IV
El rey Carlos.Tardaron casi un cuarto de hora en atravesar la ciudad, desde las puertas hasta el palacio de
la Cité. Las lágrimas asomaron a los ojos de la reina Isabel cuando se apeó en el patio de la
residencia que había visto edificar a su padre, y que ya había recibido la ligera pátina del tiempo.
Se abrieron las puertas en lo alto de la gran escalera, e Isabel creyó por un momento que iba
a aparecer el rostro imponente, glacial, soberano, del rey Felipe el Hermoso. ¡Cuantas veces había
contemplado a su padre en lo alto de la escalera, dispuesto a descender hacia su ciudad!
El joven que apareció con cota corta, las piernas bien enfundadas en calzas blancas y
seguido de sus chambelanes, por su estatura y rasgos se parecía al gran monarca desaparecido, pero
de su persona no emanaba ninguna fuerza, ninguna majestad. No era más que una pálida copia, una
máscara de yeso de una estatua yacente. Y, sin embargo, como la sombra del Rey de Hierro estaba
presente detrás de este personaje sin fuerza, como la realeza de Francia se encontraba en él, Isabel
intentó por tres o cuatro veces arrodillarse; y otras tantas su hermano la detuvo por la mano,
diciéndole:
-Bien venida, mi dulce hermana, bien venida.
La obligó a levantarse y, teniéndola todavía de la mano, la condujo por las galerías hasta el
gabinete bastante espacioso que ocupaba habitualmente, y se informó del viaje de la reina. ¿La
había recibido bien en Boulogne el capitán de la ciudad?
Se preocupó por saber si los chambelanes vigilaban el equipaje y recomendó que no dejaran
caer los cofres.
-Las telas se arrugan -explicó-. En mi último viaje a Languedoc vi lo mucho que se
estropearon mis ropas.¿Concentraba su atención en esta clase de preocupaciones para ocultar su emocionada
turbación? Después de sentarse, Carlos el Hermoso dijo:
-¿Como os va, mi querida hermana?
-No muy bien, hermano mío -respondió.
-¿Cuál es el objeto de vuestro viaje?
El rostro de Isabel denotó una expresión de apenada sorpresa. ¿No estaba pues al corriente
su hermano? Roberto de Artois, que había entrado en el palacio con los jefes de escolta, dirigió a
Isabel una mirada que significaba: «¿No os lo había dicho?»
-Hermano mío, vengo a concertar con vos el tratado que nuestros dos reinos deben firmar, si
quieren dejar de perjudicarse.
Carlos el Hermoso permaneció callado un momento como si reflexionara. La verdad es que
no pensaba en nada concreto. Como en las audiencias concedidas a Mortimer y en todas las demás
hacía las preguntas y no prestaba atención a las respuestas.
-El tratado... -acabó por decir-. Sí, estoy dispuesto a recibir el homenaje de vuestro esposo
Eduardo. Hablad con nuestro tío Carlos, a quien ya le he dado la orden. ¿No os ha incomodado el
mar? ¿Sabéis que nunca he navegado? ¿Qué se siente sobre esa agua movediza?
La reina tuvo que esperar a que su hermano dijera algunas trivialidades más antes de
presentarle al obispo de Norwich, que debía llevar las negociaciones, y a Lord Cronwell, que
mandaba la escolta inglesa. Los saludó con cortesía, pero, visiblemente, sin ningún interés.
Carlos IV no era mucho más tonto que miles de hombres de su misma edad, que en su reino
rastrillaban al revés los campos, rompían las lanzaderas en su oficio de tejedores, o vendían la pez y
el sebo equivocándose al hacer las cuentas; la desgracia lo había hecho rey a pesar de tener tan
pocas facultades para ello.
-Vengo también, hermano mío -dijo Isabel-, a solicitar vuestra ayuda y a poner mi persona
bajo vuestra protección, ya que me han quitado todos mis bienes y en último lugar el condado de
Cornouailles, inscrito en el tratado de boda.
-Exponed vuestras quejas a nuestro tío Carlos; es un hombre de buen consejo, y yo
aprobaré, hermana mía, todo lo que él decida por vuestro bien. Voy a llevaros a vuestras
habitaciones.
Carlos IV dejó la reunión para mostrar a su hermana las habitaciones que le había
reservado: cinco piezas con una escalera independiente.
-Para vuestras visitas personales -creyó conveniente explicar.
Le hizo observar igualmente el mobiliario, que era nuevo, y los tapices de figuras que
cubrían las paredes. Actuaba como una buena ama de casa; tocó la tela de la colcha, y rogó a su
hermana que no vacilara en solicitar toda la brasa que necesitara para calentar la cama. No podía
ser más atento, ni más amable.
-Para el alojamiento de vuestro séquito, messire de Mortimer lo arreglará con mis
chambelanes. Deseo que todos sean bien tratados.
Pronunció el nombre de Mortimer sin intención especial, simplemente porque cuando se
trataba de asuntos ingleses sonaba siempre ese nombre. Le parecía normal que Lord Mortimer se
ocupara de la casa de la reina de Inglaterra. Había olvidado que el rey Eduardo reclamaba la cabeza
de aquel hombre.
Continuó dando vueltas por la habitación, corrigiendo el pliegue de una cortina y
comprobando la cerradura de los postigos interiores. Luego, de repente, se detuvo, con la cabeza un
poco inclinada y las manos a la espalda, y dijo:
-No hemos sido felices en nuestras uniones, hermana mía. Creí que Dios me haría mas
dichoso al darme por esposa a mi querida María de Luxemburgo, de lo que había sido con Blanca...
Dirigió una breve mirada a Isabel, en la que ésta adivinó un vago resentimiento contra ella
por haber puesto al descubierto la mala conducta de su primera esposa.
...y la muerte se llevó a María, y con ella al heredero del trono. Y ahora me han hecho casar
con nuestra prima Evreux, a la que veréis en seguida. Es una amable compañera, y creo que me
quiere. Nos casamos en julio último; estamos en marzo, y no da señales de estar encinta. Me atrevo
a hablaros de cosas que solo puedo decir a una hermana... Con vuestro mal esposo, que no aprecia
vuestro sexo, habéis tenido cuatro hijos. Y yo, con mis tres esposas... Sin embargo, os aseguro que
he cumplido mis deberes conyugales con mucha frecuencia y gran placer. ¿Qué pasa entonces,
hermana mía? ¿No creéis en la maldición que mi pueblo dice que pesa sobre nuestra familia y
nuestra casa?
Isabel lo contemplaba con tristeza. Se mostraba de golpe muy conmovedor por las dudas
que lo asaltaban y que debían de ser su constante preocupación. El más humilde jardinero no se
hubiera expresado de otra manera para llorar sus infortunios o la esterilidad de su mujer. ¿Qué
deseaba ese pobre rey? ¿Un heredero del trono o un hijo para el hogar?
¿Y qué realeza había en Juana de Evreux, que entró poco después a saludar a Isabel? La
cara un poco blanda, la expresión dócil; llevaba con humildad su condición de tercera esposa, que
habían buscado en el seno de la familia, porque hacía falta una reina en Francia. Estaba triste;
espiaba constantemente en el rostro de su marido la obsesión que conocía bien, y que debía de ser
el único tema de sus conversaciones nocturnas.
Isabel encontró al verdadero rey en Carlos de Valois. En cuanto se enteró de la llegada de su
sobrina, corrió a Palacio, la abrazó y la besó en las mejillas. Isabel comprendió en seguida que el
poder estaba en aquellos brazos y en ninguna otra parte.
La cena fue breve y reunió alrededor de los soberanos a los condes de Valois, de Artois y a
sus esposas, al conde de Kent, al obispo de Norwich y a Lord Mortimer. A Carlos el Hermoso le
gustaba acostarse pronto.
Todos los ingleses se reunieron luego en el departamento de la reina para conferenciar.
Cuando se retiraban, Mortimer fue el último en el umbral de la puerta. Isabel lo retuvo, por un
instante según dijo; tenía que entregarle un mensaje.
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los reyes malditos la loba de fracia
Historical Fictionesta el la 5 parte de la saga los reyes malditos todos los derechos son de el autor maurice duron