continuacion

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A sus sesenta y siete años, nada quedaba del antiguo Mortimer, del apuesto y gran
señor que había sido, famoso por los torneos fabulosos celebrados en el castillo de Kenilworth, de
los que todavía hablaban tres generaciones. Su sobrino se esforzaba vanamente en reavivar las
brasas en el corazón de aquel anciano agotado.
-Para empezar, las piernas no me sostendrían... -agregó.
-¿Por qué no os esforzáis en intentarlo? Salid del lecho. Además, yo os llevaré, ya os lo he
dicho.
-¡Eso es! Vas a llevarme por encima de las murallas, y luego por el agua, pues yo no se
nadar. Vas a llevar mi cabeza al tajo, y la tuya también. ¡Eso es lo que vas a hacer! Tal vez Dios
quiera salvarnos, y tu lo vas a estropear todo por esa loca tozudez. Siempre ha sido así; la rebelión
está en la sangre de los Mortimer. Recuerda al primer Roger de nuestro linaje, hijo del obispo y de
la hija del rey Herfast. Había derrotado a todo el ejército del rey de Francia bajo las murallas de su
castillo de Mortimer-en-Bray. Y sin embargo, ofendió tan gravemente al Conquistador, su primo,
que le confiscaron todas sus tierras y bienes.
El joven Roger, sentado en el escabel, cruzó los brazos, cerró los ojos y se inclinó un poco
hacia atrás hasta apoyar la espalda en la pared. Debía soportar la evocación diaria de los
antepasados, escuchar por centésima vez como Ralph el Barbudo, hijo del primer Roger, había
desembarcado en Inglaterra al lado del duque Guillermo, como había recibido el feudo de
Wigmore, y por qué, desde entonces, los Mortimer eran poderosos en cuatro condados.
Del refectorio llegaban las canciones báquicas y los gritos de los soldados al término de la
comida.
-Por lo que mas queráis, tío mío, dejad por un momento a nuestros antepasados -exclamó
Mortimer-. Yo no tengo tanta prisa en volverlos a encontrar como vos. Si, ya se que descendemos
de un rey. Pero la sangre de reyes no vale para nada en una prisión. ¿Nos va a liberar la espada de
Herfast de Dinamarca? ¿Dónde están nuestras tierras, y para que nos sirven nuestras rentas en este
calabozo? Y si me citáis a nuestras antepasadas Hadewige, Melisenda, Matilde la Mezquina,
Walcheline de Ferrers, Gladousa de Braose, os preguntaré si estas son las únicas mujeres en las que
debo soñar hasta que exhale mi último suspiro.
El viejo se quedó cortado un momento, mirando distraídamente su mano hinchada, de uñas
demasiado largas y melladas. Luego dijo:
-Cada uno está en prisión como puede, los viejos recordando su pasado perdido, los jóvenes
soñando en mañanas que no vendrán jamás. Tu crees que toda Inglaterra te quiere y trabaja en tu
favor, que el obispo Orletón es tu amigo fiel, que la misma reina se esfuerza en salvarte, y que vas a
partir en seguida para Francia, Aquitania o Provenza... ¡Que sé yo! Y que a lo largo del camino las
campanas te darán la bienvenida. Y ya verás; esta noche no vendrá nadie.
Se pasó, con gesto cansado, los dedos por los párpados; luego se volvió hacia la pared.
El joven Mortimer volvió junto al tragaluz, deslizó una mano entre los barrotes y la arrastró
como muerta por el polvo. «Ahora se dormirá hasta la noche -pensó-. Luego se decidirá en el
último momento. Desde luego, no será fácil la huida con el. ¿No la hará fracasar...? ¡Ah, aquí está
Eduardo!»
El pájaro se había detenido a poca distancia de la mano inerte, y se frotaba su gran pico con
la pata.
«Si te estrangulo, mi evasión tendrá éxito. Si no lo consigo, no podré escapar.»
No era ya un juego, sino una apuesta con el destino. Para entretener su espera y engañar su
ansiedad, el prisionero necesitaba inventarse presagios, mientras acechaba con ojo de cazador al
enorme cuervo. Pero este, como si hubiera adivinado la amenaza, se apartó.
Los hombres salían del refectorio con la cara enrojecida. Se dividieron en pequeños grupos
por el patio para realizar los juegos, las carreras y luchas que eran tradicionales en esa festividad.
Durante dos horas, con el torso desnudo, sudaron bajo el sol haciendo alardes de fuerza para
derribar al contrario o de destreza para lanzar mazas contra una estaca.
Se oía gritar al condestable:
-¡El premio del rey! ¿Quien lo ganará?
¡Un silencio!
Luego, cuando comenzó a declinar el día, los soldados fueron a lavarse a las cisternas y
entraron en el refectorio, con mas alboroto que por la mañana, comentando sus hazañas o derrotas,
para seguir comiendo y bebiendo. Quien no se emborrachaba el día de San Pedro ad Vincula
merecía el desprecio de sus compañeros. El prisionero les oía abalanzarse sobre el vino. La
oscuridad descendía sobre el patio, la azulada oscuridad de las noches de verano, y el olor a cieno
que provenía de las zanjas y del río se hacía más penetrante.
De repente, delante del tragaluz, desgarró el aire un furioso graznido, ronco, prolongado,
uno de esos gritos animales que producen malestar.
-¿Que es esto? -preguntó el viejo Lord de Chirk desde el fondo de la celda.
-He fallado -dijo el sobrino-. Le he cogido el ala en lugar del cuello.
Le habían quedado entre los dedos unas cuantas plumas negras que contemplaba tristemente
a la incierta luz del crepúsculo. El cuervo había desaparecido y ya no volvería mas.
«Es una tontería propia de un niño conceder importancia a esto -se dijo Mortimer-. Vamos,
se acerca la hora. »
Sin embargo, estaba obsesionado por un lúgubre presentimiento.
Se distrajo con el extraño silencio que, desde hacía unos instantes, rodeaba a la Torre.
Ningún ruido salía del refectorio; las voces de los bebedores se habían apagado en su garganta;
había cesado el choque de platos y picheles. No se oía mas que un ladrido en alguna parte de los
jardines, y el lejano grito de un barquero en el Tamesis... ¿Había fracasado el complot de Alspaye,
y el silencio de la fortaleza era debido al estupor que sigue al descubrimiento de las grandes
traiciones?
El prisionero, con la frente pegada a las rejas del tragaluz y conteniendo la respiración,
avizoraba la oscuridad y se esforzaba por oír el mas pequeño ruido. Un arquero atravesó el patio
titubeando, vomitó contra la pared, se desplomó y ya no se movió. Mortimer distinguía su cuerpo
inmóvil sobre la hierba. Ya habían aparecido las primeras estrellas; y la noche sería clara.
Salieron dos soldados más del refectorio, apretándose el vientre con ambas manos, y se
desmoronaron al pie de un árbol. No se trataba de una borrachera corriente, ya que los hombres
caían como si les hubieran dado con una estaca.
Mortimer de Wigmore buscó a tientas sus botas en un rincón del calabozo y se las puso;
pudo calzarse con facilidad, ya que sus piernas habían adelgazado.
-¿Que haces, Roger? -preguntó Mortimer de Chirk.
-Me preparo, tío mío; se acerca el momento. Parece que nuestro amigo Alspaye ha hecho
bien las cosas; es como si toda la Torre estuviera muerta.
-Es cierto; no nos han traído nuestra segunda comida -observó el anciano Lord con
inquietud.
Roger Mortimer se puso la camisa dentro de las bragas y se ató el cinturón alrededor de la
cota de mallas. Sus prendas estaban muy gastadas, ya que desde hacía dieciocho meses no le habían
proporcionado otras, y llevaba su equipo de batalla tal como lo habían cogido cuando le habían
sacado la armadura abollada y le habían curado el labio inferior herido por el choque de la babera.
-Si logras escapar, me quedaré solo y sobre mí caerán todas las venganzas.
Había una gran parte de egoísmo en la vana obstinación del anciano para apartar al sobrino
de su proyecto de fuga.
-Escuchad, tío mío; alguien viene. Esta vez, levantaos.
Resonaron unos pasos sobre las losas; se acercaron a la puerta. Una voz llamó: My Lord!
-¿Eres tu, Alspaye?
-Sí, my Lord, pero no tengo la llave. Vuestro carcelero, con su borrachera, ha perdido el
llavero; ahora, en el estado en que se encuentra, no se puede sacar nada de él. He buscado por todas
partes.
Del camastro donde reposaba el tío surgió una risita burlona.
El joven Mortimer lanzó un juramento de despecho. ¿Sentía miedo Alspaye en el último
momento y por eso mentía? Pero en este caso, ¿porqué había venido? ¿O bien era el azar absurdo,
ese azar que el prisionero había imaginado durante todo el día, y que se presentaba ahora bajo esta
forma?
-Todo está preparado, my Lord, os lo aseguro -continuó Alspaye-. Los polvos del obispo
mezclados con el vino han hecho maravillas. Todos están bajo un pesado sueño, como si estuvieran
muertos. Las cuerdas están preparadas, la barca os espera; pero no tengo la llave.
-¿De cuanto tiempo disponemos?
-Los centinelas no se moverán antes de media hora larga. También ellos han celebrado la
fiesta antes de entrar de guardia.
-¿Quién te acompaña?
-Ogle.
-Envíalo a buscar una maza, una cuña y una palanca, y haced saltar la piedra.
-Voy con el y vuelvo en seguida.
Los dos hombres se alejaron. Los acelerados latidos de Roger Mortimer marcaban el paso
del tiempo. ¡Todo por una llave perdida! Bastaba que un centinela abandonara la guardia con un
pretexto cualquiera para que todo fracasara... El viejo Lord estaba callado, y su fatigosa respiración
llegaba desde el fondo del calabozo.
Pronto un hilo de luz se filtró por debajo de la puerta; Alspaye volvía con el barbero, quien
llevaba las herramientas y una candela. Golpearon la piedra del muro en la que la cerradura estaba
hundida como dos dedos. Se esforzaron en paliar los golpes, pero aun así tenían la impresión de
que el eco llegaba a todos los rincones de la Torre. Cayeron al suelo trozos de piedra. Por ultimo, el
bloque cedió y abrieron la puerta.
-De prisa, my Lord -dijo Alspaye.
Su cara sonrosada, iluminada por la candela, estaba cubierta de sudor, y le temblaban las
manos.
Roger Mortimer de Wigmore se acercó a su tío, y se inclinó hacia el.
-No, vete solo, hijo mío -dijo el anciano-. Es preciso que escapes. ¡Que Dios te proteja! Y
no me guardes rencor por ser viejo.
El anciano Mortimer atrajo a su sobrino por la manga y le trazó con el pulgar la señal de la
cruz en la frente.
-Vénganos, Roger -murmuró.
Roger Mortimer de Wigmore salió, encorvándose, de la celda.
-¿Por donde pasaremos? -preguntó.
-Por las cocinas -respondió Alspaye.
El teniente, el barbero y el prisionero subieron unos escalones, siguieron por un corredor y
atravesaron varias piezas oscuras.
-¿Vas armado, Alspaye? -susurró de pronto Mortimer.
-Llevo mi daga.
-¡Allí hay un hombre!
Mortimer había visto una persona apoyada en la pared. El barbero tapó con la palma la débil
llama de la candela; el teniente sacó la daga, y avanzaron con más lentitud.

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora