capitulo 4

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IV.
VOX populi.
-¿A quién queréis por rey?
Esta terrible pregunta, de la que va a depender el porvenir de una nación, la lanza monseñor
Adan Orletón el 12 de enero de 1327 en la gran sala de Westminster, y las palabras repercuten en lo
alto, en la crucería de las bóvedas.
-¿A quién queréis por rey?
El Parlamento de Inglaterra está reunido desde hace seis días, con alguna breve
interrupción, y Adan Orletón, que desempeña las funciones de canciller, dirige los debates.
En su primera sesión, la semana anterior, el Parlamento ha solicitado que el rey comparezca
ante él. Adan Orletón y Juan de Stratford, obispo de Winchester, han ido a Kenilworth a presentar a
Eduardo II esta solicitud. Y el rey Eduardo se ha negado.
Se ha negado a rendir cuentas de sus actos a los lores, a los obispos, a los diputados de las
ciudades y de los condados. Orletón ha dado a conocer a la asamblea esta respuesta, nacida, no se
sabe si del temor o del desprecio. Pero Orletón tiene la profunda convicción, que acaba de expresar
ante el Parlamento, de que si se obliga a la reina a reconciliarse con su esposo, la llevarán a una
muerte segura.
Está planteada, pues, la gran cuestión. Monseñor Orletón concluye su discurso aconsejando
al Parlamento que aplace la sesión hasta el día siguiente, para que cada cual tome su determinación
en conciencia durante el silencio de la noche. Mañana la asamblea dirá si desea que Eduardo II
Plantagenet conserve la corona o bien que pase a su hijo mayor Eduardo, duque de Aquitania.
¡Bonito silencio para las conciencias el alboroto de aquella noche en Londres! Los palacios
de los señores, las abadías, las residencias de los grandes comerciantes, las posadas, son escenario
de acaloradas discusiones que se prolongan hasta el amanecer. Todos aquellos barones, obispos,
caballeros y representantes de los burgos elegidos por los sherifs, sólo son miembros del
Parlamento por designación del rey, y su papel, en principio, debía ser consultivo. Pero he aquí que
el soberano esta deshecho, incapaz; es un fugitivo apresado fuera de su reino, y no es el rey quien
ha convocado al Parlamento, sino el Parlamento el que ha querido convocar a su rey, sin que este se
haya dignado presentarse. El poder supremo se halla, pues, repartido por un momento, por una
noche, entre aquellos hombres de diversas regiones de orígenes dispares, de desiguales fortunas.
«¿A quién queréis por rey?»
Todos se plantean la cuestión, incluso los que han deseado el pronto fin de Eduardo II los
que han gritado a cada escándalo, a cada nuevo impuesto o a cada guerra perdida: «¡Que reviente, y
que Dios nos libre de él!»
Porque Dios no va a intervenir; todo depende de ellos, y de repente, se percatan de la
importancia de su voluntad. Sus deseos y maldiciones se han cumplido, pero aumentados. ¿Hubiera
podido la reina, aun apoyada por los Hennuyers, apoderarse del reino si los barones y el pueblo
hubieran respondido a la leva ordenada por Eduardo? Pero deponer a un rey y despojarlo para
siempre de su autoridad es un acto de extrema gravedad. Muchos miembros del Parlamento están
asustados, debido al carácter divino que va unido a la consagración y a la majestad real. Además, el
príncipe a quien se les propone que voten es muy joven. ¿Qué saben de él sino que está en manos
de su madre, quien a su vez está en las de Lord Mortimer? Ahora bien, aunque se respeta y admira
al barón de Wigmore, antiguo Gran juez y vencedor en Irlanda; aunque su evasión, destierro,
vuelta, e incluso sus amores, hacen de el un héroe legendario; aunque para muchos es el libertador,
se teme su carácter, su dureza, su inclemencia; y le reprochan ya su rigor en el castigo, cuando, en
verdad, todas las ejecuciones de las últimas semanas han sido reclamadas por el pueblo. Los que lo
conocen temen sobre todo su ambición. ¿No deseará secretamente convertirse en rey? Por ser
amante de la reina está bien cerca del trono. Vacilan en entregarle el gran poder que va a poseer si
destronan a Eduardo II; y los debates continúan alrededor de las lámparas de aceite y de las
candelas, entre vasos de estaño llenos de cerveza, y los interlocutores se van a acostar, muertos de
fatiga, i sin haber decidido nada.
Esta noche el pueblo inglés es soberano; pero, un poco asustado de serlo, no sabe a quien
entregar el ejercicio de esta soberanía.
La historia ha dado un paso imprevisto. Se disputa sobre cuestiones cuya misma discusión
significa que se han admitido nuevos principios. Un pueblo no olvida un precedente así, ni una
asamblea un tal poder que le ha caído; una nación no olvida haber sido, por su Parlamento, dueña,
un día, de su destino.
Al día siguiente, cuando monseñor Orletón toma de la mano al joven príncipe Eduardo y lo
presenta a los diputados reunidos de nuevo en Westminster, una inmensa ovación se eleva y rueda
por los muros, por encima de las cabezas.
-¡Lo queremos, lo queremos...!
Cuatro obispos, entre ellos el de Londres y el de York, protestan y argumentan sobre la
situación jurídica de los juramentos de homenaje y el carácter irrevocable de la consagración. Pero
el arzobispo Reynolds, a quien Eduardo había confiado el gobierno antes de huir, que desea
demostrar la sinceridad de su tardío asentimiento a la insurrección, exclama:
-Vox populi, vox Dei!
Y como si estuviera en el púlpito, predica sobre este tema durante un largo cuarto de hora.
Juan de Stratford, obispo de Winchester, redacta entonces y lee ante la asamblea los seis
artículos que consagran la caída de Eduardo II Plantagenet.
Primero, el rey es incapaz de gobernar; durante todo su reinado se ha dejado llevar por
detestables consejeros. Segundo, ha dedicado todo su tiempo a trabajos y ocupaciones indignos de
él y ha descuidado los asuntos del reino. Tercero, ha perdido a Escocia, Irlanda y la mitad de la
Guyena.
Cuarto, ha dañado a la Iglesia, encarcelando a sus ministros. Quinto, ha encarcelado,
desterrado, desheredado y condenado a muerte vergonzosa a muchos de sus grandes vasallos.
Sexto, ha arruinado el reino, es incorregible e incapaz de enmendarse.
Durante este tiempo, los burgueses de Londres, inquietos y divididos -¿no se había
declarado su obispo contra el destronamiento?-, se han reunido en el Guild Hall. Son más difíciles
de manejar que los representantes de los condados. ¿Quieren hacer fracasar al Parlamento? Roger
Mortimer, que por título no es nada y de hecho lo es todo, corre al Guild Hall, da las gracias a los
londinenses por su leal actitud y les garantiza el mantenimiento de las libertades consuetudinarias
de la ciudad. ¿En nombre de quién, en nombre de quién da estas garantías? En nombre de un
adolescente que todavía no es rey, que apenas acaba de ser designado por aclamación. El prestigio
de Mortimer y la autoridad de su persona causan efecto sobre los burgueses londinenses. Se le
llama ya lord protector. ¿De quién es protector? ¿Del príncipe, de la reina, del reino? Es lord
protector y basta; es el hombre promovido por la Historia, y en cuyas manos entregan todos su
parte de poder y de juicio.
Y sobreviene lo inesperado. El joven príncipe, que desde hace un instante parece que es el
rey; el pálido joven de largas cejas que ha seguido en silencio todos esos acontecimientos, y que al
parecer, solo soñaba en los azules ojos de la señora Felipa de Hainaut, declara a su madre, al lord
protector, a monseñor Orletón, a los lores obispos, a todos los que lo rodean, que no tomará la
corona sin el consentimiento de su padre y sin que este haya proclamado oficialmente su
abdicación.
El estupor se dibuja en los rostros, los brazos caen. ¿Qué? ¿Han sido en vano tantos
sacrificios? Algunos sospechan de la reina. ¿No habrá influido secretamente en su hijo, por una de
esas imprevisibles sinuosidades del afecto que se dan en las mujeres? ¿Ha habido alguna disputa
entre ella y el lord protector la noche en que todos debían tomar una determinación en conciencia?
Pero no; ha sido este muchacho de quince años, él sólo, quien ha reflexionado sobre la
importancia de la legitimidad del poder. No quiere presentarse como usurpador, ni tener el cetro
por voluntad de una asamblea, que podrá quitarle lo que le ha dado. Exige el consentimiento de su
antecesor. No es que sienta ternura hacia su padre; simplemente, lo juzga. Pero juzga a todos.
Desde hace años ha visto muchas cosas malas que lo han obligado a juzgar. Sabe que el
crimen no está enteramente de un lado y la inocencia de otro. Cierto que su padre ha hecho sufrir a
su madre, la ha deshonrado y despojado; pero, ¿qué ejemplo da ahora su madre con Lord
Mortimer? ¿Y si un día, por alguna falta que pudiera cometer, la señora Felipa obrara de la misma
manera? Y esos barones y obispos, que se encarnizan ahora con el rey Eduardo, ¿no ejercieron el
gobierno con él? Norfolk, Kent, sus jóvenes tíos, recibieron cargos, los obispos de Winchester y de
Lincoln negociaron en nombre del rey Eduardo. Los Despenser no estaban en todas partes y,
aunque mandaban, no ejecutaban ellos mismos sus propias órdenes. ¿Quién se arriesgó a negarse a
obedecer? El primo Lancaster Cuello-Torcido sí, ese tuvo valor; y también Lord Mortimer, que
pagó su rebelión con un largo encarcelamiento. Pero por solo estos dos, ¡cuántos obsequiosos
cortesanos empeñados ahora en cargar sobre su antiguo dueño las consecuencias de su servilismo!
A cualquier otro príncipe le hubiera embriagado ver, a su edad, que le brindaban, tendida
por tantas manos, una de las grandes coronas del mundo. Eduardo de Aquitania enarca sus largas
cejas, mira fijamente, se sonroja un poco por su audacia y se obstina en su decisión. Entonces
monseñor Orletón llama a los obispos de Winchester y de Lincoln, así como al gran chambelán
Guillermo de Blount; ordena sacar del Tesoro de la Torre el cetro y la corona, los hace poner en un
cofre sobre la albarda de una mula y, llevando consigo su traje de ceremonia, emprende la ruta de
Kenilworth para obtener la abdicación del rey.

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora