capitulo 4

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IV
El consejo de Chaâlis.

La tormenta ha limpiado el cielo de fines de junio. En los departamentos reales de la abadía
de Chaalis, establecimiento cisterciense que es una fundación capetina, y donde se han depositado
hace unos meses las entrañas de Carlos de Valois, los cirios se consumen humeando y mezclan el
olor de la cera con el aire cargado de los perfumes de la tierra húmeda, y con el olor de incienso; tal
como sucede en todas las residencias religiosas. Los insectos escapados de la tormenta han entrado
por las ojivas de las ventanas y danzan alrededor de las llamas.
Es una tarde triste. Los rostros están pensativos, taciturnos, aburridos en la sala abovedada
donde las tapicerías ya viejas, sembradas de flores de lis y del modelo ejecutado en serie para las
residencias reales cuelgan a lo largo de la piedra desnuda. Una decena de personas se encuentran
reunidas alrededor del rey Carlos IV: el conde Roberto de Artois, llamado también conde de
Beaumont-le-Roger, el obispo par del Beauvais, Juan de Marigny, el canciller Juan de
Cherchemont, el conde Luis de Bourbon, el Cojo, gran camarero y el condestable, Gaucher de
Chatillon. Este ha perdido a su hijo mayor el año anterior, y, según dice, eso lo ha envejecido de
golpe. Aparenta sus setenta y seis años; cada día esta mas sordo, lo que atribuye a los cañonazos
que dispararon a un paso de sus orejas durante el asedio de La Réole.
Han sido admitidas algunas mujeres, porque en verdad es un asunto familiar lo que se va a
tratar esta noche. Están las tres Juanas; la señora Juana de Evreux, la reina; la señora Juana de
Valois, condesa de Beaumont, esposa de Roberto y Juana de Borgoña, la mala, la avara, nieta de
San Luis, y coja como su primo Borbon, y que es la mujer de Felipe de Valois.
Y luego Mahaut, Mahaut, con los cabellos grises y vestida de negro y violeta, fuerte de
pecho, de hombros, de brazos; colosal.
Generalmente la edad aminora la estatura de las personas, pero no la de Mahaut de Artois.
Se ha convertido en una vieja gigante, y eso impresiona todavía mas que una joven gigante. Es la
primera vez, desde hace mucho tiempo, que la condesa de Artois reaparece en la corte sin la corona
en las ceremonias a las que le obliga su rango; la primera vez, desde la muerte de su yerno Felipe el
Largo.
Ha llegado a Chaalis enlutada, parecida a un catafalco en marcha, tapada como una iglesia
durante la semana de pasión. Su hija Blanca acaba de morir en la abadía de Maubuisson, donde al
fin la habían admitido después de haberla trasladado primero desde Château-Gaillard a una
residencia menos cruel cerca de Coutances. Pero Blanca no ha podido aprovechar esta mejora
obtenida a cambio de la anulación de su matrimonio. Ha muerto unos meses después de entrar en el
convento, agotada por sus largos años de detención y por las terribles noches de invierno en la
fortaleza de Andelys. Ha muerto de delgadez, de tos, de infortunio, casi demente, con velo de
religiosa a los treinta años. Y todo ello por unos meses de amor, si se puede llamar amor a su
aventura con Gautier de Aunay; todo ello por haber querido imitar los placeres de su cuñada
Margarita de Borgoña, a los dieciocho años, edad en que no se sabe lo que se hace.
La que en este momento hubiera podido ser reina de Francia, la única mujer a quien de
verdad ha querido Carlos el Hermoso, acaba de extinguirse cuando alcanzaba una relativa paz. Y el
rey Carlos el Hermoso, a quien esta muerte trae dolorosos recuerdos, está triste, delante de su
tercera esposa, que sabe bien lo que él piensa y finge no darse cuenta.
Mahaut ha aprovechado la ocasión de este duelo. Ha venido sin ser llamada y sin hacerse
anunciar, como empujada solamente por el impulso de su corazón, a ofrecer, como madre
desconsolada, su condolencia al antiguo y desgraciado marido. Y han caído uno en brazos del otro,
Mahaut ha besado con su labio bigotudo las mejillas de su ex yerno; Carlos, en un impulso infantil,
ha dejado caer la frente sobre el monumental hombro y ha derramado unas lágrimas entre los paños
de coche fúnebre que viste la giganta. ¡Tanto cambian las relaciones entre los seres humanos
cuando la muerte pasa entre ellos y anula los móviles del resentimiento!
La señora Mahaut sabe muy bien lo que hace al precipitarse a Chaalis, y su sobrino Roberto
tasca el freno. Él le sonríe, se sonríen, se llaman «mi buena tía», «mi buen sobrino», y se
testimonian buen amor de parientes, como se comprometieron a hacerlo por el tratado de 1318. Se
odian. Se matarían si se encontraran solos en la misma pieza. Mahaut ha venido en verdad... -ella
no lo dice, pero Roberto bien lo adivina- debido a una carta que ha recibido. Por otra parte, todos
los presentes han recibido la misma carta, con ligeras variantes: Felipe de Valoís, el obispo
Marigny, el condestable y el rey... sobre todo el rey.
La noche, clara y estrellada, se divisa a través de las ventanas. Son diez, once personajes de
la más alta importancia, sentados en círculo bajo las bóvedas entre los pilares de capiteles
esculpidos, y son muy pocos. No se dan ni a si mismos una verdadera impresión de fuerza.
El rey, de carácter débil y entendimiento limitado, no tiene además familia directa ni
servidores personales. ¿Qué son los príncipes o dignatarios reunidos esta noche en torno a él?
Primos o consejeros heredados de su padre o de su tío. Ninguno creado por él, ligado a él. Su padre
tenía tres hijos y dos hermanos que se sentaban en su Consejo, e incluso los días de barullo, incluso
los días en que el difunto monseñor de Valois levantaba tempestades, la tempestad era familiar.
Luis el Turbulento tenía dos hermanos y dos tíos que lo apoyaban diversamente, y un hermano, el
propio Carlos. Ese superviviente casi no tiene nada. Su Consejo hace pensar irresistiblemente en un
fin de dinastía; la única esperanza de continuación de la línea de descendencia directa duerme en el
vientre de esa mujer silenciosa, ni bonita ni fea, que está con las manos cruzadas junto a Carlos, y
que sabe que es una reina de recambio.
La carta, la famosa carta de la que van a ocuparse, está fechada el 19 de junio en
Westminster; el canciller la tiene en la mano, la cera verde del sello roto se desconcha sobre el
pergamino.
-Lo que parece haber encolerizado tanto al rey Eduardo ha sido que monseñor de Mortimer
haya llevado la cola del manto del duque de Aquitania, cuando la coronación de nuestra señora la
reina. Nuestro sire Eduardo ha considerado como ofensa personal el que su enemigo haya ido
detrás de su hijo, en prueba de dignidad.
Quien acaba de hablar es monseñor Marigny, con su voz suave, bien timbrada, melodiosa,
acompañando a veces la frase con un gesto de sus finas manos en las que brilla la amatista
episcopal. Sus tres vestidos sobrepuestos son de tela ligera, tal como conviene a esta época del año,
y el vestido de encima, más corto, cae en pliegues armoniosos. Se advierte cada vez más en
monseñor de Marigny la autoridad del gran Enguerrando de quien ahora es el Único hermano
sobreviviente.

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora