prologo

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PROLOGO.
...Y los castigos anunciados, las maldiciones lanzadas desde lo alto de la hoguera por el
Gran Maestre de los Templarios habían continuado extendiéndose por el suelo de Francia. El
destino abatía a los reyes como si fueran piezas de ajedrez.
Tras de caer fulminado Felipe el Hermoso, seguido por su primogénito, Luis X, asesinado
dieciocho meses después, su segundo hijo, Felipe V, parecía que iba a tener un largo reinado; pero,
apenas pasados cinco años, Felipe moría a su vez, antes de cumplir los treinta.
Detengámonos un instante en este reinado, que no parece una tregua de la fatalidad mas que
en comparación con los dramas y desastres que le seguirían después. Parece un reinado pálido al
que hojea el libro distraídamente, sin duda porque en sus paginas no se tiñe las manos de sangre. Y
sin embargo... Veamos como se desarrollan los días de un gran rey, cuando la suerte le es adversa.
Porque Felipe V el Largo, podía contarse entre los grandes reyes. Por la fuerza y por la
astucia, por la justicia y por el crimen, se había apropiado, joven aun, de la corona, puesta a subasta
de las ambiciones. Un conclave encerrado, un palacio real tomado al asalto, una ley sucesoria
inventada, una revuelta baronial desbaratada en una campaña de diez días, un gran señor
encarcelado, un infante real muerto en la cuna -al menos así se creía-, habían jalonado las rápidas
etapas de su carrera hacia el trono.
Cuando la mañana de enero de 1317 salió de la catedral de Reims, entre el tañido de todas
las campanas, el segundo hijo del Rey de Hierro podía creerse triunfante y libre de volver a
emprender la gran política que había admirado en su padre. Su turbulenta familia se había inclinado
por obligación; los barones, dominados, se resignaban a su obediencia; el Parlamento sufría su
ascendiente y la burguesía lo aclamaba, entusiasmada de haber vuelto a encontrar un príncipe
fuerte. Su esposa había lavado las manchas de la torre de Nesle; su descendencia parecía asegurada
por el hijo que le acababa de nacer; finalmente, la consagración lo había revestido de una intangible
majestad. Nada le faltaba a Felipe V para disfrutar de la relativa felicidad de los reyes, ni siquiera la
prudencia de querer la paz y de conocer su precio.
Tres semanas después moría su hijo. Era su Único varón, y la reina Juana, estéril a partir de
entonces, no había de darle ninguno mas.
A principios del verano el hambre se abatía sobre el país, cubriendo las ciudades de
cadáveres.
Al poco tiempo, un viento demencial sopló por toda Francia.
¿Que impulso ciego y vagamente místico, que sueños elementales de santidad y aventura,
que exceso de miseria, que furor de aniquilamiento empujaron de repente a los jóvenes y
muchachas del campo, guardianes de corderos, de bueyes y de cerdos; pequeños artesanos e
hilanderas, casi todos entre los quince y los veinte años, a dejar de improviso sus familias, sus
pueblos, y reunirse en bandas errantes, descalzas, sin dinero ni alimentos? Una cierta idea de
cruzada servía de pretexto a este éxodo.
En realidad, la locura había nacido de los restos del Temple. Eran numerosos los Templarios
a los que las cárceles, los procesos, las torturas, las confesiones arrancadas a hierro candente y el
espectáculo de sus hermanos entregados a las llamas habían convertido en medio locos. El deseo de
venganza, la nostalgia de su antiguo poderío y la posesión de algunas fórmulas de magia obtenidas
en el Oriente los habían hecho fanáticos, y tanto mas temibles cuanto que se escondían bajo el
humilde hábito del clérigo o la blusa del destajista. Reunidos en sociedad clandestina, obedecían a
las órdenes, misteriosamente transmitidas, del Gran Maestre secreto que había reemplazado al Gran
Maestre quemado en la hoguera.

Fueron estos hombres los que un invierno, se convirtieron de pronto en predicadores y,
semejantes al flautista de las leyendas del Rhin, arrastraban tras si a la juventud de Francia. Hacia
Tierra Santa, decían; pero su verdadero deseo era la pérdida del reino y la ruina del papado.
Y papa y rey se veían impotentes ante aquellas hordas de fanáticos que recorrían los
caminos, ante aquellas riadas humanas que crecían a cada encrucijada, como si estuviera hechizada
la tierra de Flandes, de Normandía, de Bretaña y de Poitou.
Diez mil, veinte mil, cien mil; los «pastorcillos» marchaban hacia misteriosas citas. A sus
bandas se unían sacerdotes excomulgados, monjes apóstatas, bandidos, ladrones, mendigos y
prostitutas. Una cruz iba a la cabeza de estos cortejos en los que jóvenes y muchachas se
entregaban a la mas desenfrenada licencia, al mayor libertinaje. Cien mil de estos harapientos
caminantes entraban en una ciudad para pedir limosna y en seguida la saqueaban. Y el crimen, que
al principio no es mas que el accesorio del robo, se convierte pronto en la satisfacción de un vicio.
Los pastorcillos devastaron a Francia durante un año, con cierto método en su desorden, no
perdonando ni iglesias ni monasterios. París, enloquecido, vio invadidas sus calles por este ejército
de ladrones, y al rey Felipe V dirigirles palabras de apaciguamiento desde una ventana de su
palacio. Exigían del rey que se pusiera al frente de ellos. Tomaron al asalto el Chatelet, apalearon al
preboste y saquearon la abadía Saint Germaine-des-Pres. Luego, una nueva orden, tan misteriosa
como la que los había agrupado, los lanzó hacia los caminos del Sur. Aun seguían temblando los
parisienses cuando los pastorcillos inundaban ya a Orleans. Tierra Santa estaba lejos, y fueron
Bourges, Limoges, Saintes, Perigord, Burdeos, Gascuña y Agen los que tuvieron que sufrir su
furor.
El papa Juan XXI I, inquieto al ver que la oleada se acercaba a Aviñón, amenazó con la
excomunión a aquellos falsos cruzados. Necesitaban víctimas; las encontraron en los judíos. Desde
entonces las poblaciones urbanas aplaudieron las matanzas, y fraternizaron con los pastorcillos.
Ghetos de Lectoure, Auvillar, Castelsarrasin, Albi, Auch, Toulouse: aquí ciento quince cadáveres,
allí ciento cincuenta y dos... Ni una sola ciudad del Languedoc se salvo de su hoguera expiatoria.
Los judíos de Verdun-Sur-Garonne emplearon como proyectiles a sus propios hijos, y luego se
estrangularon mutuamente para no caer en manos de aquellos locos.
Entonces el papa ordenó a sus obispos y el rey a sus senescales que protegieran a los judíos,
cuyo comercio les era necesario. El conde de Foix, que había ido en auxilio del senescal de
Carcasona, libró una batalla campal con los pastorcillos, haciéndolos retroceder a las ciénagas de
Aígues-Mortes, donde murieron a millares, apaleados, traspasados, hundidos en la arena, ahogados.
La tierra de Francia se bebía su propia sangre, se tragaba a su propia juventud. El clero y los
oficiales reales se unieron para perseguir a los escapados. Les cerraron las puertas de las ciudades,
les negaron víveres y alojamiento, los acosaron en los Pasos de los Cevennes, y colgaron en las
ramas de los árboles, en grupos de veinte y treinta, a todos los que capturaron. Las bandas siguieron
su vagabundeo durante casi dos años mas, y, desperdigándose ya, llegaron hasta Italia.
Francia, el cuerpo de Francia, estaba enfermo. Apenas aplacada la fiebre de los pastorcillos,
apareció la de los leprosos.
¿Eran responsables aquellos desgraciados de carnes corroídas, de caras de muerto, de manos
transformadas en muñones, aquellos parias encerrados en las leproserías, infectos y pestilentes
poblados, donde procreaban entre sí y de los que no podían salir mas que agitando las tarreñas, eran
responsables de la contaminación de las aguas? Porque el verano de 1321 en numerosos sitios
fueron envenenados los manantiales, arroyos, pozos y fuentes; y el pueblo de Francia aquel año
jadeaba sediento ante sus generosos ríos, y bebía con espanto, esperando la agonía a cada trago.
¿Había intervenido también el Temple en el extraño veneno -compuesto de sangre humana, orina,
hierbas mágicas, cabezas de culebras, patas de sapos machacados, hostias traspasadas y vello de
mujeres impúdicas- que aseguraban que contenían las aguas? ¿Habían empujado a la revuelta al pueblo maldito, inspirándole, según habían confesado algunos leprosos en la tortura, el deseo de
que perecieran o se convirtieran en leprosos todos los cristianos?
El asunto había comenzado en el Poitou, donde descansaba el rey Felipe V. Pronto se
extendió a todo el país. El pueblo de las ciudades y del campo se arrojó sobre las leproserías para
exterminar a los enfermos, que se habían convertido en enemigos públicos. Sólo perdonaban a las
mujeres encinta, pero únicamente hasta el destete del hijo. Después las entregaban a las Ramas. Los
jueces reales legalizaban con sus sentencias estas hecatombes, y la nobleza prestaba sus hombres de
armas. Luego el odio se volvió una vez mas contra los judíos, acusados de complicidad en una
inmensa e imprecisa conjura, inspirada, según se aseguraba, por los reyes moros de Granada y de
Tunez. Parecía que Francia, con estos gigantescos sacrificios humanos, intentaba apaciguar sus
angustias, sus terrores.
El viento de Aquitania estaba impregnado del atroz olor de las hogueras. En Chinon todos
los judíos de la bailía fueron echados a un gran foso de fuego; en París fueron quemados frente al
castillo real, en la isla que llevaba su triste nombre, donde Molay había pronunciado su fatal
anatema.
Y el rey murió. Murió de la fiebre y del desgarrador mal de entrañas que había contraído en
Poitou, en sus tierras de dote; murió por haber bebido agua de su reino.
Tardó cinco meses en extinguirse, en medio de terribles sufrimientos, consumido,
esquelético.
Todas las mañanas hacía abrir las puertas de su habitación, en la abadía de Longchamp, a
donde se había hecho llevar, y dejaba acercarse hasta su lecho a todos los transeúntes para decirles:
«Ved aquí al rey de Francia, vuestro soberano señor, el hombre mas pobre de todo su reino, ya que
no hay ninguno entre vosotros con el que no quisiera cambiar mi suerte. Mirad, hijos míos, a
vuestro príncipe temporal, y pensad exclusivamente en Dios, viendo como se complace en jugar
con sus criaturas.
El día siguiente de la Epifanía del año 1322 fue a reunirse con los huesos de sus
antepasados, sin que nadie, excepto su esposa, lo llorara.
Sin embargo, había sido un buen rey, preocupado del bien público. Declaró inalienable
cualquier parte del dominio real, es decir, de Francia propiamente dicha; unificó las monedas, pesos
y medidas; reorganizó la justicia para que fuera administrada con mas equidad; prohibió la
acumulación de funciones públicas y ocupar sitios en el Parlamento a los prelados; dotó a las
finanzas de una administración peculiar. Se le debía también haber incrementado la manumisión de
siervos. Deseaba que la servidumbre desapareciera totalmente de sus Estados; quería reinar sobre
un pueblo de hombres que disfrutaran de la «verdadera libertad», tal como los había hecho la
naturaleza.
Resistió a la tentación de la guerra, suprimió muchas guarniciones del interior para reforzar
las fronterizas, y prefirió siempre la negociación a las estúpidas y dudosas empresas guerreras. Sin
duda era demasiado pronto para que el pueblo admitiera que la justicia y la paz costaban muy caras.
«¿Donde han ido a parar las rentas, los diezmos y las anatas, las subvenciones de los Lombardos y
de los judíos, puesto que se han distribuido menos limosnas, no ha habido expediciones ni se han
construido edificios?», decían. «¿En que se ha empleado todo eso?»
Los grandes barones, sometidos temporalmente, y que a veces, ante las perturbaciones
campesinas se habían agrupado alrededor del soberano, esperaban pacientemente que llegara su
hora de desquite y contemplaban con satisfacción la agonía de aquel joven rey a quien no querían.
Felipe V el Largo, hombre solitario, demasiado avanzado para su tiempo, había pasado en
medio de la incomprensión general.
No dejaba mas que hijas; la «ley de los varones», que había promulgado el mismo en propio
beneficio, las excluía del trono. La corona venía a recaer en su hermano menor, Carlos de la
Marche, tan mediocre de inteligencia como agraciado de rostro. El poderoso conde de Valois, el conde Roberto de Artois, todo el parentesco capetino y la reacción baronial triunfaban de nuevo. Se


podía volver a hablar de cruzada, mezclarse en intrigas del Imperio, traficar con el oro y burlarse de


las dificultades del reino de Inglaterra.


Allá, en aquel país, un monarca inconstante, falaz, inepto, dominado por la pasión amorosa


que sentía hacia su favorito, se batía contra sus barones y obispos y regaba también la tierra de su


reino con la sangre de sus súbditos.


Allá una princesa de Francia vivía como mujer humillada y escarnecida, que sentía su vida


en peligro, y conspiraba para protegerse, envuelta en sueños de venganza.


Diríase que Isabel, hija del Rey de Hierro y hermana de Carlos IV de Francia, había llevado


consigo al otro lado de la Mancha la maldición de los Templarios...

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora