capitulo 2

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II.
La hora de la luz.

Al muy bueno y poderoso señor Guillermo, conde de Hainaut, Holanda y Zelanda:
Mi muy querido y muy amado hermano, a quien Dios guarde salud.
Estábamos todavía desembarcando nuestras gentes en el puerto marino de Harwich, y la
reina permanecía en la abadía de Walton, cuando nos llegó la buena nueva de que monseñor
Enrique de Lancaster, -que es primo del rey Eduardo y a quien llaman aquí el Lord del Cuello-
Torcido debido a que tiene la cabeza algo de través-, estaba en marcha para encontrarse con
nosotros, con todo un ejército de barones, caballeros y hombres reclutados en sus tierras, y también
con los lores obispos de Hereford, Norwich y Lincoln, para ponerse todos al servicio de la reina, mi
dama Isabel. Y monseñor de Norfolk, mariscal de Inglaterra, había anunciado también la misma
intención, y que llegaría con sus valientes tropas.
Nuestros pendones y los de los lores de Lancaster y de Norfolk se reunieron en un lugar
denominado BurySaint-Edmonds, donde habían llegado ese mismo día.
El encuentro se hizo en medio de una alegría que no puedo describiros. Los caballeros se
apearon, y, al reconocerse, se abrazaron efusivamente; monseñor de Kent y monseñor de Norfolk
abrazados y con lágrimas, como buenos hermanos separados largo tiempo, y messire de Mortimer
hizo otro tanto con el señor obispo de Hereford, y monseñor Cuello-Torcido besó las mejillas del

príncipe Eduardo, y todos corrieron hacia el caballo de la reina para festejarla y poner los labios en
el borde de su vestido. Me sentiría pagado de todas las penalidades que he tenido al venir al reino
de Inglaterra con solo haber visto el amor y la alegría que rodean a mi dama Isabel. El pueblo de
Saint-Edmonds abandonó las aves de corral y las legumbres que tenían expuestas para unirse a la
alegría, y sin cesar llegaba gente de la campiña de los aledaños, diciendo: «Ante vos, mi reina, me
presento», con grandes cumplidos y gentileza, a todos los señores ingleses. Además, para hacerme
notar, yo tenía detrás de mi nuestras mil lanzas de Holanda, y me enorgullezco, mi muy amado
hermano, del noble aspecto que nuestros caballeros han mostrado ante estos señores de ultramar.
La reina no ha dejado de declarar a todos los de su parentesco y partido que había regresado,
y tan fuertemente apoyada, gracias a Lord Mortimer; ha elogiado mucho los servicios que le ha
prestado messire de Mortimer y le ha ordenado que siga su consejo en todo. Por otra parte, mi dama
Isabel no dicta ningún decreto sin haber consultado antes con él. Le quiere, y lo demuestra, pero ese
amor no puede ser más que casto, aunque pretendan lo contrario las lenguas dispuestas siempre a
murmurar, ya que ella pondría más cuidado en disimular si fuera de otra manera, y lo sé también
por los ojos que me pone, puesto que no podría mirarme de tal modo si su lecho no estuviera libre.
En Walton tuve cierto temor de que su amistad se hubiera enfriado un poco, por motivos que
desconozco; pero todo demuestra que no ha sido nada y que permanecen muy unidos, de lo que me
alegro, ya que es natural que todo el mundo ame a mi dama Isabel por todas las hermosas y buenas
cualidades que tiene, y quisiera que todos le tuvieran el mismo amor que yo le tengo.
Los señores obispos han traído fondos suficientes y han dicho que recibirían otros,
recogidos en sus diócesis, y esto me tranquiliza en relación a la soldada de nuestros Hennuyers, ya
que temía que se agotaran rápidamente las ayudas Lombardas de messire de Mortimer. Lo que
cuento ocurrió el día 28 de septiembre.
Luego nos pusimos en marcha: un avance triunfal a través de la ciudad de Newmarket, llena
de posadas y alojamientos, y de la noble ciudad de Cambridge, donde todo el mundo hablaba latín
y se pueden contar más clérigos en un solo colegio que los que podríais reunir en todo vuestro
Hainaut. Por todas partes, tanto la acogida del pueblo como la de los señores, demuestra que el rey
no es querido, que sus malos consejeros han hecho que lo odien y desprecien, y nuestros pendones
son saludados con el grito de ¡Liberación!
Nuestros Hennuyers no se aburren, como dice Enrique Cuello-Torcido, que usa, como veis,
la lengua francesa con gentileza y cuya frase, al oírla, me hizo reír un cuarto de hora, y aun se me
vuelve la risa cuando pienso en ella. Las muchachas de Inglaterra se muestran acogedoras con
nuestros caballeros, lo cual es buena cosa para mantenerlos en buen estado de guerra. En cuanto a
mi, si retozara, daría mal ejemplo y perdería ese poder que necesita el jefe para llamar al orden a
sus tropas cuando hace falta. Además el voto que he hecho a mi dama Isabel me lo prohíbe, y si
faltara a él, podía torcerse la fortuna de nuestra expedición. Así que las noches me roen un poco,
pero, como las cabalgadas son largas, el sueño no me abandona. Creo que a la vuelta de esta
aventura me casaré.
S'ennuyer: aburrirse.
A propósito de matrimonio debo informaros, mi querido hermano, así como a mi querida
hermana la condesa vuestra esposa, que monseñor el joven príncipe Eduardo sigue con el
pensamiento puesto en vuestra hija Felipa, y que no pasa día sin que me pida noticias, y que todos
sus pensamientos son para ella, y que los esponsales que concluisteis son buenos y provechosos,
por los que vuestra hija será siempre, estoy seguro, muy dichosa. He hecho una gran amistad con el
príncipe Eduardo, que parece admirarme mucho, aunque habla poco; con frecuencia se mantiene en
silencio, como vos me habéis descrito al poderoso rey Felipe el Hermoso, su abuelo. Es muy
probable que un día se convierta en tan grande soberano como lo fue el Hermoso, y tal vez antes
del tiempo que habría debido esperar de Dios su corona, si damos crédito a lo que se dice en el
Consejo de los barones ingleses.
Porque el rey Eduardo se ha mostrado ruin ante los acontecimientos. Estaba en
Westmoustiers cuando desembarcamos, y en seguida se refugió en su Torre de Londres para
resguardar su cuerpo; hizo que todos los sherifs, que son los gobernadores de los condados de su
reino, dieran a conocer en los lugares públicos, plazas, ferias y mercados, la ordenanza que os
transcribo:
«Visto que Roger Mortimer y otros traidores y enemigos del rey y de su reino han
desembarcado por la violencia, y a la cabeza de tropas extranjeras que quieren derribar el poder
real, el rey ordena a todos sus súbditos que se opongan a ellos con todos los medios y los destruyan.
Solo deben exceptuarse la reina, su hijo y el conde de Kent. Todos los que tomen las armas contra
el invasor recibirán una gran soldada, y a quien traiga al rey el cadáver de Mortimer, o solamente su
cabeza, se le promete una recompensa de mil libras esterlinas.»
Las órdenes del rey no han sido obedecidas por nadie; pero han incrementado la autoridad
de messire de Mortimer al mostrar el precio en que se valora su vida, y lo han designado como a
nuestro jefe más aun de lo que era. La reina ha contestado prometiendo dos mil libras esterlinas a
quien le traiga la cabeza de Hugh Despenser el joven, estimando en este precio los agravios que ese
señor le ha hecho en el amor de su esposo.
Los londinenses se han mostrado indiferentes en la custodia de su rey, quien se ha obstinado
hasta el final en sus errores. Lo prudente hubiera sido expulsar a su Despenser, pero el rey Eduardo
se ha empeñado en conservarlo, diciendo que había aprendido bastante con la experiencia pasada,
que en otro tiempo habían ocurrido cosas semejantes con el caballero Gaveston, al que había
alejado de sí, sin que eso impidiera que lo mataran, y que le impusieran a él, al rey, una carta y un
consejo de ordenadores de los que había tenido gran dificultad en desembarazarse. Después lo
alentó en esta opinión y, según se dice, derramaron abundantes lágrimas abrazados uno al otro; e
incluso dijo Despenser que prefería morir en el pecho de su rey antes que vivir apartado de él. Y
estaba en lo cierto al decir esto, ya que este pecho es su único amparo.
Todo el mundo los abandonó entregados a sus villanos amores a excepción de Despenser el
Viejo, el conde de Arundel, que es pariente de Despenser, el conde de Warenen, que es cuñado de
Arundel, y el canciller Baldock, que ha de permanecer fiel al rey, ya que es tan unánimemente
odiado que a cualquier parte que fuera lo harían trizas.
El rey no se sintió muy seguro en la Torre y huyó con ese pequeño número de personas a
levantar un ejército en Gales, no sin haber hecho publicar antes, el 30 de septiembre, las bulas de
excomunión que nuestro Padre Santo el Papa le había entregado contra sus enemigos. No os
inquietéis por esta publicación, muy amado hermano, si os llega la noticia, ya que las bulas no nos
conciernen; habían sido pedidas por el rey Eduardo contra los escoceses, y nadie se ha llamado a
engaño acerca del falso uso que ha hecho de ellas, y a todos nos dan la comunión como antes, los
obispos los primeros.
El rey, al huir de Londres tan lastimosamente, ha dejado el gobierno al arzobispo Reynolds,
al obispo Juan de Stratford y al obispo Stapledón, diocesano de Exeter y tesorero de la corona. Pero
ante la rapidez de nuestro avance, el obispo Stratford vino a someterse a la reina mientras que el
arzobispo Reynolds suplicó su perdón desde Kent, donde se había refugiado. Sólo el obispo
Stapledón se quedó en Londres, creyendo que con sus robos se habría ganado suficientes
defensores. La ciudad se encolerizó contra él y, cuando se decidió a huir, la muchedumbre se lanzó
en su persecución, lo alcanzó y lo destrozaron en el barrio de Cheapside, donde fue pisoteado hasta
dejarlo irreconocible.
Esto aconteció el 15 de octubre, mientras la reina estaba en Wallinglord, ciudad rodeada de
murallas de tierra, donde libertamos a messire Tomas de Berkeley, que es yerno de messire de
Mortimer. Cuando la reina supo el fin de Stapledón, dijo que no debía llorarse la muerte de un
hombre tan malo, y que ella más bien se alegraba, porque le había perjudicado mucho, y messire de
Mortimer declaró que así se haría con todos los que habían querido su perdición.
La antevíspera, en la ciudad de Oxford, en la que todavía hay más clérigos que en la ciudad
de Cambridge, messire Orletón, obispo de Hereford, subió al púlpito delante de mi dama Isabel, el
duque de Aquitania, el conde de Kent y todos los señores, para decir un gran sermón sobre el tema
Caput meum doleo que es una frase sacada de las Escrituras, en el santo libro de los Reyes, para
significar que el cuerpo del reino de Inglaterra sufría en la cabeza y que allí era preciso aplicar el
remedio.
Este sermón hizo profunda impresión en toda la asamblea, que escuchó describir y enumerar
las heridas y dolores del reino. Y aunque ni una sola vez, durante su hora de sermón, messire
Orletón pronunció el nombre del rey, todos lo tenían en el pensamiento, debido a todos esos males,
y el obispo exclamó al fin, que el rayo de los cielos, como la espada de los hombres, debía abatirse
sobre los orgullosos perturbadores de la paz y los corruptores de los reyes. El mencionado
monseñor de Hereford es un hombre muy espiritual, y yo me honro en hablar frecuentemente con
el, aunque siempre tiene prisa cuando habla conmigo; sin embargo, siempre recojo de sus labios
alguna buena sentencia. Así, el otro día me dijo: Cada uno de nosotros tiene su hora de luz en los
sucesos de su época. Una vez es monseñor de Kent, otra monseñor de Lancaster, tal otro antes y tal
otro después, a quienes iluminan los acontecimientos por la decisiva parte que toman en ellos. Así
se hace la historia del mundo. En este momento en que estamos, messire de Hainaut, tal vez sea,
precisamente, vuestra hora de luz.
Dos días después de la predicación, y recogiendo la fuerte emoción que nos había producido
a todos, la reina lanzó desde Wallinglord una proclama contra los Despenser, acusándolos de haber
despojado a la Iglesia y a la Corona; matado injustamente a gran número de súbditos leales;
desheredado, encarcelado y desterrado a señores que se contaban entre los más grandes del reino;
oprimido a viudas y huérfanos y abrumado al pueblo con tallas y exacciones.
Se supo al mismo tiempo que el rey, que primero se había refugiado en la ciudad de
Gloucester, que pertenece al joven Despenser, había pasado a Westbury, y que allí su escolta lo
había abandonado. El viejo Despenser se fortificó en su ciudad y castillo de Bristol para entorpecer
nuestro avance, mientras que los condes de Arundel y Warenne habían llegado a sus dominios de
Shropshire; es una manera de guardar las Marcas de Gales al norte y al sur, mientras que el rey, con
Despenser el joven y su canciller Baldock, partió a levantar un ejército en Gales. A decir verdad, no
se sabe lo que ha sido de él. Circulan rumores de que se ha embarcado para Irlanda.
Mientras varios pendones ingleses, bajo el mando del conde de Charlton, se habían puesto
en camino hacia Skrospshire con el fin de desafiar al conde de Arundel, ayer, 24 de octubre, un mes
justo desde nuestra salida de Dordrecht, entramos con toda facilidad, siendo grandemente
aclamados, en la ciudad de Gloucester. Hoy vamos a avanzar sobre Bristol, donde se ha encerrado
Despenser el Viejo. He tomado a mi cargo dar el asalto a esta fortaleza, y al fin voy a tener la
ocasión, que hasta ahora no me ha sido dada, por los pocos enemigos que hemos encontrado en
nuestro avance, de librar combate por mi dama Isabel y demostrar ante sus ojos mi valentía. Antes
de arrojarme al asalto besaré la grímpola de Hainaut que flota en mi lanza.
Antes de partir os confié, mi muy querido y muy amado hermano, mis voluntades
testamentarias, y no veo nada que quiera corregir o añadir. Si debo sufrir la muerte, sabréis que la
habré sufrido sin disgusto ni pena, como debe hacer un caballero que defiende noblemente a las
damas y a los desgraciados oprimidos, y en honor de vos, de mi querida hermana, vuestra esposa, y
de mis sobrinas, que a todos Dios guarde.
Dada en Gloucester el veinticinco de octubre de mil trescientos veinticinco.
JUAN
Al día siguiente, messire Juan de Hainaut no tuvo que mostrar su valentía, y su hermosa
preparación de ánimo fue en vano.
Cuando se presentó por la mañana, atados los yelmos y a banderas desplegadas, delante de
Bristol, ya la ciudad había decidido rendirse y la hubieran podido tomar con una caña. Los notables
se apresuraron a enviar parlamentarios que sólo se preocuparon de saber donde querían alojarse los
caballeros, e hicieron protestas de su adhesión a la reina y se ofrecieron a entregar en seguida a su
señor, Hugh Despenser el Viejo, único culpable de que no hubieran testimoniado antes sus buenas
intenciones.
Abiertas inmediatamente las puertas de la ciudad, los caballeros se alojaron en los hermosos
palacios de Bristol. Despenser el Viejo fue apresado en su castillo y guardado por cuatro caballeros,
mientras que la reina, el príncipe heredero y los principales barones se instalaron en los
departamentos. La reina encontró allí a sus otros tres hijos, a los que Eduardo, en su huida, había
dejado al cuidado de Despenser. Se maravilló al observar lo mucho que habían crecido en veinte
meses, y no dejaba de contemplarlos y abrazarlos. De pronto miró a Mortimer y, como si este
exceso de alegría la pusiera en mal lugar ante él, murmuró:
-Quisiera, amigo, que Dios me hubiera hecho la gracia de que fueran de vos.
Por instigación del conde Lancaster, se reunió inmediatamente un Consejo alrededor de la
reina, el cual agrupaba a los obispos de Hereford, Norwich, Lincoln, Ely y Winchester; al arzobispo
de Dublin; a los condes de Norfolk y de Kent; a Roger Mortimer de Wigmore, sir Tomas Wake, sir
Guillermo La Zouche de Ashley, Roberto de Montalt, Roberto de Merle, Roberto de Watterville y
al sire Enrique de Beaumont.
Este Consejo, fundándose jurídicamente en el hecho de que el rey se encontraba fuera de las
fronteras -era igual que estuviera en Gales o en Irlanda-, decidió proclamar al joven príncipe
Eduardo guardián y mantenedor del reino en ausencia del soberano. Se redistribuyeron en seguida
las principales funciones administrativas, y Adan Orletón, que era el cerebro de la rebelión, recibió
el cargo de Lord tesorero.
Había llegado la hora de reorganizar la autoridad central. Era asombroso que durante un
mes, con el rey en fuga, dispersados sus ministros, e Inglaterra bajo la gran cabalgada de la reina y
de los Hennuyers, las aduanas hubieran continuado funcionando con normalidad, los recaudadores
de impuestos cobrado las tasas, la ronda hubiera vigilado las ciudades y que, en suma, la vida
pública hubiera proseguido su curso normal por una especie de costumbre del cuerpo social.
El guardián del reino, el depositario provisional de la soberanía, tenía quince años menos un
mes. Las ordenanzas que iba a promulgar serían selladas con su sello privado, ya que el rey y el
canciller Baldock se habían llevado los sellos del Estado. El primer acto de gobierno del joven
príncipe fue presidir ese mismo día el proceso contra Hugh Despenser el Viejo.
La acusación fue llevada por Tomas Wake, rudo caballero de edad madura, que era mariscal
del ejército, quien presentó a Despenser, conde de Winchester, como responsable de la ejecución de
Tomas de Lancaster; de la muerte en la Torre de Roger Mortimer el Mayor (el viejo Lord de Chirk
no había podido ver el retorno triunfal de su sobrino, ya que había muerto en el calabozo unas
semanas antes); responsable también del encarcelamiento, destierro o muerte de muchos otros
señores; de la expoliación de los bienes de la reina y del conde de Kent; de la mala gestión de los
asuntos del reino; de las derrotas en Escocia y Aquitania, todo ello acaecido por sus exhortaciones
y malos consejos. Las mismas acusaciones se harían contra todos los consejeros del rey Eduardo.
Arrugado, encorvado, con voz débil, Hugh el Viejo, que había fingido durante tantos años
un tembloroso acatamiento ante los deseos del rey, mostró la energía de que era capaz. No tenía
nada que perder y se defendió palmo a palmo.
¿Las guerras perdidas? Lo habían sido por la cobardía de los barones. ¿Las ejecuciones
capitales y los encarcelamientos? Habían sido decretados contra los traidores y rebeldes ala
autoridad real, sin cuyo respeto se desmoronan los reinos. Las apropiaciones de feudos y rentas se
habían decretado para que los enemigos de la corona se quedaran sin hombres y sin fondos. Y se le
reprochaban algunos saqueos y expoliaciones, ¿no suponían nada las veintitrés casas solariegas que
eran de su propiedad o de su hijo y que Mortimer, Lancaster, Maltravers y Berkley, todos ellos allí
presentes, habían saqueado e incendiado el año 1321, antes de ser derrotados unos en Shrewsbury y
otros en Boroughbridge? No había hecho más que cobrarse los daños que le habían causado y que
calculaba en cuarenta mil libras, sin poder estimar las violencias y sevicias de todo orden infligidas
a su gente.
Terminó con estas palabras dirigidas a la reina:
-¡Ah, señora! ¡Dios nos de recto juicio, y si no podemos tenerlo en este mundo, que nos lo
de en el otro!
El joven príncipe Eduardo había escuchado con atención. Hugh Despenser el Viejo fue
condenado a ser arrastrado, decapitado y colgado; lo cual le hizo decir con cierto desprecio:
-Veo, mis lores, que decapitar y colgar son para vosotros cosas distintas, pero para mi no es
más que una sola muerte.
Su actitud, bien sorprendente para todos los que lo habían conocido en otras circunstancias,
explicaba la gran influencia que había ejercido. Este obsequioso cortesano no era cobarde, este
detestable ministro no era tonto.
El príncipe Eduardo dio su aprobación a la sentencia; pero reflexionaba y comenzaba a
formarse silenciosamente su opinión sobre la conducta de los hombres que ocupaban los altos
cargos. Escuchar antes de hablar, informarse antes de juzgar, comprender antes de decidir, y tener
siempre presente que en todo hombre se encuentra la fuente de las mejores y de las peores
acciones: éstas son para un soberano las disposiciones fundamentales de la prudencia.
No es corriente que, antes de cumplir los quince años, se tenga que condenar a muerte a uno
de sus semejantes. Para ser su primer día de poder, Eduardo de Aquitania pasaba por una dura
prueba.
El viejo Despenser fue atado por los pies al arnés de un caballo y arrastrado por las calles de
Bristol. Después, desgarrados los tendones, descoyuntados los huesos, fue llevado a la plaza situada
delante del castillo y fue puesto de rodillas, la cabeza sobre el tajo. Le apartaron los blancos
cabellos para dejarle libre la nuca, y una ancha espada, empuñada por un verdugo que llevaba una
caperuza roja, le cortó la cabeza. Su cuerpo, chorreando sangre, fue colgado por las axilas en la
horca; y la cabeza, arrugada y sucia, fue plantada al lado, en el extremo de una pica.
Y todos aquellos caballeros que habían jurado por monseñor San Jorge defender damas,
doncellas, huérfanos y oprimidos, disfrutaron, con grandes risas y jubilosas observaciones, del
espectáculo que ofrecía aquel cadáver de anciano partido en dos.

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora