VII
Cada príncipe que muere.
¡Cuanto había cambiado monseñor de Valois para los que no lo habían visto durante las
ultimas semanas! Antes, estaba siempre tocado, ya con una gran corona centelleante de pedrerías
los días de pompa, o bien con una caperuza de terciopelo bordado, cuya inmensa cresta dentellada
le caía sobre el hombro, o con uno de aquellos bonetes con cerco de oro, que llevaba en sus
habitaciones. Ahora, por primera vez, dejaba la cabeza descubierta y sus cabellos rubios, veteados
de blanco, a los que la edad habla dado un color desvaído, colgaban a lo largo de sus mejillas y
sobre los cojines. Su delgadez, en un hombre que antes era robusto y sanguíneo, resultaba
impresionante, aunque menos que la inmóvil contracción de la mitad de la cara, que la boca
ligeramente torcida de la que un sirviente limpiaba la saliva, menos incluso que la apagada fijeza de
su mirada. Los paños recamados de oro, las cortinas azules sembradas de flores de lis, que,
extendidas como un dosel pasaban por encima de la cabecera de la cama, no hacían mas que
acentuar la decadencia física del moribundo.
Él mismo Valois, antes de recibir a toda aquella gente que se apretujaba en su habitación,
había solicitado un espejo, y durante un momento había estudiado aquel rostro que dos meses antes
impresionaba a pueblos y reyes. ¿Qué le importaban ahora el prestigio y el poder? ¿Dónde estaban
las ambiciones que tanto había perseguido? ¿Qué significaba aquella satisfacción de caminar
siempre con la cabeza levantada entre las frentes inclinadas, desde que en aquella cabeza habla
estallado y oscilado todo? ¿No estaba muerta aquella mano que servidores, escuderos y vasallos se
lanzaban a besar? Y la otra mano, que todavía podía mover, y de la que se serviría en seguida para
firmar el testamento que iba a dictar -en el supuesto de que esa mano izquierda pudiera trazar los
sígnos de la escritura-, ¿era mas suya que el sello grabado con el que sellaba sus órdenes, y que le
quitarían del dedo después de su muerte? ¿Había poseído verdaderamente alguna cosa? La pierna
derecha, totalmente inerte, parecía que ya estaba perdida. Dentro de su pecho se producía a veces
como un vacío de abismo.
El hombre es una unidad pensante que actúa sobre los demás y transforma el mundo. Luego,
de repente, la unidad se disgrega, se desliga, y entonces, ¿qué es el mundo y qué son los demás? Lo
importante en ese momento, para monseñor de Valois, no eran los títulos, las posesiones, las
coronas, los reinos, las prerrogativas del poder, la primacía de su persona entre los vivos. Los
emblemas de su linaje, las adquisiciones de su fortuna, incluso sus descendientes agrupados
alrededor de él: todo ello había perdido para el su valor esencial. Lo importante era el aire de
septiembre, el follaje todavía verde, con vetas de color rojizo, que veía por las ventanas abiertas;
pero sobre todo el aire, el aire que respiraba con dificultad y que era tragado por aquel abismo que
llevaba en el fondo del pecho. Mientras sintiera entrar el aire por su garganta, el mundo continuaría
existiendo con él en su centro, pero un centro frágil, semejante al final de la llama de un cirio.
Luego, todo cesaría, o mas bien, todo continuaría, pero en la oscuridad total y en el mas espantoso
silencio, como subsiste la catedral cuando se apaga el ultimo cirio.
Valois se acordaba de los últimos momentos de miembros de su familia. Volvía a escuchar
las palabras de Felipe el Hermoso: «¡Mirad lo que vale el mundo. He aquí al rey de Francia!» Se
acordaba de las palabras de su sobrino Felipe el Largo: «Ved aquí al rey de Francia, vuestro
soberano señor; no hay ninguno entre vosotros, por pobre que sea, con el que no quisiera cambiar
mi suerte.» Había escuchado esas frases sin entenderlas. Eso era lo que habían sentido los príncipes
de su familia en el momento de la muerte. No podían decir otras palabras, pero los que gozaban de
salud no las podían comprender. Todo hombre que muere es el mas infeliz del universo.
Y cuando todo se hubiera desligado, apagado, disuelto; cuando la catedral se hubiera
llenado de sombras, ¿que iba a descubrir ese pobre hombre mas allá? ¿Encontraría lo que le había
enseñado la religión? ¿Pero qué eran esas enseñanzas sino inmensas, angustiosas incertidumbres?
¿Sería llevado ante un tribunal? ¿Cuál sería la cara del juez? ¿Y en qué balanza se pesarían todos
los actos de su vida? ¿Qué pena puede infligir a quien ya no existe? El castigo... ¿Qué castigo? ¡Tal
vez el castigo consistiera en conservar el entendimiento claro en el momento de atravesar el muro
de Las sombras!
también Enguerrando de Marigny -Carlos de Valois no podía dejar de pensar en él- había
tenido el entendimiento claro, el entendimiento más claro aún, del hombre que goza de buena salud,
que está en su plenitud física y que va a morir, no por la rotura de algún engranaje secreto del ser,
sino por la voluntad de otro. Para él la muerte no había sido el último resplandor de un cirio, sino el
súbito apagón de todas las llamas.
Los mariscales, los dignatarios y grandes oficiales que habían acompañado a Marigny a la
horca, los mismos o sus sucesores en los cargos, estaban en aquel momento allí, a su alrededor,
llenando la habitación, desbordándose hasta la pieza contigua, con la mirada de hombres que
asisten a la última pulsación de uno de los suyos, extraños al fin que observan, y teniendo ante ellos
un porvenir del que queda eliminado el moribundo.
¡Ah! ¡Con qué gusto hubiera dado todas las coronas de Bizancio, todos los tronos de
Alemania, todos los cetros y todo el oro de los rescates por una mirada, una sola, en la que no se
sintiera eliminado! Pena, compasión, pesar, espanto y emoción del recuerdo, todo esto se leía en los
ojos que rodeaban el lecho del príncipe moribundo; pero todos estos sentimientos no eran mas que
una prueba de la eliminación.
Valois observaba a su primogénito, Felipe, mozo gallardo de gran nariz, que estaba en pie a
su lado, bajo el dosel, y que mañana o un día muy próximo, tal vez dentro de un minuto, sería el
único, el verdadero conde de Valois, el Valois vivo. Estaba triste, de acuerdo con las circunstancias
el gran Felipe y apretaba la mano de su esposa Juana de Borgoña, la Coja; pero cuidadoso, a la vez,
de su actitud, por el porvenir que se le presentaba, parecía decir a los asistentes: «¡Mirad, es mi
padre el que muere!» En sus ojos Valois estaba también eliminado.
Y los otros hijos... Carlos de Alençon, que evitaba cruzar la mirada con el moribundo,
apartándola lentamente hasta que la volvía a encontrar; el pequeño Luis, atemorizado, parecía
enfermo de miedo, ya que era la primera agonía que veía... Y las hijas... Estaban varias presentes: la
condesa de Hainaut, que, de vez en cuando, hacía una señal al sirviente encargado de limpiar la
boca de Valois; y la menor, la condesa de Blois, y mas lejos la condesa de Beaumont junto a su
gigante esposo, Roberto de Artois, ambos formando grupo con la reina Isabel de Inglaterra y el
pequeño duque de Aquitania, mozuelo de largas pestañas, en actitud discreta como se está en la
iglesia, y que sólo conservaría de su tío Valois este recuerdo. A Valois le pareció que también por
aquel lado se fraguaba algo, un porvenir del que igualmente él quedaba eliminado...
Si inclinaba la cabeza hacia el otro lado de la cama, veía rígida, impertérrita, pero viuda ya,
a Mahaut de ChâtillonSaint-Pol, su tercera esposa. Gaucher de Châtillon, el anciano condestable,
con su cara de tortuga y sus setenta y siete años, estaba a punto de alcanzar otra victoria: estaba
viendo morir a un hombre veinte años más joven que Él.
Esteban de Mornay y Juan de Cherchemont, ambos antiguos cancilleres de Valois antes de
serlo de Francia; Miles de Noyers, legista y maestro de la Cámara de Cuentas; Roberto Bertrand, el
caballero del verde león y nuevo mariscal; el hermano Tomás de Bourges, confesor, y Juan de
Torpo, físico, estaban allí para ayudarle, cada uno en su menester. Pero, ¿quién puede ayudar a un
hombre a morir? Hugo de Bouville se enjugaba una lágrima. ¿Por qué lloraba el grueso Bouville
sino por su juventud ida, su vejez próxima y su vida ya pasada?
Ciertamente, un príncipe moribundo es un hombre más pobre que el más pobre siervo de su
reino. Porque el siervo no tiene que morir en público; su mujer y sus hijos pueden engañarle sobre
la inminencia de su muerte; no se ve rodeado de un boato que le señala su desaparición; no se le
exige que deje, in extremis, constancia de su propio fin. Precisamente eso era lo que esperaban de
Valois todos los grandes personajes reunidos. ¿No es el testamento la confesión que uno hace de su
propia muerte? Una pieza destinada al porvenir de los demás... Su secretario particular esperaba,
preparados tintero, vitela y pluma. ¡Vamos, había que empezar... o mejor dicho, acabar! Más que el
esfuerzo físico, era difícil el esfuerzo del renunciamiento... El testamento empezaba como una
plegaria...
-En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo...
Carlos de Valois había hablado. Parecía que rezaba.
-Escribid, pues, amigo -dijo al secretario-. Oid bien lo que os voy a dictar. Yo, Carlos...
Se interrumpió, porque era una sensación dolorosa y aterradora oír su voz pronunciando su
nombre por última vez. ¿No es el nombre el símbolo mismo de la existencia del ser y de su unidad?
Valois hubiera deseado acabar aquí, porque nada le interesaba ya. Pero todas las miradas estaban
fijas en él. Por última vez tenía que actuar para los demás, de quienes se sentía ya tan
profundamente separado.
-Yo, Carlos, hijo del rey de Francia, conde de Valois, de Alençon, de Chartres y de Anjou,
hago saber que, sano de espíritu aunque enfermo de cuerpo...
Si bien las frases quedaban parcialmente desfiguradas y la lengua se enredaba en ciertas
palabras, a veces las más sencillas, la mecánica cerebral continuaba, en apariencia, funcionando con
normalidad. Pero este dictado se efectuaba en una especie de desdoblamiento, como si el fuera su
propio oyente; le parecía estar en medio de un brumoso río; su voz se dirigía a la orilla de la que se
alejaba, y temblaba al pensar lo que ocurriría al tocar la otra orilla.
-...y rogando a Dios clemencia, temeroso del castigo de mi alma el día del Juicio Final,
dispongo aquí de mí y de mis bienes, y hago testamento y mi ultima voluntad de la manera abajo
escrita. En primer lugar entrego mí alma a Nuestro Señor Jesucristo y a su misericordiosa Madre, y
a todos los Santos...
A una señal de la condesa de Hainaut, el sirviente limpió la saliva que corría por la comisura
de los labios de Valois. Todas las conversaciones se interrumpieron, e incluso se evitaban los
rozamientos de las telas. Los asistentes parecían sorprendidos de que en aquel cuerpo inmóvil,
reducido, deformado por la enfermedad, conservara el pensamiento tanta precisión e incluso
rebuscara la formulación de las frases.
Gaucher de Châtillon murmuró a uno de los que estaban a su lado:
-No morirá hoy.
Juan de Torpo, uno de los médicos, hizo una mueca negativa. Para él, monseñor de Valois
no llegaría al amanecer. Pero Gaucher insistió:
-He visto a otros, he visto a otros, y os digo que en ese cuerpo hay vida todavía.
La condesa de Mahaut, con el dedo sobre la boca, rogó al condestable que callara; Gaucher
era sordo, y no se daba cuenta del volumen de su susurro.
Valois continuaba su dictado:
-Quiero que depositen mi cuerpo en la iglesia de los Hermanos Menores de Paris, entre las
sepulturas de mis dos primeras esposas...
Su mirada buscó el rostro de la tercera esposa, la viviente, bien pronto condesa viuda. En su
vida habían pasado tres mujeres. La segunda, Catalina, fue la que mas había querido, tal vez debido
a su mágica corona de Constantinopla. Una belleza, Catalina de Courtenay, digna de llevar un título
de leyenda. Valois se asombraba de que en su desgraciado cuerpo, medio inerte y a punto de
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los reyes malditos la loba de fracia
Historical Fictionesta el la 5 parte de la saga los reyes malditos todos los derechos son de el autor maurice duron