capitulo 6

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VI
Las bocas de fuego.
La alarma sorprendió al joven conde Edmundo de Kent echado sobre el enlosado de una
habitación del castillo, donde buscaba en vano encontrar algún frescor. Estaba medio desnudo,
solamente con calzas de seda, el torso al descubierto, los brazos apartados, inmóviles, abatido por
el calor bordelés. Su galgo favorito jadeaba a su lado.
El primero en oír el toque de alarma fue el perro. Se levantó sobre las patas delanteras,
hocico al aire, y sus orejas comenzaron a agitarse. El joven conde de Kent despertó de su
duermevela, se estiró y comprendió en seguida que el alboroto lo producía el repiqueteo de todas
las campanas de La Réole. Se puso en pie, cogió su camisa de fina batista que había echado en su
asiento, y se la puso rápidamente.
Oyó pasos que se apresuraban hacia la puerta. Messire Ralph Basset, el senescal, entró
seguido de varios señores locales: el sire de Bergerac, los barones de Budos y de Mauvezin, y el
sire de Montpezat, por quien -así al menos lo creía él para vanagloriarse- había estallado la guerra.
El senescal Basset era realmente muy pequeño; el joven conde de Kent se sorprendía cada
vez que lo veía aparecer. Estaba redondo como un tonel y siempre a punto de encolerizarse,
hinchado el cuello y saltones los ojos.
El senescal no era del agrado del galgo, que en cuanto lo veía comenzaba a ladrar.
-¿Se trata de un incendio o de los franceses, messire senescal? -preguntó el conde de Kent.
-¡Los franceses, los franceses, monseñor! -exclamó el senescal, casi asombrado por la
pregunta-. Venid a ver; ya se les divisa.
El conde de Kent se inclinó hacia un espejo de estaño para poner en orden su cabello rubio
sobre las orejas, y siguió al senescal. Con su camisa blanca abierta por el pecho, sin espuelas ni
sombrero, entre los barones vestidos con mallas de hierro y completamente armados, daba una
extraña impresión de intrepidez y gracia, incluso de falta de seriedad.
El intenso alboroto de las campanas le sorprendió al salir del torreón y el fuerte sol de
agosto lo ofuscó. El galgo se puso a dar aullidos.
Subieron hasta la cima de la Thomasse, gran torre circular construida por Ricardo Corazón
de León. ¿Qué no había construido aquel antepasado? El recinto de la Torre de Londres, el
Château-Gaillard en Normandía, la fortaleza de La Réole...
El Garona, ancho y reverberante, corría al pie del collado casi cortado a pico, y su curso
dibujaba meandros a través de la gran llanura fértil, donde se perdía la mirada hasta la lejana línea
azul de los montes de Agen.
-No distingo nada -dijo el conde de Kent, que esperaba ver las vanguardias francesas en los
alrededores de la ciudad.
-SI, monseñor -le respondieron gritando para dominar el ruido de las campanas-. A lo largo
del río, arriba, hacia Sainte-Bazeille.
El conde de Kent, entornando los ojos y poniendo la mano a manera de visera, consiguió
distinguir una cinta centelleante paralela a la del río. Le dijeron que era el reflejo del sol en las
corazas y en los caparazones de los caballos.
¡Y continuaba el estrépito campanil! Los campaneros debían de tener los brazos molidos.
En las calles de la ciudad, y sobre todo alrededor del Ayuntamiento, la población se agitaba
hormigueante. ¡Qué pequeños parecían los hombres desde las almenas de la ciudadela! Eran como
insectos. Por todos los caminos que conducían a la ciudad se apresuraban los campesinos llenos de
miedo, unos tirando de su vaca, otros empujando a sus cabras o aguijoneando a los bueyes de sus
yuntas. Abandonaban los campos corriendo; en seguida llegaría la gente de los pueblos con sus
bultos cargados a la espalda o apretados en las carretas, y se alojarían como pudieran en una ciudad
superpoblada por la tropa y los caballeros de Guyena...
-No podemos empezar a contar los franceses hasta dentro de dos horas y no estarán delante
de las murallas antes de llegar la noche -dijo el senescal.
-Es mala época para hacer la guerra -dijo el sire de Bergerac que, ante el avance francés,
había tenido que huir unos días antes de Sainte-Foy-la-Grande.
-¿Por qué no es buena época? -preguntó el conde de Kent, mostrando el limpio cielo y la
campiña que se extendía a sus pies.
Hacía un poco de calor, es verdad, pero, ¿no era eso mejor que la lluvia y el barro? Si esta
gente de Aquitania hubiera conocido las guerras de Escocia, se guardaría muy bien de quejarse.
-Porque están cerca de la vendimia, monseñor -dijo el sire de Montpezat-, porque los
villanos gemirán al ver pisoteadas sus cosechas y nos tendrán mala voluntad.
El conde de Valois sabía lo que se hacía; ya en 1294 actuó de esta manera; devastarlo todo
para cansar al país lo mas pronto posible.
El duque de Kent se encogió de hombros. El país bordelés no producía sólo unas cuantas
barricas y, hubiera o no guerra, se podía seguir bebiendo el clarete. En lo alto de la Thomasse corría
una pequeña brisa inesperada que penetraba por la camisa abierta del joven príncipe y se deslizaba
agradablemente por la piel. ¡Que maravillosa sensación podía proporcionar a veces el mero hecho
de vivir!
Acodado en las tibias piedras de la almena, el conde de Kent se sumió en sus ensueños. A
los veinte años era lugarteniente del rey para todo un ducado, es decir, poseía todos los poderes
reales, y figuraba en su persona al mismo rey. Si decía «quiero», nadie le replicaba. Podía ordenar
«¡ahorcadlo!»... No tenía intención de decirlo, pero podía hacerlo. Y sobre todo estaba lejos de
Inglaterra, de la corte de Westminster, de su hermanastro Eduardo II y de sus caprichos, coletas y
sospechas; lejos de los Despenser. Aquí se encontraba por fin dueño de sí mismo y dueño de todo
lo que le rodeaba. A su encuentro venía un ejército, sobre el que cargaría y al que vencería sin
ninguna duda. Un astrólogo le había anunciado que entre los veinticuatro y los veinticinco años
realizaría las más brillantes acciones, que le darían gran notoriedad... Sus sueños de la infancia se
convertían de pronto en realidad. Una gran llanura, corazas y poder soberano...
No, nunca se había sentido tan feliz. La cabeza le bailaba un poco debido a la embriaguez
que le venía de sí mismo, de la brisa que rozaba su pecho y de aquel amplio horizonte...
-¿Vuestras órdenes, monseñor? -preguntó messire Basset, que comenzaba a impacientarse.
El conde de Kent se volvió y miró al pequeño senescal con un matiz de altivo asombro.
-¿Mis órdenes? -dijo-. Haced sonar las trompetas, messire senescal, y que todo el mundo se
ponga a caballo. Vamos a adelantarnos y cargar.
-¿Pero con que, monseñor?
-¡Pardiez, con nuestras tropas, Basset!
-Monseñor, apenas contamos con doscientas armaduras y, según nuestros informes nos
vienen al encuentro mas de mil quinientas. ¿No es verdad, messire de Bergerac?
El sire Reginaldo de Pons de Bergerac aprobó con la cabeza. El rechoncho senescal tenía el
cuello mas hinchado y rojo que de costumbre; la verdad es que estaba inquieto, a punto de estallar
ante tal inconsciente ligereza.
-¿No hay noticia de los refuerzos? -dijo el conde de Kent.
-No, monseñor, nada se sabe. Vuestro hermano el rey, y perdonad mi frase, nos deja caer.
Hacía cuatro semanas que esperaban estos famosos refuerzos de Inglaterra; y el condestable
de Burdeos, que tenía tropas, no las movía pretextando que había recibido órdenes del rey Eduardo
de ponerse en camino en cuanto llegaran los refuerzos. El joven conde de Kent no era tan soberano
como parecía...
Esta espera y esta falta de hombres -cabía pensar si los refuerzos anunciados habían
embarcado siquiera- permitieron a monseñor de Valois pasearse a través del país, desde Agen a
Marmande y desde Bergerac a Duras, como si lo hiciera por un parque de paseo. ¡Y ahora que
Valois estaba allí, a la vista, con su gran cinta de acero, no se podía hacer nada!
-¿Ésa es también vuestra opinión, Montpezat? -preguntó el conde de Kent.
-Con pesar debo deciros que si, monseñor, con todo pesar -respondió el barón de Montpezat
mordiéndose los negros bigotes.
-¿Y vos, Bergerac? -preguntó de nuevo Kent.
-Estoy llorando de rabia -dijo Pons de Bergerac con el fuerte acento, muy cantarino, común
a los señores de la región.
Edmundo de Kent se abstuvo de interrogar a los barones de Budos y de Fargues de
Mauvezin, ya que estos no hablaban francés ni inglés, sino solamente gascón, y Kent no entendía
una palabra. Sus rostros, por otra parte, expresaban bien a las claras su pensamiento.
-Entonces, haced cerrar las puertas, messire senescal, y preparémonos para el asedio.
Cuando lleguen los refuerzos cogerán a los franceses por la espalda, y tal vez sea mejor así -dijo el
conde de Kent para consolarse.

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora