capitulo 3

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III.
Hereford.
Para Todos los Santos, la nueva corte se instaló en Hereford. Si, como decía Adan Orletón,
obispo de esta ciudad, todos tenían en la Historia su hora de luz, esta hora había llegado para él. Al
cabo de sorprendentes vicisitudes, después de haber ayudado a escapar a uno de los más grandes
señores del reino, de haber sido acusado, llevado ante el Parlamento y salvado por la coalición de
sus pares; después _de haber predicado y fomentado la rebelión, volvía triunfante a aquel obispado
para el que había sido nombrado el año 1317, contra la voluntad del rey Eduardo y donde habla
actuado como gran prelado.
Este hombre pequeño, sin atractivo físico, pero valeroso, revestido con las insignias
sacerdotales, con la mitra en la cabeza y el báculo en la mano, recorría con inmensa alegría las
calles de su ciudad reencontrada.
En cuanto la escolta real tomó posesión del castillo situado al centro de la ciudad, en un
recodo del río Wye, Orletón mostró a la soberana las obras de su iniciativa, sobre todo la alta torre cuadrada, de dos pisos, con calados de grandes ojivas, cuyos ángulos terminaban cada uno con tres
torrecillas, dos pequeñas en forma de arista y una grande que las dominaba, con doce agujas que
ascendían al cielo, y que había hecho levantar para ensalzar y embellecer la catedral. La luz de
noviembre jugaba en los rosados ladrillos, cuya humedad mantenía fresco su color; alrededor del
monumento se extendía un amplio terreno cubierto de césped oscuro y bien cortado.
-¿No es verdad, señora, que es la más hermosa torre de vuestro reino? -decía Adan Orletón
con cándido orgullo de constructor ante esta gran fábrica cincelada, nada recargada, de líneas puras,
de la que no cesaba de maravillarse-. Aunque solo fuera por haberla edificado, estaría contento de
haber nacido.
A Orletón, como se decía, la nobleza le venía de Oxford, no de su cuna. Era consciente de
ello, y había querido justificar los altos cargos a los que la ambición tanto como la inteligencia, y el
saber más aún que la intriga, lo habían elevado. Se sabía superior a todos los hombres que lo
rodeaban. Había reorganizado la biblioteca de la catedral, en la que gruesos volúmenes, alineados
con el lomo hacia delante, estaban en la estantería asegurados con cadenas de largos eslabones
forjados para que no pudieran robarlos. Casi mil manuscritos iluminados, decorados, maravillosos,
que abarcaban cinco siglos de pensamiento, de fe y de invención, desde la primera traducción de
los Evangelios al sajón, con algunas páginas decoradas todavía con caracteres únicos, hasta los
diccionarios latinos más recientes, pasando por la jerarquía Celeste, a las obras de San Jerónimo, de
San Juan Crisóstomo, los doce profetas menores...
La reina admiró también los trabajos emprendidos para la sala capitular, y el famoso mapa
del mundo pintado por Ricardo de Bello, y que no podía ser más que de inspiración divina, pues
comenzaba a hacer milagros.
Así Hereford fue durante un mes la capital improvisada de Inglaterra. Mortimer no se sentía
menos feliz que Orletón, ya que acababa de recuperar su castillo de Wigmore, a unas millas de
distancia.
Durante este tiempo continuaban buscando al rey con el mayor empeño.
Cierto Rhys ap Owell, caballero del País de Gales, llegó un día a anunciar que Eduardo II se
encontraba escondido en una abadía, en las costas del condado de Glamorgan, adonde había sido
arrojado por vientos contrarios el barco con el que confiaba llegar a Irlanda.
Inmediatamente Juan de Hainaut, rodilla en tierra, se ofreció a sacar de su guarida galesa al
desleal esposo de la señora Isabel. Costó trabajo hacerle comprender que no se podía confiar la
captura del rey a un extranjero, que era preferible designar a un miembro de la familia real para que
cumpliera tan penosa tarea. Y fue Enrique Cuello-Torcido quien, sin excesiva alegría, tuvo que
cabalgar, acompañado del conde de la Zouche y de Rhys ap Owell.
Casi al mismo tiempo, llegó de Shropshire, el conde de Charlton, trayendo encadenado al
conde de Arundel. Para Roger Mortimer fue un hermoso desquite ya que Edrnundo Fitzalan, conde
de Arundel, había recibido del rey gran parte de los bienes arrebatados a la familia Mortimer, y se
había hecho conferir el título de Gran Juez de Gales, que había pertenecido al viejo Mortimer de
Chirk.
Roger Mortimer se contentó con dejar a su enemigo en pie todo un cuarto de hora, sin
dirigirle la palabra y mirándolo solamente de pies a cabeza, gozando del satisfactorio espectáculo
de tener ante si un enemigo vivo que pronto sería un enemigo muerto.
El juicio de Arundel como enemigo del reino, y acusado de los mismos cargos que
Despenser el Viejo, se celebró rápidamente y su decapitación se ofreció al regocijo de la ciudad de
Hereford y de las tropas allí estacionadas.
Se observó que, durante el suplicio, la reina y Mortimer estaban cogidos de la mano.
El joven príncipe Eduardo había cumplido los quince años, tres días antes.
Por fín, el 20 de noviembre llegó una señalada noticia. El rey Eduardo había sido apresado
por el conde de Lancaster en la abadía cisterciense de Neath, en el valle del Towe.
El rey, su favorito y su canciller estaban escondidos allí, desde hacía varias semanas, bajo
los hábitos de monje; Eduardo, a la espera de días mejores, trabajaba en la fragua de la abadía,
pasatiempo que le evitaba pensar demasiado en su situación.
Y allí estaba, desnudo el torso, bajado el hábito hasta la cintura, pecho y barba iluminados
por el fuego de la fragua, rodeadas las manos de chispas, mientras el canciller soplaba con el fuelle
y Hugh el joven, con aspecto lamentable, le pasaba las herramientas, cuando Enrique Cuello-
Torcido apareció encuadrado en la puerta, con el casco tocándole casi el hombro, y le dijo:
-Sire primo mío, os ha llegado el tiempo de pagar vuestras faltas.
Al rey se le cayó el martillo; la pieza que estaba forjando quedó enrojecida sobre el yunque;
y el soberano de Inglaterra, tembloroso su torso pálido, preguntó:
-Primo, primo. ¿Que van a hacer conmigo?
-Lo que decidan los altos señores del reino -respondió Cuello-Torcido.
Ahora Eduardo esperaba, en compañía de su favorito y de su canciller, en la pequeña casa
solariega fortificada de Monmouth, a unas leguas de Hereford, a donde lo había llevado y
encerrado Lancaster.
Adan Orletón, acompañado de su arcediano Tomas Chandos y del gran chambelán
Guillermo Blount, fue en seguida a Monmouth a reclamar los sellos del reino, que Baldock llevaba
todavía consigo.
Cuando Orletón le hizo la petición, Eduardo arrancó de la cintura de Baldock el saquito de
cuero que contenía los sellos, arrolló a su muñeca los lazos del saquito, como si quisiera hacer un
arma con ellos, y exclamó:
-¡Messire traidor, mal obispo, si queréis mi sello tendréis que arrebatármelo por la fuerza y
así demostraréis que un eclesiástico ha puesto la mano sobre su rey!
Decididamente, el destino había señalado a Orletón para las más insólitas funciones. No es
corriente quitar de las manos de un rey los atributos de su poder. Ante aquel atleta furioso, Orletón,
de hombros caídos, manos débiles, y cuya única arma era la caña de su frágil báculo de marfil,
respondió:
-La entrega ha de hacerse por vuestra voluntad y en presencia de testigos. Sire Eduardo,
¿vais a obligar a vuestro hijo, que es ahora mantenedor del reino, a encargarse su propio sello de
rey antes de lo que pensaba? De todos modos, por apremio, puedo detener a Lord Despenser y al
Lord canciller, a los que tengo orden de conducir ante la reina.
Ante estas palabras, Eduardo dejó de preocuparse por el sello y no pensó más que en su
bienamado favorito. Desató de su muñeca el saquito de cuero, lo tiró al chambelán Guillermo
Blount como si de repente se hubiera convertido en un objeto despreciable, y abriendo los brazos a
Hugh, exclamó:
-¡Ah, no! ¡No me lo arrancaréis!
Hugh el Joven, flaco, tembloroso, se había lanzado al pecho del rey. Le castañeteaban los
dientes, parecía que iba a desmayarse, y gemía:
-¡Ya lo veis, es tu esposa la que quiere esto! ¡Es ella, es a loba de Francia, la causante de
todo! ¡Ah, Eduardo, Eduardo! ¿Porqué te casaste con ella?
Enrique Cuello-Torcido, Orleton, el arcediano Chandos y Guillermo Blount miraban a
aquellos dos hombres abrazados y, por incomprensible que les fuera el espectáculo de aquella
pasión, no podían dejar de reconocer en ella cierta espantosa grandeza.
Por último, Cuello-Torcido se acercó, aferró a Despenser por el brazo, y le dijo:
-Vamos, es preciso separaros.
Y se lo llevó.
-¡Adíós, Hugh, adiós! -gritó Eduardo-. ¡Ya no te veré más, mi querida vida, mi hermosa
alma! ¡Me han quitado todo!
Las lágrimas resbalaban por su rubia barba.

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora