenían ningún ingreso, ya que les habían
confiscado sus bienes; y la pequeña corte inglesa de París vivía enteramente de los préstamos de los
Lombardos.
A fines de marzo tuvieron que hacer una nueva llamada al viejo Tolomei. El banquero llegó
a la residencia de la reina acompañado del señor Boccacio, que representaba a los Bardi. La reina y
Mortimer, con gran afabilidad, le indicaron su necesidad de dinero fresco. Con igual afabilidad y
grandes muestras de pesar, Spinello Tolomei se lo negó. Basaba su negativa en sólidos argumentos:
abrió su gran libro negro, y mostró las sumas. Messire de Alspaye, Lord de Cronwell, la reina
Isabel... sobre esta página Tolomei hizo una profunda inclinación de cabeza... el conde de Kent y la
condesa... nueva reverencia... Lord Maltravers, Lord Mortimer... Y luego, en cuatro hojas seguidas,
las deudas del mismo rey Eduardo Plantagenet...
Roger Mortimer protestó: las cuentas del rey Eduardo no le concernían.
-Para nosotros, my Lord, todo son deudas de Inglaterra -dijo Tolomei-. Me apena tener que
negarme, me apena grandemente decepcionar a una dama tan bella como la reina; pero es pedirme
demasiado, esperar de mi lo que yo no tengo y tenéis vos. Porque esta fortuna, que dicen que es
nuestra, está formada de créditos. Mis bienes, my Lord, son vuestras deudas. Ved, señora -continuó
volviéndose hacia la reina-, ved, señora, lo que somos nosotros, pobres Lombardos siempre
amenazados, que debemos pagar a cada nuevo rey un regalo de feliz acontecimiento... ¡Y cuanto
hemos pagado desde hace doce años...! Pues cada rey nos retira el derecho de burguesía y nos lo
hace comprar con un buen impuesto, incluso dos veces, si el reinado es largo. Ved, sin embargo, lo
que hacemos por los reinos. Inglaterra cuesta a nuestras compañías ciento sesenta mil libras, precio
de sus consagraciones, de sus guerras, de sus discordias. Señora, ved lo viejo que soy... Hace
tiempo que estaría descansando, si no tuviera que correr sin cesar para recuperar esos créditos que
necesitamos para cubrir otras necesidades. Se nos llama avarientos, ó ávidos, pero nadie piensa en
los riesgos que corremos al prestar a todos y permitir que continúen sus asuntos los príncipes de
este mundo. Los sacerdotes se ocupan de los problemas de los humildes, en repartir limosna a los
mendigos, en abrir hospitales para los infortunados; nosotros nos ocupamos en las miserias de los
grandes.
Su edad le permitía expresarse de esa forma, y la suavidad de su tono era tal que nadie podía
ofenderse por sus palabras. Mientras hablaba, miraba con su ojo entreabierto una joya que brillaba
en el cuello de la reina y que estaba inscrita a crédito, en su libro, en la cuenta de Mortimer.
-¿Cómo comenzó nuestro negocio? ¿Por qué existimos? Nadie lo recuerda -prosiguió-.
Nuestros bancos italianos se crearon durante las cruzadas, porque a los señores y viajeros les
repugnaba ir cargados de oro por las rutas poco seguras o por los campos que no sólo eran
frecuentados por gente honrada. Además, había que pagar los rescates. Entonces, para que
lleváramos el oro a su cuenta y a riesgo nuestro, los señores, principalmente los de Inglaterra, nos
dieron garantía con los ingresos de sus feudos. Pero cuando nos presentamos en esos feudos con
nuestros créditos, pensando que el sello de los grandes barones era suficiente obligación, no nos
pagaron. Entonces reclamamos a los reyes, quienes, para garantizar los créditos de sus vasallos nos
exigieron que les prestáramos a ellos también; de este modo, nuestro dinero yace en los reinos. No,
señora, con gran pesar y disgusto, esta vez no puedo.
El conde de Kent, que asistía a la entrevista, dijo:
-Esta bien, maese Tolomei. Tendremos que dirigirnos a las otras compañías.
Tolomei sonrió. ¿Qué creía aquel joven rubio que estaba sentado con las piernas cruzadas y
que acariciaba negligentemente la cabeza de su galgo? ¿Qué iba a llevarse su clientela? En su larga
carrera, Tolomei había escuchado esa frase mil veces. ¡Bonita amenaza!
-My Lord, cuando se trata de tan grandes prestatarios como vuestras personas reales, debéis
saber que todas nuestras compañías están informadas, y que el crédito que me veo obligado a
negaros no lo concederá ninguna otra compañía; maese Boccacio, que veis aquí, está conmigo por
cuenta de los Bardi. ¡Preguntadle...! Porque, señora... (Tolomei se dirigía siempre a la reina), este
conjunto de créditos nos resulta penoso debido a que nada lo garantiza. Al extremo a que han
llegado vuestros asuntos con el Sire rey de Inglaterra, éste no va a garantizaros vuestras deudas, ni
creo que vos las suyas. A no ser que tengáis la intención de tomarlas a cuenta vuestra. ¡Ah! Si fuera
así, tal vez podríamos ayudaros de nuevo.
Cerró completamente el ojo izquierdo, cruzó las manos sobre el vientre y esperó.
Isabel entendía poco de cuestiones financieras; y levantó la vista hacia Roger Mortimer.
¿Cómo había que tomar las últimas palabras del banquero? ¿Qué significaba, después de tan largo
discurso, esa repentina apertura?
-Aclaradnos, por favor, vuestras palabras, maese Tolomei -dijo ella.
-Señora -prosiguió el banquero-, vuestra causa es hermosa; y la de vuestro esposo, muy fea.
La cristiandad sabe los malos tratos que os ha infligido, las costumbres que empañan su vida y el
mal gobierno que ha impuesto a sus súbditos por medio de sus detestables consejeros. Por el
contrario, señora, vos sois amada porque sois amable, y apuesto a que en Francia y en otras partes
no faltan buenos caballeros dispuestos a levantar sus pendones para devolveros vuestro lugar en el
reino... aunque sea expulsando del trono a vuestro esposo el rey de Inglaterra.
-Maese Tolomei -exclamó el conde de Kent-, ¿no pensáis que mi hermano, por detestable
que sea, ha sido coronado?
-My Lord, my Lord -respondió Tolomei-, los reyes no lo son verdaderamente sino por el
consentimiento de sus súbditos. Y vos tenéis otro rey que dar al pueblo de Inglaterra, ese joven
duque de Aquitania que, para su corta edad, parece mostrar gran discreción. He visto demasiado las
pasiones humanas y sé reconocer bastante bien las que no se curan, y arrastran a los más poderosos
príncipes a su perdición. El rey Eduardo no se separará de Despenser; pero, por lo contrario,
Inglaterra está bien dispuesta a aclamar al soberano que se le ofrezca para reemplazar al pésimo que
tiene y a los malos consejeros que lo rodean... Me diréis, señora, que los caballeros que se ofrezcan
a combatir por vuestra causa os resultaran caros: habrá que proporcionarles arneses, medios de
vida, y placeres. Pero nosotros, los Lombardos, que no podemos mantener vuestro destierro,
podríamos sostener vuestro ejército si Lord Mortimer, cuyo valor nadie desconoce, se compromete
a ponerse al frente... y si, naturalmente, se nos garantiza que corren a vuestro cargo las deudas de
messire Eduardo, para pagarlas el día de vuestro triunfo.
La proposición no podía quedar más claramente expuesta. Las compañías Lombardas se
ofrecían a ayudar a la mujer contra el marido; al hijo, contra el padre; al amante, contra el esposo legítimo. Mortimer no se sorprendió tanto como cabía esperar, ni fingió sorpresa, cuando
respondió:
-La dificultad, maese Tolomei, estriba en reunir esas mesnadas. No puede hacerse en una
cueva. ¿Donde podríamos reunir mil caballeros tomados a sueldo? ¿En qué país? No podemos
pedirle al rey Carlos que nos autorice a convocarlos en Francia, por bien dispuesto que este hacia su
hermana.
Había connivencia entre el viejo sienés y el antiguo prisionero de Eduardo.
-¿No ha recibido en propiedad el joven duque de Aquitania el condado de Ponthieu,
heredado de la reina, y no se encuentra el Ponthieu frente a Inglaterra y junto al condado de Artois,
donde monseñor Roberto, aunque no sea su propietario, cuenta con numerosos partidarios, como
vos sabéis, my Lord, ya que fuisteis muy bien acogido allí después de vuestra evasión?
-El Ponthieu... -repitió la reina, pensativa-. ¿Cuál es vuestro consejo, gentil Mortimer?
El asunto, aunque quedaba arreglado solamente de palabra, no por eso dejaba de ser una
oferta firme. Tolomei estaba dispuesto a conceder un poco de crédito a la reina y a su amante para
que pudieran hacer frente a las necesidades inmediatas y partieran en seguida al Ponthieu a
organizar la expedición. Y en mayo les proporcionaría el grueso de los fondos. ¿Por que en mayo?
¿No podía adelantar esa fecha?
Tolomei calculaba. Calculaba que tenía, junto con los Bardi, un crédito que recuperar del
Papa. Pediría a Guccio, que se encontraba en Siena, que fuera a Aviñón, ya que el Papa le había
hecho saber, por un viajante de los Bardi, que le gustaría volver a ver al joven, y había que
aprovechar la buena disposición del Padre Santo. Era también una ocasión para Tolomei, tal vez la
última, de ver a su sobrino, a quien tanto echaba de menos.
El banquero estaba pensando en algo divertido. Al igual que Valois para la cruzada y
Roberto de Artois para Aquitania, el Lombardo se decía con respecto a Inglaterra: «El Papa
pagará.» Necesitaba tiempo para que Boccaccio, que debía regresar a Italia, pasara por Siena, y que
Guccio fuera de Siena a Aviñón, arreglara allí su asunto, llegara a París, y...
-En mayo, señora, en mayo... ¡Que Dios bendiga vuestra empresa!

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora