capitulo 6

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VI
Aquel hermoso año de 1325. 

Para la reina Isabel la primavera del año 1325 fue encantadora. Se maravillaba de las
soleadas mañanas en las que centelleaban los tejados de la ciudad; millares de pájaros piaban en los
jardines; las campanas de todas las iglesias, conventos, monasterios, incluso la campana mayor de
Notre-Dame, parecía dar horas de felicidad. Las lilas embalsamaban las noches, bajo un cielo
estrellado.
Cada jornada aportaba su brazada de placeres: justas, fiestas, torneos, partidas de caza y de
campo. La capital tenía aspecto próspero, y en todas partes se notaba un gran deseo de divertirse.
Se gastaba profusamente en diversiones públicas, a pesar de que el presupuesto del Tesoro había
señalado el año anterior una pérdida de trece mil seiscientas libras, cuya causa,« según reconocían
todos, había sido la guerra de Aquitania. Para conseguir ingresos, multaron con doce, quince y
cincuenta mil libras a los obispos de Ruan, Langres y Lisieux, respectivamente, por las violencias
cometidas contra sus cabildos o la gente del rey; de tal forma estos prelados, demasiado
autoritarios, habían cubierto el déficit militar. Además, se ordenó a los Lombardos una vez más que
volvieran a comprar su derecho de burguesía.
Así se alimentaba el lujo de la corte; todos se daban prisa en divertirse y gozaban de ese
primer placer que consiste en darse como espectáculo a los demás. Y lo que ocurría en la nobleza
ocurría en la burguesía y hasta en el bajo pueblo; todos gastaban más allá de sus medios en cosas
que sólo concernían a la alegría de vivir. Hay años de esta clase, en los que el destino parece
sonreír: son un reposo, un respiro, en medio de las dificultades de los tiempos... Se vende y se
compra lo que se llama superfluo, como si fuera superfluo adornarse, seducir, conquistar,
entregarse a los derechos del amor, probar las cosas raras que son fruto del ingenio humano,
aprovechar todo lo que la providencia o la naturaleza ha dado al hombre para que se deleite por su
excepcional condición en el universo.
Naturalmente, se quejaban; pero no por miserables, sino por no poder saciar todos sus
deseos. Se quejaban de ser menos ricos que los mas ricos, de no tener tanto como los que lo tenían
todo. La estación era excepcionalmente benigna; los negocios, milagrosamente prósperos. Se había
renunciado a la cruzada, no se hablaba de poner en pie al ejército ni de rebajar el valor de la libra;
el Consejo privado se ocupaba de impedir el despoblamiento de los ríos; y los pescadores de caña,
instalados en hileras en las dos orillas del Sena, se calentaban al suave sol de mayo.
Se respiraba amor en aquella primavera; y hubo más matrimonios, y también más bastardos
que desde hacía mucho tiempo. Las jóvenes estaban alegres y cortejadas; los muchachos, decididos
y jactanciosos. Los viajeros no tenían bastantes ojos para descubrir las maravillas de la ciudad, ni
garganta suficientemente amplia para saborear todo el vino de las posadas, ni noches bastante
largas para apurar tantos placeres que se les ofrecían.
¡Ah, cuanto se recordaría aquella primavera! Claro esta que había enfermedades, duelos,
madres que llevaban al cementerio a sus hijos pequeños, paralíticos, maridos engañados debido a la
ligereza de las costumbres, tenderos robados que acusaban a la ronda de no vigilar, incendios que
dejaban a familias sin hogar, algunos crímenes; pero todo eso era imputable sólo a la desgracia, y
no al rey o su Consejo.
Era una suerte vivir aquel 1325, ser joven o estar en el tiempo activo de la existencia, o
simplemente tener salud. Y era una gran tontería no apreciarlo bastante, y no agradecer a Dios lo
que otorgaba. El pueblo de París hubiera saboreado más aquella primavera de 1325 de haber sabido
la forma en que iba a envejecer. Un verdadero cuento de hadas que, cuando se les contara, apenas
creerían los niños concebidos durante esos meses exquisitos entre sábanas perfumadas con
espliego. ¡Mil trescientos veinticinco! ¡Hermosa época! ¡Y que poco tiempo había de pasar para
que se le llamara «el buen tiempo»!
¿Y la reina Isabel? La reina Isabel parecía resumir en su persona todo el prestigio y todas las
alegrías. La gente se volvía a su paso, no solo porque era la soberana de Inglaterra e hija del gran
rey cuyos edictos financieros, hogueras y terribles procesos se habían olvidado, para recordar sólo
sus sabias ordenanzas, sino también porque era hermosa y parecía satisfecha.
El pueblo decía que hubiera llevado mejor la corona que su hermano Carlos el Hermoso,
príncipe muy gentil pero grotesco, y se preguntaba si había sido buena la ley promulgada por Felipe
el Largo que prohibía a las mujeres ocupar el trono. ¡Qué necios eran los ingleses al causar
molestias a tan gentil reina!
Isabel, a los treinta y tres años, exhibía un esplendor con el que ninguna mozuela, por
lozana que fuera, podía rivalizar. Las más famosas bellezas de la juventud francesa quedaban
ensombrecidas cuando aparecía ella. Y todas las jovencitas aspiraban a parecérsele y la tomaban
como modelo: copiaban sus vestidos, sus gestos, sus trenzas levantadas, su forma de mirar y de
sonreír.
Una mujer enamorada se distingue en el andar, hasta por detrás; los hombros, caderas y
paso de Isabel expresaban su felicidad. Casi siempre iba acompañada por Lord Mortimer, quien
había conquistado a la ciudad desde la llegada de la reina. La gente, que el año anterior lo
consideraba sombrío, orgulloso, demasiado altivo para ser un desterrado, y que encontraban en su
virtud cierto aire de reproche, descubrió de pronto en Mortimer un hombre de gran carácter y
seducción, muy digno de ser admirado. Se dejó de considerar lúgubre su vestimenta negra, realzada
solamente por algunos broches de plata; en su manera de vestir no veían ahora más que la elegante
ostentación de un hombre que lleva luto por su patria perdida.
Aunque no tenía ninguna misión oficial cerca de la reina, lo que hubiera significado una
provocación demasiado clara al rey Eduardo, en realidad Mortimer dirigía las negociaciones. El
obispo de Norwich sufría su ascendiente; Juan de Cromwell no se recataba de declarar que se había
hecho injusticia al barón de Wigmore, y que había sido una locura del soberano haberse enajenado
la amistad de un señor de tan altos méritos; el conde de Kent se había hecho gran amigo de
Mortimer, y no decidía nada sin su consejo.
Era sabido y admitido que Lord Mortimer se quedaba después de cenar con la reina, quien,
según ella, requería «su consejo». Todas las noches, al salir del departamento de Isabel, sacudía por
el hombro a Ogle, el antiguo barbero de la Torre de Londres, ascendido a ayuda de cámara, que lo
esperaba dormitando sobre un cofre. Pasaban por encima de los servidores dormidos a lo largo de
los pasillos, quienes ni siquiera se quitaban de la cara el faldón de su manto, acostumbrados como
estaban a aquellos pasos familiares.
Aspirando con expresión triunfal el fresco de la madrugada, llegaba Mortimer a su
alojamiento de Saint-Germain-des-Pres, donde lo recibía el rubio y atento Alspaye, a quien él
creía... ¡ingenuos amantes!... único confidente de su relación con la reina.
Ahora estaba claro que ésta no regresaría a Inglaterra hasta que pudiera hacerlo Mortimer.
El ligamen que se habían jurado se hacía, de día en día y de noche en noche, cada vez mas estrecho,
mas sólido; y la pequeña cicatriz blanca en el pecho de Isabel, donde él ponía los labios antes de
dejarla, como si fuera un ritual, seguía siendo la huella visible del intercambio de sus voluntades.
Aunque una mujer sea reina, su amante siempre es su dueño; Isabel de Inglaterra, capaz de
hacer frente sola a las discordias conyugales, a las traiciones de un rey, al odio de una corte, se
estremecía cuando Mortimer posaba la mano sobre su hombro, se sentía desfallecer cuando él salía
de su habitación, y llevaba cirios a las iglesias para agradecer a Dios haberle permitido un pecado
tan maravilloso. Cuando Mortimer estaba ausente, aunque sólo fuera por una hora, se lo figuraba
sentado a su lado, y le hablaba en voz baja. Todas las mañanas, al despertar, antes de llamar a sus
servidoras, se deslizaba en el lecho hacia el lugar donde momentos antes había estado su amante.
Una matrona le había enseñado ciertos secretos útiles para las damas que buscan placer fuera del
matrimonio. Y en los círculos de la corte se susurraba, sin reproche alguno, que la reina Isabel
estaba en amores, como si se hubiera dicho que estaba en el campo, o mejor aun, extasiada.

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora