capitulo 4

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IV
La falsa cruzada.
-Monseñor de Mortimer, voy a necesitar caballeros valientes y denodados, tal como lo sois
vos, para entrar en mi cruzada -declaró Carlos de Valois-. Vais a juzgarme orgulloso al oírme decir
mi cruzada, cuando en realidad se trata de la de Dios Nuestro Señor; pero debo confesar, y todo el
mundo me lo reconoce, que si esta gran empresa, la mas amplia y gloriosa que se pueda requerir a
las naciones cristianas, se realiza, será porque yo la he organizado con mis propias manos. Por lo
tanto, monseñor de Mortimer, os lo propongo directamente, con esta mi natural franqueza que iréis
conociendo: ¿queréis ser de los míos?
Roger Mortimer se incorporó en el asiento; su rostro se contrajo ligeramente y sus párpados
se entornaron sobre los ojos de color de piedra. ¡Le ofrecían mandar un pendón de veinte corazas, como si fuera un pequeño castellano de provincia, o un soldado aventurero que hubiera caído allí
por infortunio de la suerte! ¡Esta proposición era una limosna!
Era la primera vez que Mortimer era recibido por el conde de Valois, que hasta entonces
había estado siempre ocupado con sus tareas en el Consejo, retenido por las recepciones de
embajadores extranjeros, o en viajes por el reino. Mortimer veía por fin al hombre que gobernaba a
Francia, que acababa aquel mismo día de entronizar a uno de sus protegidos, Juan de Cherchemont,
en el cargo de nuevo canciller. Y Mortimer estaba en la situación, envidiable ciertamente para un
antiguo condenado a cadena perpetua, pero penosa para un gran señor, de desterrado que iba a
pedir, nada podía ofrecer y lo esperaba todo.
La entrevista se celebraba en el palacio del rey de Sicilia, que Carlos de Valois había
recibido de su primer suegro, Carlos de Nápoles, el Cojo, como regalo de boda. En la gran sala
reservada a las audiencias, una docena de personas, escuderos, cortesanos y secretarios, hablaban
en voz baja, en pequeños grupos, volviendo frecuentemente la mirada hacia el señor que recibía,
como si fuera un verdadero soberano, en una especie de trono coronado por un dosel. Monseñor de
Valois lucía un gran vestido de terciopelo bordado de letras V y de flores de lis, abierto por delante,
que dejaba ver el forro de piel. Tenía las manos cargadas de anillos; llevaba su sello privado,
grabado en una piedra preciosa, colgado de la cintura por una cadenita de oro, y se tocaba con una
especie de bonete de terciopelo mantenido por un cerco de oro cincelado; una corona para andar
por casa. Estaba rodeado de su primogénito, Felipe de Valois, joven bien plantado, de gran nariz,
que se apoyaba en el respaldo del trono, y por su yerno Roberto de Artois, sentado en un escabel,
con sus grandes botas de cuero rojo extendidas ante el.
-Monseñor -dijo lentamente Mortimer-, si la ayuda de un hombre que es el primero entre los
barones de las Marcas galesas, que ha gobernado el reino de Irlanda y ha dirigido diversas batallas,
puede serviros de algo, aportaré de buen grado esta ayuda para la defensa de la cristiandad, y mi
sangre está, desde ahora, a vuestra disposición.
Valois comprendió el orgullo de aquel personaje que hablaba de sus feudos de las Marcas
como si los siguiera teniendo y al que sería necesario manejar bien para sacar partido de el.
-Tengo el honor, sire barón -respondió-, de ver agrupados bajo el pendón del rey de Francia,
es decir, del mío, ya que se ha acordado desde ahora, que mi sobrino continuará gobernando el
reino mientras yo dirijo la cruzada, de ver, digo, agrupados a príncipes soberanos de Europa: mi
pariente Juan de Luxemburgo, rey de Bohemia; mi cuñado Roberto de Nápoles y Sicilia; mi primo
Alfonso, de España; y a las repúblicas de Génova y Venecia, que, a petición del Padre Santo, nos
aportarán el apoyo de sus galeras. No estaréis en mala compañía, síre barón, y haré que todos os
respeten y honren como alto señor que sois. Francia, de donde provienen vuestros antepasados y
lugar de nacimiento de vuestra madre, apreciará mejor vuestros méritos de lo que parece haberlo
hecho Inglaterra.
Mortimer inclinó la cabeza en silencio. Esa seguridad valía algo; pero vigilaría que no se
quedara en simple cortesía.
-Porque hace mas de cincuenta años -continuó monseñor de Valois- que no se hace nada
grande en Europa en servicio de Dios; exactamente desde mi abuelo San Luis, que con ello gano el
cielo y perdió la vida. Los infieles, envalentonados con nuestra ausencia, han levantado cabeza y se
creen dueños de todo: saquean las costas, asaltan los barcos, ponen trabas al comercio y, con su
sola presencia, profanan los Santos Lugares. Y nosotros, ¿que hemos hecho nosotros? Año tras año
nos hemos replegado de todas nuestras posesiones, de todos nuestros establecimientos; hemos
abandonado las fortalezas que construimos y hemos olvidado defender los sagrados derechos
adquiridos. Son éstos tiempos revueltos. A comienzos de año, embajadores de la pequeña Armenia,
vinieron a pedirnos socorro contra los turcos. Doy gracias a mi sobrino el rey Carlos IV por haber
comprendido el interés de la petición y haber apoyado los pasos que he dado; a tal extremo, que
ahora se atribuye la idea. Pero, en fin, bueno es que crea en ella. Por lo tanto, dentro de poco, y una
vez reunidas nuestras fuerzas, partiremos a atacar en tierras lejanas a los berberiscos.
Roberto de Artois, que escuchaba esta arenga por centésima vez, movía la cabeza con gesto
de aprobación, divirtiéndose interiormente del ardor que mostraba su suegro en la exposición de la
hermosa causa. Porque Roberto conocía los » secretos del juego. Sabía que efectivamente se tenía
el proyecto de atacar a los turcos, pero atropellando un poco a los cristianos que estaban al paso;
porque el emperador Andrónico Paleólogo, que reinaba en Bizancio no era propiamente defensor
de Mahoma, que se sepa. Sin duda su Iglesia no era la legítima, pues hacía el signo de la cruz al
revés, pero de todas formas era el signo de la cruz. Ahora bien, monseñor de Valois seguía con la
idea de reconstruir en provecho propio el famoso imperio de Constantinopla, que se extendía no
solamente sobre los territorios bizantinos, sino sobre Chipre, Rodas, Armenia y todos los antiguos
reinos de Courtenay y Lusignan. Y cuando llegaran allá, el conde Carlos con todas sus mesnadas,
Andrónico Paleólogo no sería presa difícil. Monseñor de Valois tenía sueños de César...
Vale decir que empleaba con bastante habilidad la técnica que consiste en pedir lo máximo
para obtener un poco. Así, había intentado cambiar su mando de la cruzada y sus pretensiones al
trono de Constantinopla por el pequeño reino de Arles, junto al Ródano, a condición de que se le
agregara el Vienense. La negociación, entablada a principios de año con Juan de Luxemburgo,
fracasó por la oposición del conde de Saboya, y sobre todo por la del rey de Nápoles, que poseía las
tierras de Provenza y no quería de ningún modo que su turbulento pariente formara un reino
independiente en la frontera de sus Estados. Entonces monseñor de Valois se lanzó con mas fuerza
a la santa expedición. ¡Estaba escrito que la corona que se le había escapado en España, en
Alemania, e incluso en Arles, tenía que irla a buscar al otro extremo de la tierra!
-Cierto es que no se han superado todavía los obstáculos -continuó monseñor de Valois-.
Aún estamos discutiendo con el Padre Santo sobre el número de caballeros y la soldada que se les
ha de dar. Queremos ocho mil caballeros y treinta mil hombres de a pie, y que cada barón reciba
veinte sueldos diarios, y cada caballero, diez; siete sueldos y seis denarios, los escuderos; y dos
sueldos los hombres de a pie. El papa Juan quiere que reduzca mi ejército a cuatro mil caballeros y
quince mil hombres de a pie; me promete, sin embargo, doce galeras armadas. Nos ha autorizado el
diezmo, pero pone mala cara ante la cifra de un millón doscientas mil libras por año, durante los
cinco que durará la cruzada, tal como le hemos solicitado, y sobre todo, a las cuatrocientas mil
libras que necesita el rey de Francia para los gastos accesorios...
«De las cuales, trescientas mil están previstas para el buen Carlos de Valois -pensó Roberto
de Artois-. ¡A ese precio, ya se puede dirigir una cruzada! No debo burlarme, ya que yo tendré mi
parte.»
-¡Ah! Si yo hubiera estado en Lyon, en lugar de mi difunto sobrino Felipe, cuando el último
cónclave -exclamó Valois-, sin que quiera hablar mal del Santo Padre, hubiera elegido a un
cardenal capaz de comprender más claramente el interés de la cristiandad y que se hiciera rogar
menos.
-Sobre todo después que hicimos colgar a su sobrino en Montfaucon el pasado mes de mayo
-observo Roberto de Artois.
Mortimer dio media vuelta en el asiento y, mirando a Roberto de Artois, dijo sorprendido:
-¿Un sobrino del Papa? ¿Qué sobrino?
-¿Como, primo mío, no lo sabéis? -dijo Roberto de Artois, aprovechando la ocasión para
levantarse ya que no podía estar mucho tiempo inmóvil. Con la bota empujó los leños que ardían en
el hogar.
Mortimer había dejado de ser «milord» convirtiéndose en «primo mío» debido a un
parentesco lejano que habían descubierto por los Fiennes; dentro de poco seria «Roger» a secas.
-No, claro ¿cómo ibais a saberlo? Estabais encarcelado por gracia de vuestro amigo
Eduardo... Se trata de un barón gascón, Jourdain de L'Isle, a quien el Santo Padre había dado una
sobrina suya por mujer y el cual cometió unas cuantas fechorías: robos, homicidios, violación de
damas, desfloramiento de doncellas, además de algunas bribonadas con jovencitos. Estaba rodeado
de ladrones, asesinos y demás gente de esa ralea, que despojaban por su cuenta a laicos y clérigos.
Como el Papa lo protegía, se le disimulaban esos pecadillos, con la promesa de enmendarse.
Jourdain no supo hacer nada mejor, para probar su arrepentimiento, que coger al sargento real que
le habían enviado para entregarle un requerimiento y hacerlo empalar... ¿Sobre que? Sobre el
mismo bastón flordelisado que llevaba el sargento.
Roberto soltó una carcajada que dejó al descubierto su natural inclinación por lo canallesco.
-A decir verdad, no se sabe que crimen fue mayor -prosiguió-: si matar a un oficial del rey o
embadurnar la flor de lis con el excremento del sargento. El sire Jourdain fue colgado en el patíbulo
de Montfaucon. Lo podéis ver todavía si pasáis por allí; los cuervos le han dejado poca carne.
Desde entonces, son frías nuestras relaciones con Aviñón.
Y Roberto reanudó la risa, con la boca hacia el techo, y los pulgares en la cintura; y su
alegría era tan sincera que el mismo Roger Mortimer se echó a reír por contagio; y lo mismo
hicieron Valois y su hijo Felipe...
La risa los había unido más. Mortimer se veía de repente admitido en el grupo del poderoso
Valois, y se tranquilizó un poco. Miraba con simpatía el rostro de monseñor Carlos, una cara
grande, subida de color, de hombre que come demasiado y a quien el poder priva de hacer
suficiente ejercicio. Mortimer no había vuelto a ver a Valois desde dos fugaces encuentros, una vez
en Inglaterra con ocasión de las fiestas de la boda de Isabel, y otra en 1313, cuando acompañó a
París a los soberanos ingleses para ir a rendir el primer homenaje. Y todo esto que parecía de ayer
estaba ya muy lejos. ¡Diez años! Monseñor de Valois, hombre todavía joven en aquella época, se
había convertido en ese personaje macizo, imponente... ¡Vamos! No podía perder el tiempo ni
desperdiciar la ocasión de aventuras. Después de todo, aquella cruzada comenzaba a gustarle a
Roger Mortimer.
-¿Y cuando levarán anclas nuestras naves, monseñor? -preguntó.
-Dentro de dieciocho meses -respondió Valois-. Voy a enviar a Aviñón una tercera
embajada para arreglar definitivamente la cuestión de los subsidios, las bulas de indulgencia y la
orden de combate.
-Será una hermosa cabalgada, monseñor de Mortimer, en la que hará falta bravura y en la
que los vanidosos tendrán que enseñar algo más que en las justas -dijo Felipe de Valois, que no
había hablado hasta entonces y cuyo rostro se coloreo levemente.
El primogénito de Carlos de Valois veía ya las velas hinchadas de las galeras, el desembarco
en las lejanas costas, los pendones, las corazas, la carga de los caballeros franceses contra los
infieles, la Media Luna pisoteada por las herraduras de los corceles, las jóvenes moriscas
capturadas en el fondo de los palacios y las bellas esclavas desnudas que llegaban encadenadas...
Nada impediría que Felipe de Valois saciara sus deseos con esas sucias. Se ensanchaban las aletas
de su nariz, ya que Juana la Coja, su esposa amada, cuyos celos estallaban en furiosas escenas en
cuanto él miraba el pecho de otra mujer, se quedaría en Francia. ¡Ah! no tenía buen carácter la
hermana de Margarita de Borgoña. Se puede querer a la propia esposa y verse empujado por una
fuerza natural a desear otras mujeres. Por lo menos era necesaria la cruzada para que el gran Felipe
se atreviera a engañar a la Coja.
Mortimer se irguió ligeramente y estiró su negra cota. Quería volver al tema que le
interesaba, y que no era el de la cruzada.
-Monseñor -dijo a Carlos de Valois-, podéis considerarme unido a vuestras filas. Pero yo he
venido también a solicitar de vos...
Había pronunciado la palabra. El antiguo Gran Juez de Irlanda había pronunciado la palabra
sin la que ningún peticionario recibe nada, sin la que ningún hombre poderoso concede su apoyo.
Solicitar, pedir, rogar... Por otra parte, no hacía falta que hablara mas.

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora