capitulo 3

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III.
El camino de París.

¡Qué claro sonaba, bajo el casco de los caballos, el suelo de los caminos franceses! ¡Qué
feliz música producía el rechinar de la gruesa arena! ¡Y qué maravilloso perfume, qué asombroso
sabor tenía el aire que se respiraba, el ligero aire de la mañana atravesado por el sol! Las yemas
comenzaban a abrirse, y las hojas verdes, tiernas y plegadas, se acercaban hasta la mitad del camino
para acariciar la frente de los viajeros. En los declives y prados de la Isla-de-Francia había menos
hierba que en Inglaterra; pero para la reina Isabel era hierba de libertad y de esperanza.
Las crines de la yegua blanca se balanceaban al ritmo de la marcha. A pocas toesas seguía
una litera, llevada por dos mulas. Sin embargo, la reina, demasiado feliz e impaciente para
permanecer encerrada en ella, prefirió montar en su hacanea, y por gusto la hubiera hecho galopar
por la hierba de los prados.
Había hecho paradas en Boulogne, donde se había casado hacía quince años, en Montreuil,
Abbeville y Beauvais. Acababa de pasar la noche en Maubuisson, cerca de Pontoise, en la real casa
solariega donde había visto por última vez a su padre, Felipe el Hermoso. Su ruta era como un
peregrinaje Por su propio pasado. Creía remontar las etapas de su existencia para volver a su punto
de partida. Pero ¿se podían suprimir quince años desventurados?
-Sin duda vuestro hermano Carlos la hubiera vuelto a aceptar -decía Roberto de Artois, que
caminaba al lado de ella-, y nos la hubiera impuesto como reina; tanto seguía queriéndola y tan
poca decisión tenía para encontrar nueva esposa.
¿De que hablaba Roberto? ¡Ah, sí! De Blanca de Borgoña. Se había acordado de ella en
Maubuisson, a donde había ido a recibir a la viajera una cabalgata compuesta por Enrique de Sully,
Juan de Roye, el conde de Kent, Lord Mortimer, dicho Roberto de Artois y una tropa de señores.
Isabel había tenido gran placer al verse tratada de nuevo como reina.
-Creo que Carlos tenía cierto secreto deleite en acariciarse los cuernos que ella le había
puesto -continuó Roberto-. Por desgracia, o mas bien por fortuna, la dulce Blanca se había dejado
embarazar por el carcelero, el año anterior a la coronación de Carlos.
El gigante cabalgaba a la izquierda, del lado del sol, y montado en un enorme percherón
tordillo, daba sombra a la reina. Esta espoleaba la hacanea para que le tocara el sol. Roberto
hablaba sin cesar, entusiasmado con el encuentro, buscando al mismo tiempo desde las primeras
leguas, reanudar los lazos de primazgo y la antigua amistad.
Isabel no lo había visto desde hacía once años; apenas había cambiado. Tenía la misma voz
de siempre y el mismo olor de gran comedor de caza, que desprendía su cuerpo al compás de la
marcha y que la brisa extendía a ráfagas. Tenía las manos rojizas y vellosas hasta las uñas, la
mirada maligna aun cuando él creía haberla hecho amable, la panza dilatada por encima de la
cintura, como si se hubiera tragado una campana. Pero la seguridad de su palabra y gesto era menos
fingida y pertenecía definitivamente a su carácter; la arruga que enmarcaba su boca se había
inscrito mas profundamente en la grasa.
-Y la buena zorra de mi tía Mahaut tuvo que resignarse a la anulación del matrimonio de su
hija, no sin protestar y pleitear ante los obispos. Pero finalmente se vio confundida. El primo
Carlos, por una vez, se mostró obstinado, debido al asunto del carcelero y del embarazo. Y cuando
este hombre débil se obstina en un tema, no hay forma de hacerle cambiar de opinión. En el
proceso de anulación se plantearon no menos de treinta cuestiones. Se desempolvó la dispensa
concedida por Clemente V, que permitía a Carlos casarse con una de sus parientas, pero no
especificaba el nombre. ¿Quién en nuestra familia se casa con una persona que no sea su prima o
sobrina? Entonces monseñor Juan de Marigny, con gran habilidad, sacó a relucir el impedimento de
parentesco espiritual. Mahaut había sido madrina de Carlos. Ella aseguró que no, que había asistido
al bautismo solo en calidad de asistente y comadre. Entonces comparecieron barones, camareros,
criados, clérigos, burgueses de Creil, donde se había celebrado el bautismo, y todos respondieron
que había tenido en sus brazos al niño y se lo había pasado luego a Carlos de Valois, y que no se
engañaban, ya que ella era la mujer mas alta que había en la capilla, y que pasaba a todos por una
cabeza. ¡Para que veáis lo embustera que es!
Isabel se esforzaba en escuchar, pero la verdad es que sólo prestaba atención a si misma y a
un contacto insólito que le había emocionado. ¡Que sorpresa habían experimentado sus dedos al
tocar cabellos de hombre!
La reina levantó los ojos hacia Roger Mortimer, que se había colocado a su derecha con un
movimiento autoritario y natural, como si fuera su protector y guardián. Ella miraba los bucles
espesos que surgían del sombrero del jinete. ¡Nunca se hubiera imaginado que aquellos cabellos
fueran tan sedosos al tacto!
Había ocurrido por casualidad, en el primer momento del encuentro. Isabel se sorprendió al
ver aparecer a Mortimer al lado del conde de Kent. Así pues, en Francia, el rebelde, el evadido, el
proscrito Mortimer, marchaba al lado del hermano del rey de Inglaterra e incluso parecía tener
preeminencia sobre él.
Y Mortimer, saltando a tierra, se abalanzó hacia la reina para besar el pliegue de su vestido;
pero la hacanea hizo un extraño, y los labios de Roger rozaron la rodilla de Isabel, quien
maquinalmente había puesto la mano sobre la cabeza descubierta de este amigo reencontrado. Y al
cabalgar ahora por la ruta estriada por las sombras que daban las ramas, el contacto sedoso de esos
cabellos se prolongaba, todavía perceptible y encerrado en el terciopelo del guante.
-Pero el motivo mas grande para pronunciar la nulidad del matrimonio fue, aparte del que
los contrayentes no tenían la edad canónica para copular, ni siquiera la posibilidad natural de
hacerlo, el hecho de que vuestro hermano, cuando se caso, carecía de discernimiento para buscar
mujer, y de voluntad para expresar su elección, ya que era incapaz, simple y débil, y, por
consiguiente, el contrato carecía de valor. ¡Inhabilis, simplex et imbecillis...! Y todos, desde vuestro
tío Valois hasta la última camarera, estuvieron de acuerdo al decir que era verdad, y que la mejor
prueba era que su difunta madre la reina lo consideraba tan tonto que lo llamaba «ganso».
Perdonad, prima mía, que os hable así de vuestro hermano, pero en fin, ese es el rey que tenemos.
Gentil compañero por lo demás, y de hermoso rostro, pero poco dispuesto. Ya comprenderéis que
es preciso gobernar en su lugar. No esperéis ayuda de él.
A la izquierda de Isabel rondaba la voz incansable de Roberto de Artois y flotaba su
perfume de fiera. A su derecha, Isabel sentía la mirada de Roger Mortimer fija en ella con
turbadora insistencia. Levantó los ojos hacia aquellas pupilas de color pedernal, hacia aquel rostro
bien formado en el que un profundo surco dividía la barbilla. Le sorprendía no acordarse de la
cicatriz blanca que repulgaba el labio inferior del barón inglés.
-¿Y seguís con vuestra castidad, hermosa prima mía? -preguntó de repente Roberto de
Artois. La reina enrojeció y levantó furtivamente los ojos hacia los de Roger Mortimer, como si la
pregunta la hiciera culpable, de manera inexplicable, con respecto a Roger Mortimer.
-Me veo obligada -respondió.
-¿Os acordáis, prima, de nuestra entrevista sostenida en Londres?
Enrojeció más. ¿A qué venía ese recuerdo, y qué iba a pensar Mortimer? Un ligero
abandono en un momento de adiós..., ni siquiera un beso, solamente una frente que se apoya en el
pecho de un hombre y busca refugio... ¿Roberto seguía, pues, pensando en aquello después de once
años? Se sintió halagada, pero no emocionada. ¿Había considerado él como confesión de un deseo
lo que no había sido más que un momento de confusión? Tal vez aquel día, pero sólo aquel día, si
no hubiera sido reina, si el no hubiera tenido que regresar apresuradamente para denunciar a las
hermanas Borgoña...
-En fin, si se os ocurre cambiar de costumbre... -insistió Roberto con tono alegre-. Al pensar
en vos siempre tengo una sensación como de crédito no cobrado...
Se interrumpió al cruzarse su mirada con la de Mortimer, mirada de hombre dispuesto a
sacar la espada si seguía oyendo cosas parecidas. La reina se dio cuenta de las miradas y, para
ocultar su emoción, acarició la crin blanca de su yegua. ¡Querido Mortimer! ¡Cuanta nobleza y
caballerosidad había en aquel hombre! ¡Y que agradable era respirar el aire de Francia, y que
hermosa aquella ruta, con sus sombras y claridades!
Roberto de Artois esbozó apenas una sonrisa irónica. Ya no debía seguir pensando en su
crédito, según la expresión que había empleado, creyéndola delicada. Estaba seguro de que Lord
Mortimer amaba a Isabel y de que Isabel amaba a Mortimer.
«¡Bien -pensó-, mi buena prima se va a divertir con ese templario!»

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora