capitulo 9

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IX.
El hierro al rojo.

Comparado con las desmesuradas fortalezas de Kenilworth o de Corfe, Berkley puede ser
considerado como un pequeño castillo. Sus rosadas piedras, sus humanas dimensiones, no lo hacen
espantoso en manera alguna. Comunica directamente con el cementerio que rodea a la iglesia,
donde las losas, en unos años, se cubren de un pequeño musgo verde, fino como tejido de seda.
Tomas de Berkeley era un bravo joven, sin intenciones aviesas con respecto a sus
semejantes. Sin embargo, no tenía motivo de mostrarse excesivamente amable con el antiguo rey
Eduardo II que lo había tenido cuatro años en prisión, en compañía de su padre Mauricio de
Berkeley, quien murió durante su detención. Por lo contrario tenía todas las razones para ser devoto
de su poderoso suegro Roger Mortimer, con cuya hija mayor había casado en 1320, a quien había
seguido a la rebelión de 1322 y por quien había sido liberado el año anterior. Tomas recibía la
considerable suma de cien shilling diarios por la guarda y albergue del rey caído. Ni su mujer
Margarita Mortimer ni su hermana Eva, esposa de Maltravers, eran malas personas.
Eduardo II hubiera encontrado su estancia aceptable si sólo hubiera estado atendido por la
familia Berkeley. Para su desgracia, estaban también los tres atormentadores: Maltravers, Gournay
y el barbero Ogley. Éstos no daban respiro al antiguo rey; tenían gran imaginación para la crueldad,
y entre ellos se había establecido una especie de competición: quién haría más refinado el suplicio.
Maltravers tuvo la idea de instalar a Eduardo en el interior de una torre albarrana, en un
reducto circular de unos pies de diámetro, cuyo centro estaba ocupado por un antiguo pozo, seco
ahora y sin brocal. Bastaba un falso movimiento para que el prisionero cayera a este profundo
agujero. Eduardo tenía que estar en constante atención, y este hombre de cuarenta y cuatro años,
que ahora aparentaba más de sesenta, permanecía echado sobre una brazada de paja, pegado el
cuerpo a la pared, donde no se desplazaba más que reptando, y si se amodorraba se despertaba en
seguida, bañado en sudor, temiendo haberse acercado al vacío.
A este suplicio del miedo, Gournay había añadido el del olor. Hacía recoger en el campo
carroñas de animales, tejones cogidos en la madriguera, zorros, garduñas, pájaros muertos en
estado de avanzada descomposición, y los echaba en el pozo para que la pestilencia de su carne
infectara el poco aire que tenía el prisionero.
-¡Buena caza para el cretino! -decían los tres verdugos todas las mañanas cuando traían su
carga de animales muertos, También ellos percibían el olor, ya que estaban, por turno, en una
pequeña pieza en lo alto de la escalera de la torre, pieza que dominaba el reducto donde iba
consumiéndose el rey. Hasta ellos llegaban de vez en cuando asquerosas ráfagas; entonces era la
ocasión de hacer groseras bromas.
-¡Lo que puede llegar a oler un pastel! -exclamaban batiendo los cubiletes de los dados y
bebiendo vaso tras vaso de cerveza.
El día que le llegó la carta de Orletón conferenciaron largamente. El hermano Guillermo les
tradujo la misiva, sin tener la menor duda sobre su verdadero significado, pero haciéndoles apreciar
la hábil ambigüedad de la redacción. Los tres hombres se golpearon los muslos durante un buen
cuarto de hora, mientras repetían retorciéndose de risa: «Bonum est... bonum est.»
El jinete que les había llevado la carta repitió fielmente su mensaje oral: «Sin huellas.»

Sobre esto se consultaban.
-La verdad es que tienen extrañas exigencias esa gente de la corte, obispos y demás lores -
dijo Maltravers-. Mandan matar y que no se vea.
¿Cómo proceder? El veneno dejaba el cuerpo negro; además, había que obtenerlo de gente
que podía hablar. ¿Estrangulación? La señal del lazo queda en el cuello, y la cara queda azulada.
Fue Ogle, antiguo barbero de la Torre de Londres, a quien se le ocurrió la genialidad.
Tomas Gournay aportó al plan algunas mejoras y Maltravers se rió de buena gana mostrando los
dientes y hasta las encías.
"-¡Será castigado por donde ha pecado! -exclamó. La idea le parecía concebida con gran
astucia.
-Tendremos que ser cuatro para eso -dijo Gournay-. Berkeley habrá de echarnos una mano.
-¡Ah, ya sabes como es mi cuñado Tomas! -respondió Maltravers-. Cobra sus cinco libras
diarias, pero tiene el corazón sensible. Nos sería mas molesto que útil.
-El gordo Towurlee nos ayudará de buen grado si se le promete una buena bolsa -dijo Ogle-.
Además es tan bestia que, aunque hable, nadie le creerá.
Esperaron a la noche. Gournay hizo preparar en la cocina una excelente cena para el
prisionero: pastel blando, pájaros asados y una cola de buey en salsa. Eduardo no había comido tan
bien desde su estancia en Kenilworth con su primo CuelloTorcido. Se asombró, un poco inquieto al
principio y después reconfortado, por aquella desacostumbrada comida. En lugar de echarle la
escudilla que el tenía que colocar al borde del pozo maloliente, lo instalaron en una pequeña pieza
contigua, sobre un escabel, lo que parecía un lujo extraordinario; y comió con placer aquellas
viandas cuyo gusto casi había olvidado. Le sirvieron también vino, un buen vino clarete que Tomas
de Berkeley hacía traer de Aquitania. Los tres carceleros asistían a esta comida y se hacían
pequeños guiños.
-Ni siquiera tendrá tiempo de digerirla -susurró Maltravers a Gournay.
El coloso Towurlee, plantado en la puerta, la obstruía completamente.
-Se encuentra uno mejor ahora, ¿verdad, my lord? -dijo Gournay cuando el viejo rey
terminó la comida-. Ahora te vamos a llevar a una buena habitación donde encontrarás un lecho de
plumas.
El prisionero de la cabeza rapada y larga mandíbula miró a sus guardias con sorpresa.
-¿Habéis recibido nuevas órdenes? -preguntó.
Su tono estaba lleno de temerosa humildad.
-SI, claro, hemos recibido órdenes y te vamos a tratar bien, my lord -respondió Maltravers-.
Te hemos puesto fuego en donde vas a dormir porque por las noches comienza refrescar, ¿verdad,
Gournay? Es debido a la estación; estamos ya a finales de septiembre.
Hicieron bajar al rey por la estrecha escalera, atravesar el patio con hierba y subir al otro
lado de la muralla. Sus carceleros no habían mentido; había una habitación, no una habitación de
palacio, pero sí una buena pieza, limpia y caliente, con una cama y un grueso colchón de plumas, y
una especie de brasero lleno de tizones ardiendo. Casi hacía demasiado calor.
El vino, el calor... El rey caído sentía que le bailaba un poco la cabeza. ¿Bastaba, pues, una
buena comida para que volviera la esperanza? Pero, ¿cuáles eran las nuevas órdenes y por qué lo
trataban con tan repentinas consideraciones? Tal vez una revuelta en el reino, Mortimer caído en
desgracia...
O simplemente que el joven rey se había inquietado por la suerte de su padre y había
mandado que lo trataran en forma mas humana... Pero aunque hubiera habido una revuelta, aunque
todo el pueblo se hubiera levantado en su favor, Eduardo no aceptaría recuperar el trono, ya que así
lo había jurado ante Dios. Porque, si fuera rey de nuevo, comenzaría a cometer faltas otra vez; no
estaba hecho para reinar. Lo único que deseaba era un tranquilo convento, pasearse por un hermoso
jardín, que le sirvieran platos a su gusto... y rezar también. Y se dejaría crecer la barba y el cabello,

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora