SEGUNDA PARTE.
Isabel en amores.
CAPITULO 1
I.
La mesa del Papa Juan.
La iglesia Saint-Agricol acababa de ser enteramente reconstruida. La catedral de Doms, la
iglesia de los Hermanos Menores, la de los Frailes Predicadores y la de los Agustinos habían sido
agrandadas y renovadas. Los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén se habían construido una
magnífica encomienda. Mas allá de la plaza Change se levantaba una nueva capilla a San Antonio,
y se estaban echando los cimientos de la futura iglesia de Saint-Didier.
El conde de Bouville recorría desde hacía una semana Aviñón sin reconocerla, sin encontrar
en ella los recuerdos que había dejado. Cada paseo, cada trayecto le causaba sorpresa y maravilla.
¿Como había podido cambiar tan enteramente de aspecto una ciudad en ocho años?
Porque no sólo eran nuevos santuarios los que habían surgido de la tierra o se les había
remozado la fachada a los antiguos, que mostraban sus flechas, ojivas, rosetones y sus bordados de
piedra blanca, dorados ligeramente por el sol de invierno y por los que silbaba el viento del
Ródano; también por todas partes se elevaban palacios principescos, habitaciones de prelados,
residencias de burgueses enriquecidos, casas de compañías lombardas, almacenes y tiendas. Por
doquier se oía el ruido incesante, parecido a la lluvia, del martillo de los canteros, de millones de
golpes dados por el metal contra la tierna roca y por los cuales se edifican las ciudades. Por todas
partes, una inmensa muchedumbre, apartada frecuentemente por el cortejo de algún cardenal; por
todas partes una muchedumbre activa, vivaz, atareada, que marchaba sobre los cascotes, el serrín y
el polvo calizo. Es signo de riqueza ver los zapatos bordados de los poderosos ensuciarse con los
restos que deja la albañilería.
No, Hugo de Bouville no reconocía nada. El mistral le echaba a los ojos, al mismo tiempo
que el polvo de los trabajos, un constante deslumbramiento. Las tiendas, que se honraban todas con
ser proveedoras del Padre Santo o de las eminencias de su sagrado colegio, rebosaban de las mas
suntuosas mercancías de la tierra: espesos terciopelos, sedas, telas de oro y pesadas pasamanerías,
joyas sacerdotales, cruces pectorales, báculos, anillos, copones, custodias, patenas, además de
platos, cucharas, cubiletes y jarros grabados con las armas cardenalicias, se apiñaban en los
aparadores del sienés Tauro, del comerciante Corboli y del maestro Cachette, todos ellos plateros.
Se necesitaban pintores para decorar todas aquellas naves y bóvedas, aquellos claustros y
salas destinadas a las audiencias; los tres Pedros: Pedro de Puy, Pedro de Carmelere y Pedro
Gaudrac, ayudados por sus numerosos discípulos extendían el oro, azul y carmín y sembraban los
signos del zodiaco alrededor de las escenas de los dos Testamentos. Hacían falta escultores; el
maestro Macciolo de Spoletto tallaba en roble o en nogal las efigies de los santos que después
pintaba o recubría de oro. Y en las calles saludaban con profunda reverencia a un hombre que no
era cardenal, pero que iba siempre escoltado por ayudantes y servidores cargados de toesas y
grandes rollos de vitela. Este hombre era Guillermo de Coucouron, jefe de todos los arquitectos
pontificios, que, desde el año 1317, reconstruía a Aviñón invirtiendo la fabulosa suma de cinco mil
florines de oro.
En esta metrópoli religiosa las mujeres iban mejor vestidas que en cualquier otra parte del
mundo. Era un encanto para la mirada verlas salir de los oficios, atravesar las calles, recorrer las
tiendas, reunirse en plena calle, frívolas y sonrientes, con sus mantos forrados, entre los señores
apresurados y el paso vivo de los clérigos. Algunas de estas damas iban a sus anchas del brazo de un canónigo o de un obispo, y ambas faldas avanzaban al compás, barriendo el blanco polvo de las
calles.
El Tesoro de la Iglesia hacía prosperar todas las actividades humanas. Se había tenido que
construir nuevos burdeles y ensanchar el barrio de las prostitutas, ya que no todos los frailes y
frailecillos, clérigos, diáconos y subdiáconos, que frecuentaban a Aviñón tenían que ser
forzosamente santos. Los cónsules habían hecho colgar severas ordenanzas: «Está prohibido a las
mujeres públicas y alcahuetas permanecer en las calles decentes, ataviarse con los adornos de las
mujeres honestas, llevar velo en público y tocar en las tiendas el pan y los frutos, bajo pena de
verse obligadas a comprar las mercancías que hayan tocado. Las cortesanas casadas serán
expulsadas de la ciudad, y denunciadas a los jueces si vuelven.»
Sin embargo, a pesar de las ordenanzas, las cortesanas vestían los mejores vestidos,
compraban los frutos mas hermosos, caminaban por las calles de más categoría; y se casaban sin
dificultad; tan prósperas eran y tan solicitadas. Miraban con altanería a las llamadas mujeres
honestas, quienes no se portaban mejor que las otras, con la sola diferencia de que la suerte les
había proporcionado amantes de más alto rango.
No solamente se transformaba Aviñón, sino toda la región que la rodeaba. Al otro lado del
puente Saint-Benezet, en la orilla de Villeneuve, el cardenal Arnaldo de Via, sobrino del Papa,
estaba construyendo una enorme villa colegial. Y a la torre de Felipe el Hermoso la llamaban «la
torre vieja», porque databa de treinta años. ¿Habría existido todo esto sin Felipe el Hermoso, que
había impuesto que el papado residiera en Aviñón? Nuevas iglesias y nuevos castillos surgían de la
tierra en Bedarrides, Châteauneuf y en Noves.
Bouville sentía cierto orgullo personal, no solamente porque habiendo tenido durante
muchos años el cargo de chambelán de Felipe el Hermoso, se sentía vinculado a todos los actos de
este rey, sino también porque a él se debía en parte la designación del Papa actual. ¿No había sido
él quien hacía nueve años, después de una agotadora carrera en busca de los cardenales
diseminados entre Carpentras y Orange, había propuesto al cardenal Duèze como candidato de la
corte de Francia? Los embajadores se creen fácilmente únicos promotores de sus misiones cuando
estas tienen éxito. Y Bouville, mientras iba al banquete que el Papa Juan XXII ofrecía en su honor,
hinchaba el vientre creyendo hinchar el pecho, se sacudía los blancos cabellos sobre el cuello de su
manto de piel, y hablaba en voz bastante alta a sus escuderos, por las calles de Aviñón.
Una cosa parecía bien determinada: la Santa Sede no volvería a Italia. Se habían acabado las
ilusiones abrigadas durante el pontificado anterior. Era inútil que gritaran los patricios romanos y
amenazaran a Juan XXII con crear un cisma y elegir a otro Papa, que ocuparía verdaderamente el
trono de San Pedro. El antiguo burgués de Cahors había sabido responder a los príncipes de Roma,
concediéndoles sólo cuatro capelos de los dieciséis que había impuesto desde su coronación. Todos
los demás habían sido para los franceses.
-Ya veis, messire conde -había dicho el papa Juan a Bouville días antes en la primera
audiencia, y expresándose con aquel soplo de voz con el que gobernaba a la cristiandad...-, ya veis,
hay que gobernar con los amigos en contra de los enemigos. Los príncipes que gastan tiempo y
fuerzas para ganarse sus adversarios, descontentan a sus partidarios verdaderos y sólo se hacen
falsos amigos, dispuestos siempre a traicionarles.
Para convencerse de la intención del Papa de permanecer en Francia, bastaba ver el castillo
que acababa de construir sobre el terreno del antiguo obispado, y que dominaba la ciudad con sus
almenas, torres y barbacanas. El interior estaba dividido en espaciosos claustros, salas de recepción
y departamentos espléndidamente decorados de azul, tachonados de estrellas como el cielo. Había
dos ujieres en la primera puerta, otros dos en la segunda, cinco en la tercera y catorce más en las
restantes. El mariscal del palacio mandaba a cuarenta correos y sesenta y tres sargentos de armas.
«Todo esto no parece un establecimiento provisional», se decía Bouville, siguiendo al
mariscal, que había salido a recibirlo hasta la puerta del palacio y lo guiaba a través de las salas.
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los reyes malditos la loba de fracia
Historical Fictionesta el la 5 parte de la saga los reyes malditos todos los derechos son de el autor maurice duron