continuacion

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calor, parecían haber abatido al viejo Lord de Chirk. Perdidos los dientes y el cabello, hinchadas las


piernas, agarrotadas las manos por el reumatismo, apenas se levantaba de la tabla de encina que le


servía de lecho, mientras su sobrino permanecía junto al tragaluz, con la mirada fija en lo alto.


Era el segundo verano que pasaban en aquella covacha. Hacía dos horas que había


amanecido sobre la mas célebre fortaleza de Inglaterra, corazón del reino y símbolo del poder de


sus príncipes; sobre la Torre Blanca construida por Guillermo el Conquistador, apoyada en los


cimientos mismos del antiguo castrum romano; sobre el inmenso torreón cuadrado, ligero a pesar


de sus gigantescas proporciones; sobre las torres del recinto y las murallas almenadas de Ricardo


Corazón de León, sobre la Morada del Rey, sobre la capilla de San Pedro y la puerta de los


Traidores. El día se presentaba caluroso, pesado, como lo había sido la víspera; se adivinaba en el


sol que roseaba las piedras, así como en el olor a cieno que subía del Tamesis, junto al terraplén de


los fosos.


«Eduardo» se había unido a los otros gigantescos cuervos en el césped tristemente famoso,


el Green, donde se instalaba el tajo los días de ejecución; los pájaros picoteaban la hierba empapada


de sangre de los patriotas escoceses, de los criminales de Estado y de los favoritos caídos en


desgracia.


Recortaban el césped y barrían los caminos empedrados que lo rodeaban, sin que se


asustaran los cuervos; porque nadie se hubiera atrevido a tocar a aquellos animales que vivían allí


desde tiempo inmemorial, protegidos por una especie de superstición.


Los soldados de la guardia, al salir de sus alojamientos, se sujetaban apresuradamente el


cinturón o las polainas, se calaban el casco y se agrupaban para la parada diaria que aquella mañana


tenía particular importancia, ya que era 1.º de agosto, día de San Pedro ad Vincula -a quien estaba


dedicada la capilla- y fiesta anual de la Torre.


Rechinaron los cerrojos en la puerta baja que cerraba la celda de los Mortimer; abrió el


carcelero, echó una mirada al interior y dejó entrar al barbero, hombre de ojos pequeños, larga nariz


y boca redonda, que iba una vez por semana a afeitar al joven Roger Mortimer. Durante los meses


de invierno esta operación era un suplicio para el prisionero, ya que el condestable Stephen


Seagrave, gobernador de la Torre, había dicho:


-Si Lord Mortimer quiere seguir afeitándose, le enviaré el barbero, pero no tengo obligación


de suministrarle agua caliente.


Lord Mortimer se había mantenido firme, primero para desafiar al condestable, luego


porque su execrado enemigo el rey Eduardo llevaba una hermosa barba rubia, y por último y


principalmente por sí mismo, porque sabía que si cedía en esto, se dejaría arrastrar por el abandono


físico. A la vista tenía el ejemplo de su tío, que no prestaba ningún cuidado a su persona; Lord de


Chirk, con su barba crecida y su largo cabello, parecía un viejo anacoreta y gemía sin cesar por las


múltiples dolencias que lo agobiaban.


-Solamente el dolor de mi pobre cuerpo me hace sentir que vivo todavía -susurraba a veces.


El joven Mortimer recibía, pues, semana tras semana, al barbero Ogle, incluso cuando tenía


que romper el hielo en la bacía y la rasura le dejaba las mejillas ensangrentadas. Este sufrimiento


tuvo su recompensa, ya que al cabo de unos meses se dio cuenta de que Ogle podía servirle de


enlace con el exterior. El hombre tenía un carácter extraño; era ávido y al mismo tiempo capaz de


sacrificio; sufría por su situación subalterna, que juzgaba inferior a su mérito; la intriga le ofrecía


ocasión de secreto desquite y de adquirir importancia ante si mismo, al participar de los secretos de


los grandes personajes. El barón de Wigmore era sin duda el hombre mas noble, tanto por


nacimiento como por naturaleza, de cuantos conocía. Además, un prisionero que se empeñaba en


hacerse afeitar incluso en la época de los hielos era digno de admiración.


Gracias al barbero, Mortimer había establecido una relación, tenue pero regular, con sus


partidarios, especialmente con Adán Orletón, obispo de Hereford; por el barbero había sabido que


podía ganar para su causa al teniente de la Torre, Gerardo de Alspaye; y por mediación del barbero

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora