capitulo 3

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III
Nuevo cliente para maese Tolomei.
El viejo Spinello Tolomei, en su gabinete de trabajo, situado en el primer piso, apartó los
bajos de un tapiz y, empujando un pequeño postigo de madera, descubrió una abertura secreta que
le permitía vigilar a sus dependientes, que estaban en la gran galería del piso bajo. Por este «espía»
de invención florentina, disimulado entre las vigas, maese Tolomei podía ver todo lo que pasaba y
oír todo lo que se decía en su establecimiento de banca y de negocio.
En este momento observó señales de cierta confusión. Las llamas de las lámparas de tres
brazos vacilaban en los mostradores y los empleados habían dejado de poner las fichas de cobre
sobre los tableros que les servían para calcular. Una ang para medir tela cayó al suelo con gran
estrépito; las balanzas oscilaban sobre las mesas de los cambistas sin que nadie las hubiera tocado;
los empleados se habían vuelto hacia la puerta, y los dependientes mayores se llevaban la mano al
pecho, inclinados ya para hacer una reverencia.
Maese Tolomei sonrió, adivinando que todo ese trastorno se debía a que el conde de Artois
acababa de entrar en su casa. Inmediatamente, a través del «espía» vio aparecer una inmensa
caperuza cresteada de terciopelo rojo, guantes rojos, botas rojas que hacían sonar las espuelas, y un
manto escarlata que se desplegaba sobre los hombros del gigante. Sólo monseñor de Artois tenía
esa ruidosa manera de entrar, esa forma de pellizcar los senos de las burguesas al pasar por su lado,
sin que los maridos se atrevieran a moverse, y de estremecer las paredes, al parecer, con su sola
respiración.

Todo ello asombraba bien poco al viejo banquero. Conocía al conde de Artois desde hacía
largo tiempo. Lo había observado demasiadas veces, y examinándolo así desde lo alto, distinguía
todo lo que había de excesivo, forzado y ostentoso en los gestos de ese señor. Como la naturaleza le
había dotado de proporciones físicas excepcionales, monseñor de Artois jugaba a hacerse el ogro.
En realidad, no era más que un astuto bribón. Además, Tolomei llevaba sus cuentas...
El banquero estaba mas interesado por el personaje que acompañaba al de Artois, un señor
vestido completamente de negro, de paso seguro, aspecto reservado, distante y bastante altivo.
Los dos visitantes se habían detenido ante el mostrador de armas y arneses, y monseñor de
Artois paseaba su enorme guante rojo entre los puñales, las dagas, los modelos de guarnición de
espadas, empujaba los tapetes de las sillas de montar, los estribos, los bocados del freno y las
riendas recortadas, dentadas y bordadas. El empleado tardaría una hora larga en volver a poner en
orden los géneros. Roberto eligió un par de espuelas de Toledo, de largas puntas, cuya talonera era
alta y curvada hacia atrás con el fin de proteger el talón de Aquiles cuando el pie ejerciera una
presión violenta sobre el flanco del caballo; invento juicioso y, con seguridad, muy útil en los
torneos. Las espuelas estaban decoradas con flores y cintas, y en el acero dorado se veía grabada en
letras redondas la divisa: «vencer».
-Os las regalo, milord -dijo el gigante al señor vestido de negro-. Solo os falta una dama que
os las sujete a los pies. No tardará en aparecer; las damas de Francia se inflaman en seguida con lo
que viene de lejos. Podéis encontrar aquí todo lo que deseeis -continuó, mostrándole la galería-. Mi
amigo Tolomei, maestro de la usura y zorro en los negocios, os proporcionará de todo; tiene
cualquier cosa que se le pida. ¿Queréis regalar una casulla a vuestro capellán? Tenéis treinta para
elegir... ¿Una sortija para vuestra bienamada? Tiene los cofres llenos de piedras preciosas... ¿Os
complace perfumar a las jóvenes antes de llevarlas a la diversión? Os dará un almizcle procedente
de los mercados de Oriente... ¿Buscáis una reliquia? Tiene tres armarios llenos... Y además, vende
oro Para comprar todo eso. Posee monedas acuñadas en todos los rincones de Europa, cuyos
cambios podéis ver allí, marcados en aquellas pizarras. Vende cifras, y, sobre todo, vende: cuentas
de arriendo, intereses de préstamos, y rentas de feudos... Detrás de cada una de estas puertecitas
hay empleados que suman y restan. ¿Qué haríamos sin este hombre que se enriquece con nuestra
poca habilidad de contar? Subamos a verlo.
Los peldaños de la escalera de madera en forma de caracol gimieron bajo el peso del conde
de Artois. Maese Tolomei cerró el postigo del «espía» y dejó caer el tapiz.
La pieza donde entraron los dos señores era oscura, suntuosamente amueblada con pesados
muebles, grandes objetos de plata y alfombras de dibujos que ahogaban los ruidos; olía a candela,
incienso, especias y hierbas medicinales. Entre las riquezas que llenaban la pieza estaban
acumulados todos los perfumes de una vida.
El banquero se adelantó. Roberto de Artois, que no lo había visto desde hacía muchas
semanas -casi tres meses, durante los cuales había tenido que acompañar a su primo el rey de
Francia, primero a Normandía a finales de agosto, y luego a Anjou durante todo el otoño-, encontró
envejecido al sienés. Sus cabellos blancos estaban mas claros, mas ligeros sobre el cuello de su
vestido. El tiempo había dejado sus huellas en el rostro.
Los pómulos estaban marcados como si un pájaro hubiera puesto en ellos las patas; su piel
se bamboleaba debajo de la mandíbula, a manera de papada; el pecho estaba mas delgado y el
vientre mas gordo; las uñas, muy cortadas y rotas. Solamente el ojo izquierdo, el famoso ojo
izquierdo de maese Tolomei, siempre cerrado en sus tres cuartos, daba al rostro una expresión de
vivacidad y malicia; pero el otro, el abierto, parecía un poco distraído, ausente, fatigado, propio de
un hombre gastado y menos preocupado del mundo externo que atento a los trastornos y cansancios
que anidan en un viejo cuerpo próximo a su fin.
-Amigo Tolomei -exclamó Roberto de Artois, tirando el guante sobre la mesa-, amigo
Tolomei, os traigo una nueva fortuna.
El banquero indicó a los visitantes que se sentaran.
-¿Cuanto me va a costar, monseñor? -respondió.
-Vamos, vamos, banquero -dijo Roberto de Artois-. ¿Os he hecho hacer alguna vez malas
inversiones?
-Nunca, monseñor, nunca, lo reconozco. A veces los vencimientos se han retrasado un poco;
pero Dios ha querido concederme una vida bastante larga para que pudiera recoger los frutos de la
confianza con que me habéis honrado. Pero imaginad, monseñor, que hubiera muerto, como tantos
otros, a los cincuenta años. Entonces, gracias a vos, hubiera muerto arruinado.
La humorada divirtió a Roberto de Artois, y en su ancha cara la sonrisa descubrió sus
cortos, sólidos y sucios dientes.
-¿Habéis perdido alguna vez conmigo? -replicó-. Recordad que os hice tomar partido por
monseñor de Valois en contra de Enguerrando de Marigny; y ya veis donde está ahora Carlos de
Valois, y como ha terminado sus días Marigny. ¿No os he reintegrado totalmente lo que me
adelantasteis para mi guerra en Artois? Si, os lo agradezco, banquero, os agradezco haberme
ayudado siempre, y en lo mas fuerte de mis miserias. Porque hubo un momento en que estuve lleno
de deudas -continuó dirigiéndose hacia el señor vestido de negro-. No me quedaba mas tierra que
ese condado de Beaumont-le-Roger del que el Tesoro no me pagaba las rentas, y mi amado primo
Felipe el Largo -¡cuya alma guarde Dios en el infierno!- me encerró en la Châtelet. Pues bien, este
hombre que veis aquí, milord, este usurero, este hombre que es el mas granuja de todos los granujas
que ha dado Lombardía, y que tomaría en garantía a un hijo en el vientre de su madre, no me ha
abandonado jamás. Por eso mientras viva, y vivirá largo tiempo...
Maese Tolomei hizo los cuernos con los dedos de la mano derecha, y tocó la madera de la
mesa.
-Si, sí, usurero de Satanás, os digo que viviréis muchos años... Por eso este hombre será
siempre mi amigo, a fe de Roberto de Artoís. Y no se ha equivocado, ya que ahora me ve
convertido en yerno de monseñor de Valois, sentado en el Consejo del rey, y recibiendo las rentas
de mi condado. Maese Tolomei, el gran señor que tenéis ante vos es Lord Mortimer, barón de
Wigmore.
-Evadido el primero de agosto de la Torre de Londres -dijo el banquero, inclinando la
cabeza-. Un gran honor, my Lord, un gran honor.
-¿Como? -exclamó de Artois-. ¿Lo sabíais?
-Monseñor -dijo Tolomei-, el barón de Wigmore es un personaje demasiado importante para
que no estemos informados. Incluso sé, my Lord, que cuando el rey Eduardo dio a sus sherifs de
costas la orden de buscaros y deteneros, vos ya habíais embarcado y os encontrabais fuera del
alcance de la justicia inglesa. Sé que cuando hizo controlar todas las salidas de los barcos para
Irlanda, y apresar a los correos que llegaban de Francia, vuestros amigos de Londres y de toda
Inglaterra conocían ya vuestra llegada a casa de vuestro primo hermano Juan de Fiennes, en
Picardía. Sé también que cuando el rey Eduardo ordenó a messire de Fiennes que le fuerais
entregado, amenazándole con confiscar las tierras que posee al otro lado de la Mancha, este señor,
que es gran amigo y partidario de monseñor Roberto, os encaminó hacia él. No puedo decir que os
esperaba, my Lord; sabía que vendríais, pues monseñor de Artois me es fiel, como os ha dicho, y
nunca deja de pensar en mi, cuando tiene un amigo en apuros.
Roger Mortimer había escuchado al banquero con gran atención.
-Veo, maese -respondió-, que los lombardos tienen buenos espías en la corte de Inglaterra.
-Para serviros, my Lord... Vos no ignoráis que el rey Eduardo tiene una fuerte deuda con
nuestras compañías. Cuando se tiene un crédito, hay que vigilarlo. Y desde hace mucho tiempo
vuestro rey ha dejado de honrar su sello, al menos con referencia a nosotros. Por mediación de
monseñor el obispo de Exeter, su tesorero, nos ha respondido que los exiguos ingresos de los
impuestos, las pesadas cargas de la guerra y las intrigas de sus barones no le permiten hacer otra cosa. Sin embargo, el impuesto con que ha gravado nuestras mercancías le bastaría para pagar,
aunque solo fuera con el puerto de Londres.
Un criado acababa de traer el hipocrás y las almendras garrapiñadas que se ofrecían siempre
a los visitantes de ¡inportancia. Tolomei escanció en los cubiletes el vino aromático, sirviéndose un
dedo para humedecerse apenas los labios.
-Parece que por el momento el Tesoro de Francia se encuentra en mejor estado que el de
Inglaterra -agregó-. ¿Se sabe ya, monseñor Roberto, cual será aproximadamente el saldo de este
año?
-Si el presente mes no sobreviene alguna repentina calamidad, peste, hambre, matrimonio o
funerales de alguno de nuestros reales parientes, los ingresos superarán en doce mil libras a los
gastos, según las cifras que messire Miles de Noyers, maestro de la Camara de Cuentas, ha dado
esta mañana en el Consejo. ¡Doce mil libras! En tiempo de los Felipe Cuarto y Quinto -¡y quiera
Dios que la lista haya terminado!- no estaba el Tesoro en tan buen estado.
-¿Cómo conseguís, monseñor, tener un tesoro con superavít de ingresos? -preguntó
Mortimer-. ¿Se debe a la ausencia de guerra?
-La ausencia de guerra por una parte, y al mismo tiempo la guerra, la que se prepara y que
no se hace. Mejor dicho, la cruzada. Debo decir que mi primo y suegro Carlos de Valois utiliza la
cruzada mejor que nadie. No vayáis a creer que lo tengo por mal cristiano. La verdad es que desea
de todo corazón librar a Armenia de los turcos, al igual que restablecer el imperio de
Constantinopla, cuya corona llevó hace tiempo, sin poder ocupar el trono. Pero una cruzada no se
organiza en un día. Hay que armar los navíos, forjar las armas; es preciso sobre todo encontrar
cruzados, negociar con España, con Alemania... y para eso el primer paso es obtener del Papa un
diezmo del clero. Mi querido suegro ha conseguido el diezmo y ahora, en nuestras dificultades con
el Tesoro, es el Papa quien paga.
-Me interesa mucho lo que decís, monseñor. Yo soy banquero del Papa... en una cuarta
parte, con los Bardi; pero en fin, esta cuarta parte es ya crecida. Y si el Papa se empobreciera
demasiado...
De Artois, que estaba bebiendo un buen trago de hipocrás, sopló en el cubilete, como si se
fuera a atragantar.
-¿Empobrecerse el Santo Padre? -exclamó cuando hubo tragado-. Pero si tiene una fortuna
de centenares de miles de florines. Ahí tenéis un hombre que os podría enseñar, Spinello. ¡Que gran
banquero hubiera sido de no haber entrado en el clero! Porque encontró el tesoro pontificio mas
vacío que mi bolsillo hace seis años...
-Lo se, lo se -murmuró Tolomei.
-Es que los curas, ¿sabéis? son los mejores recaudadores de impuestos que Dios haya puesto
sobre la tierra, y eso lo ha comprendido muy bien monseñor de Valois. En lugar de aumentar los
impuestos, cuyos recaudadores son detestados, hace pedir a los curas y cobra el diezmo. ¡Se hará la
cruzada, se hará la cruzada... un día! Mientras llega, es el Papa quien paga, mediante el esquileo de
las ovejas.
Tolomei se frotaba suavemente la pierna derecha; desde hacía algún tiempo tenía una
sensación de frío en aquella pierna, y algunos dolores al caminar.
-Decíais, pues, monseñor, que ha habido Consejo esta mañana. ¿Se han adoptado acuerdos
de interés? -pregunto.
-¡Oh, como de costumbre! Se ha debatido el precio de las candelas y se ha prohibido
mezclar el sebo con la cera; así como las confituras viejas con las nuevas. Para las mercancías
vendidas con envoltorio, habrá que deducir el peso de los sacos, sin contarlos en el precio; esto para
complacer al pueblo y demostrarle que se preocupan de él.
Tolomei, mientras escuchaba, observaba a sus dos visitantes: ambos le parecían muy
jóvenes. ¿Cuantos años tenía Roberto de Artois? Treinta y cinco o treinta y seis... y el inglés no representaba mas. Todos los hombres por debajo de los sesenta le parecían asombrosamente
jóvenes. ¡Cuántas cosas les quedaban por hacer, cuántas emociones que sentir, cuántos combates
que realizar, cuántas esperanzas que perseguir, y cuántas mañanas conocerían que no vería el!
¡Cuántas veces estos dos hombres se despertarían y respirarían el aire de un nuevo día, mientras el
estaría bajo tierra!
¿Que clase de personaje era Lord Mortimer? La cara bien proporcionada, los párpados que
caían sobre los ojos color de piedra, y luego, el vestido oscuro, la manera de cruzar los brazos, la
seguridad altiva y silenciosa de un hombre que ha llegado a la cumbre del poder y que conserva
toda su dignidad en el destierro, incluso el gesto maquinal que tenía de pasar el dedo sobre la
pequeña cicatriz que le marcaba el labio, todo agradaba al viejo sienés. Y Tolomei deseó que aquel
señor fuera feliz. Desde hacía algún tiempo, Tolomei gustaba de pensar en los demás.
-¿Se promulgará próximamente, monseñor, la ordenanza sobre la salida de moneda? -
preguntó.
Roberto de Artois vaciló antes de responder.
-A no ser que no os lo hayan advertido... -agregó Tolomei.
-Sí, si, me han informado. Bien sabéis que no se hace nada sin que el rey y sobre todo
monseñor de Valois soliciten mi consejo. La ordenanza será sellada dentro de dos días: nadie podrá
sacar del reino moneda de oro o plata acuñada en Francia. Sólo los peregrinos podrán llevar
algunas libras tornesas.
El banquero fingió no conceder a esta noticia mas importancia que a la del precio de las
candelas o a la de la mezcla de las confituras. Pero ya había pensado: «Puesto que sólo las monedas
extranjeras podrán salir del reino, van a aumentar de valor... ¡Cuanto nos ayudan en nuestro oficio
los habladores, y como los vanidosos nos ofrecen por nada lo que podrían vendernos tan caro!
-Así es, my Lord, que pensáis estableceros en Francia -continuó, volviéndose a Mortimer-.
¿Qué deseáis de mí?
Roberto respondió:
-Lo que necesita un gran señor para mantener su rango. Tenéis bastante experiencia sobre
eso, Tolomei.
El banquero tocó una campanilla. Al criado que entró le pidió su gran libro, y agregó:
-Si maese Boccaccio no ha salido aún, dile que me espere.
Le llevaron el libro, gruesa compilación con cubierta de cuero negro, manoseada por el uso,
y cuyas hojas de papel vitela estaban unidas por broches movibles. Este procedimiento permitía a
maese Tolomei añadir nuevas hojas y agrupar las cuentas de sus grandes clientes por orden
alfabético para no tener que buscar por hojas saltadas. El banquero se puso el libro sobre las
rodillas, y lo abrió con cierta ceremonia.
-Vais a encontraros en buena compañía, my Lord -dijo-. Ved: a tal señor, tal honor... Mi
libro comienza por el conde de Artois... Tenéis muchas hojas, monseñor -agregó, dirigiendo una
risita a Roberto-. Luego esta el conde de Bouville, el conde de Boulogne, monseñor de Bourbon...
La señora reina Clemencia...
El banquero inclinó respetuosamente la cabeza.
-¡Ah! Nos ha dado muchas preocupaciones desde la muerte de Luis X; parece que el duelo
le hubiera abierto el ansia de gastar. El Padre Santo la exortó, en carta especial, a la moderación, y
tuvo que depositar sus alhajas en prenda, en mi casa, con el fin de pagar sus deudas. Ahora vive en
el palacio del Temple que le cambiaron por el de Vincennes; cobra su viudedad, y parece haber
encontrado la paz.
Continuaba pasando páginas, que vibraban bajo sus manos. Tenía una manera muy hábil de
enseñar los nombres, ocultando la cifra con el brazo. Era parcialmente discreto.
«Ahora soy yo quien me comporto como un vanidoso -pensaba-. Pero hay que hacer valer
un poco los servicios que presto, y mostrar que no me ofusco ante un nuevo prestatario.»

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora