V
La espera.
Pasó el fin del otoño, y todo el invierno, y la primavera también y el comienzo del verano.
Lord Mortimer vio pasar sobre París las cuatro estaciones, espesarse la nieve en las estrechas calles,
cubrirse de nieve los tejados y los prados de Saint-Germain, abrirse las yemas de los árboles de las
orillas del Sena, y brillar el sol en la torre cuadrada del Louvre, en la redonda torre de Nesle y en la
aguda flecha de la SainteChapelle.
Un emigrado espera. Diríase que ese es su papel, casi su función. Espera que pase la mala
suerte, espera que la gente del país donde se ha refugiado termine de arreglar sus asuntos para que
finalmente se preocupe de los suyos. Pasados los primeros días de su llegada, en los que sus reveses
suscitaban la curiosidad, y todos quieren apoderarse de el como si fuera un animal de exhibición, la
presencia del emigrado se hace pronto molesta, casi fastidiosa. Parece ser portador de un mudo
reproche. No pueden atenderlo en todo momento; después de todo, el es quien solicita y debe tener
paciencia.
Por tanto, Roger Mortimer esperaba, como lo había hecho durante dos meses en Picardía, en
casa de su primo Juan de Fiennes, que la corte de Francia volviera a París; como había esperado
que monseñor de Valois encontrara, entre todas sus ocupaciones, un rato para recibirlo... Ahora
esperaba una guerra en Guyena, lo único que podía cambiar su destino.
Monseñor de Valois no había tardado en dar las órdenes. Oficiales del rey de Francia, tal
como había aconsejado Roberto, habían comenzado a señalar en Saint-Sardos, en las dependencias
en litigio del señorío de Sarlat, la cimentación de una fortaleza. Pero una fortaleza no se levantaba
en un día, ni siquiera en tres meses, y la gente del rey de Inglaterra no parecía haberse alarmado, al
menos al principio. Había que esperar que se produjeran incidentes.
Roger Mortimer aprovechaba su ocio para recorrer aquella capital que apenas había
entrevisto en un viaje realizado diez años antes, y para observar al gran pueblo de Francia, que
conocía tan mal. ¡Que nación tan rica y poblada, y cuán diferente de Inglaterra! A ambos lados del
mar la gente se creía semejante porque en los dos países la nobleza pertenecía al mismo tronco;
pero viendo las cosas de cerca se observaban muchas disparidades. La población del reino de Inglaterra con sus dos millones de almas, no llegaba a la décima parte del total de los súbditos del
rey de Francia, que alcanzaba la cifra de casi veintidós millones. Solo París tenía trescientos mil
habitantes, mientras que Londres no contaba más que cuarenta mil. ¡Y que bullicio en sus calles,
que actividad comercial e industrial, que gasto! Para convencerse bastaba pasearse por el Pont-au-
Change o a lo largo del muelle de los Orfevres, y escuchar el ruido que producían en las tiendas los
pequeños martillos que batían el oro; atravesar, tapándose la nariz, el barrio de la Grande
Boucherie, detrás del Chatelet, donde trabajaban los triperos y los matarifes; seguir la calle de
Saint-Denis, donde se encontraban los merceros; ir a palpar las telas en los grandes mercados de los
Pañeros... En la calle de los Lombardos, mas silenciosa, que Lord Mortimer ahora conocía bien, se
trataban grandes asuntos.
Cerca de trescientas cincuenta corporaciones y maestrías reglamentaban y dominaban la
vida de todos estos oficios; cada una tenía sus leyes, costumbres y fiestas, y prácticamente no había
día del año en que, después de oír misa y discutir en el locutorio, no se reunieran en un gran
banquete maestros y compañeros, ya se tratase de sombrereros, fabricantes de cirios, curtidores...
En la montaña de Sainte-Genevieve, todo un pueblo de clérigos y de doctores con bonete
disputaban en latín, y el eco de sus controversias sobre apologética o sobre los principios de
Aristóteles iba a originar nuevos debates en toda la cristiandad.
Los grandes barones y prelados, y muchos reyes extranjeros, tenían residencia en la ciudad
con una especie de corte. La nobleza frecuentaba las calles de la Cité, la galería de los merceros del
Palacio Real, los alrededores de los palacios de Valois, de Artois, de Borgoña y de Saboya. Cada
uno de estos palacios era como una representación permanente de los grandes feudos; los intereses
de cada provincia se concentraban allí. Y la ciudad crecía, crecía sin cesar, empujando sus arrabales
sobre jardines y campos, fuera del recinto amurallado de Felipe Augusto, que comenzaba a
desaparecer, tragado por las nuevas construcciones.
Si se salía un poco de París, se veía que la campiña era próspera. Simples porqueros o
vaqueros poseían una viña o un campo. Las mujeres empleadas en los trabajos agrícolas y en otros
trabajos tenían fiesta el sábado por la tarde, fiesta que les era pagada; por otra parte, en casi todos
los sitios el trabajo del sábado terminaba al tercer toque de vísperas. Las numerosas celebraciones
religiosas eran festivas, al igual que las fiestas de las corporaciones. Y sin embargo, la gente se
quejaba. ¿Cuales eran los principales motivos de queja? Las tallas, los impuestos, como en todo
tiempo y en todos los países y también el hecho de estar siempre bajo alguien de quien dependían.
Tenían la sensación de trabajar solamente para provecho del prójimo, sin poder disponer
verdaderamente de sí mismos o del fruto de su esfuerzo. A pesar de las ordenanzas de Felipe V, que
no se observaban de manera estricta, había en Francia muchos mas siervos que en Inglaterra, donde
la mayoría de los campesinos eran hombres libres, obligados, por otra parte, a formar en el ejército,
y tenían cierta representación en las asambleas reales. Esto ayudaba a comprender mejor que el
pueblo de Inglaterra hubiera exigido cartas a sus soberanos.
Por lo contrario, la nobleza de Francia no estaba tan dividida como la de Inglaterra; había en
ella muchos enemigos por cuestiones de intereses como el conde de Artois y su tía Mahaut, y se
formaban clanes, camarillas, pero la nobleza se cohesionaba cuando se trataba de sus intereses
generales o de la defensa del reino. La idea de nación era mas concreta y mas fuerte entre la
nobleza francesa.
La única verdadera semejanza que había en aquel tiempo entre los dos países se debía al
carácter de los dos reyes. Tanto en Londres como en París las coronas habían caído sobre hombres
débiles, ignorantes de la verdadera preocupación de la cosa pública, sin la cual el príncipe sólo lo es
de nombre.
Mortimer había sido presentado al rey de Francia, y lo había vuelto a ver en varias
ocasiones; no le fue posible formarse una alta opinión de aquel hombre de veintinueve años, a
quien los señores acostumbraban llamar Carlos el Hermoso, debido a que se parecía bastante a su
padre, pero que, bajo esta noble apariencia, no tenía ni pizca de talento.
-¿Habéis encontrado alojamiento apropiado, messire de Mortimer? ¿Está con vos vuestra
esposa? ¡Ah, como debéis de sentir estar sin ella! ¿Cuantos hijos os ha dado?
Poco mas o menos, estas eran las palabras que le había dirigido el rey al desterrado, y cada
vez que lo veía volvía a preguntarle: «¿Está con vos vuestra esposa? ¿Cuántos hijos habéis
tenido?», ya que había olvidado la respuesta. Sus preocupaciones parecían ser únicamente de orden
doméstico y conyugal. Su triste matrimonio con Blanca de Borgoña, cuya decepción aún sentía,
había quedado disuelto por una anulación en la que no hizo muy bella figura. Lo habían vuelto a
casar en seguida con María de Luxemburgo, joven hermana del rey de Bohemia, con el que Valois
estaba intentando precisamente aquellos días entenderse a propósito del reino de Arles. Ahora
María de Luxemburgo estaba encinta y Carlos el Hermoso la rodeaba de atenciones un poco tontas.
La incompetencia del rey no impedía que Francia se ocupara de los asuntos del mundo
entero. El Consejo gobernaba en nombre del rey; y monseñor de Valois, en el del Consejo. Se
aconsejaba de continuo al papado, y varios correos, que ganaban ocho libras y algunos denarios por
viaje -verdadero patrimonio- tenían por único trabajo llevar las cartas a Aviñón. Había otros para
Nápoles, Aragón o Alemania. Se prestaba gran atención a los asuntos de Alemania, ya que Carlos
de Valois y su cómplice Juan de Luxemburgo habían logrado que el Papa excomulgara al
emperador Luis de Baviera, con el fin de que la corona del Sacro Imperio pudiera ofrecerse... ¿a
quien? ¡A monseñor de Valois, naturalmente! Ese era su viejo sueño. Cada vez que el Sacro
Imperio quedaba vacante, monseñor de Valois presentaba su candidatura. ¡Cómo se acrecentaría el
prestigio de la cruzada si su organizador se veía convertido en emperador!
Pero no había que olvidar los problemas de Flandes, de ese Flandes que causaba
permanentes preocupaciones a la corona, ya porque la población se rebelaba contra su conde
cuando este se mostraba fiel al rey de Francia, ya porque el propio conde se oponía al rey para
satisfacer a la población. Por último, estaba Inglaterra, y Valois llamaba a Roger Mortimer cada vez
que se planteaba un problema por este lado.
Mortimer había alquilado su residencia cerca del palacio de Roberto de Artois, en la calle de
Saint-Germain-des-Pres, delante del palacio de Navarra. Gerardo de Alspaye, que lo seguía desde
su evasión de la Torre, gobernaba la casa, y el barbero Ogle hacia las veces de ayuda de cámara;
grupo que se engrosaba por otros desterrados ingleses, que habían tenido que salir de Inglaterra por
el odio de los Despenser. Uno era Juan Maltravers, señor inglés del partido de Mortimer,
descendiente como él de un compañero del Conquistador. Este Maltravers tenia la cara larga y
sombría, dientes enormes y cabellos lacios; guardaba cierta semejanza con su caballo. No era
compañero muy agradable y sobresaltaba a la gente con su risa nerviosa, casi de relincho, cuyo
motivo se ignoraba. Pero en el destierro no se puede elegir a los amigos: el infortunio común los
impone. Por Maltravers supo Mortimer que habían trasladado a su mujer al castillo de Skypton, en
el condado de York, acompañada de un séquito formado solamente por una dama, un escudero, una
lavandera, un criado y un paje, y que recibía trece chelines y cuatro denarios por semana para su
manutención y la de su gente; casi como en la prisión...
En cuanto a la reina Isabel, su situación era cada día mas penosa. Los Despenser le robaban,
la despojaban, la humillaban, con cuidadosa perfección en la crueldad. «Lo único que me queda es
la vida, y temo que se preparen a quitármela. Dad prisa a mi hermano para que me defienda», le
decía a Mortimer.
Pero el rey de Francia... «¿Está con vos vuestra esposa? ¿Tenéis hijos?»... se remitía a la
opinión de monseñor de Valois, que lo supeditaba todo al resultado de su acción en Aquitania. ¿Y
si mientras tanto los Despenser asesinan a la reina?
-No se atreverán -respondía Valois.
Mortimer iba a espigar nuevas noticias a casa del banquero Tolomei, quien le hacía pasar su
correo al otro lado de la Mancha. Los Lombardos tenían mejor red de comunicaciones que la corte,
y sus viajantes eran más hábiles para disimular los mensajes. De esta manera la correspondencia
entre Mortimer y el obispo Orleton era casi regular.
El obispo de Hereford había pagado caro su papel de promotor en la evasión de Mortimer,
pero era valeroso y se mantenía firme ante el rey. Primer prelado de Inglaterra a quien juzgaba una
jurisdicción laica, y apoyado además por todos los arzobispos del reino, que veían amenazados sus
privilegios, se había negado a responder a sus acusadores. Eduardo continuó el proceso, hizo
condenar a Orleton y ordenó la confiscación de sus bienes. Eduardo acababa de escribir al Papa
para solicitarle la deposición del obispo por rebelde; era preciso que monseñor de Valois
interviniera cerca de Juan XXII para impedir tal medida, cuya consecuencia hubiera sido llevar al
tajo la cabeza de Orleton.
La situación de Enrique Cuello-Torcido era confusa. Eduardo lo había nombrado conde de
Lancaster en marzo, devolviéndole los títulos y bienes de su hermano ejecutado, entre ellos el gran
castillo de Kenilworth. Poco después, al conocer una carta dirigida a Orleton en la que le daba
ánimos y pruebas de amistad, Eduardo había acusado a Cuello-Torcido de alta traición.
Cada vez que Mortimer visitaba a Tolomei, este no dejaba de decirle:
-Puesto que veis con frecuencia a los monseñores de Valois y de Artois y sois su amigo,
recordadles, os ruego, esas piezas de artillería que se acaban de probar en Italia y que serán de gran
utilidad en el asedio de las ciudades. Pueden proporcionarlas mi sobrino desde Siena, y los Bardi
desde Florencia. Son piezas de artillería más fáciles de colocar que las grandes catapultas de
balancín, y producen mas estragos. Monseñor de Valois haría bien en equipar con ellas su cruzada.
Al principio, las mujeres se habían interesado bastante por Mortimer, aquel extranjero de
bella estampa, vestido siempre de negro, austero, misterioso, que mordisqueaba la blanca cicatriz
que tenía en el labio. Le habían hecho contar veinte veces su evasión y, mientras hablaba, se veían
levantar los hermosos senos femeninos bajo las trasparentes gorgeras de lino blanco. Su voz grave,
casi ronca, que acentuaba inesperadamente ciertas palabras, emocionaba los corazones ociosos.
Repetidas veces Roberto de Artois había deseado lanzar al barón inglés sobre aquellos brazos que
solo deseaban abrirse; le había ofrecido también, si es que sentía preferencia por ellas, algunas
mujeres de mala fama, por pares o tríos para que distrajera sus preocupaciones. Sin embargo,
Mortimer no había cedido a ninguna tentación, y comenzaron a preguntarse cual era la causa de
aquella virtud, y si no tenía las costumbres de su rey.
Nadie podía imaginar la verdad: que este hombre que había apostado su salvación con la
muerte de un cuervo, había prometido no tocar mujer hasta volver a Inglaterra y recobrar sus
tierras, títulos y poder. Era voto de caballero, como hubiera podido hacerlo un Lanzarote, un
Amadis o un caballero del rey Arturo. Sin embargo, Roger Mortimer tuvo que confesarse, después
de tantos meses, que había hecho el voto un poco a la ligera, y que ello contribuía a agriarle el
humor.
Por fin, llegaron buenas noticias de Aquitania. El senescal del rey de Inglaterra en Guyena,
messire Basset (*) tanto mas puntilloso cuanto que su nombre Incitaba risa, comenzó a inquietarse
por la fortaleza que se levantaba en SaintSardos. Vio en ello una usurpación de los derechos de su
dueño el rey de Inglaterra y un insulto a su propia persona.
(*) Basset, perro pachón, de patas cortas y, a veces, torcidas.
Reunió tropas y entró de improviso en Saínt-Sardos, saqueó la aldea, apresó a los oficiales
encargados de vigilar los trabajos y los colgó en los postes que, con sus escudos de flores de lis,
señalaban la soberanía del rey de Francia. Messire Ralph Basset no iba solo en esta expedición; le
acompañaban varios señores de la región.
En cuanto se enteró Roberto de Artois, fue a buscar a Mortimer y lo llevó a casa de Carlos
de Valois. Monseñor de Artois desbordaba alegría y orgullo; reía más fuerte que de costumbre y
daba a sus familiares amigables manotazos que los enviaban contra la pared. ¡Al fin tenían un
pretexto, y surgido de su inventivo cerebro!
Inmediatamente se trató el asunto en el Consejo Privado; se hicieron las diligencias de
costumbre, y a los culpables del saqueo de Saint-Sardos se les intimó a presentarse ante el
Parlamento de Toulouse. ¿Irían a reconocer su desaguisado y someterse? Eso se temía.
Por suerte, uno de ellos, uno solo, Raymond Bernard de Montpezat, se negó a ir a la
convocatoria. No hacía falta mas. Se le condenó en rebeldía, y se confiscaron sus bienes, y Juan de
Roye, que había sucedido a Pedro-Hector de Galard en el cargo de gran maestre de los ballesteros,
fue enviado a Guyena con una pequeña escolta a detener al sire de Montpezat, apoderarse de sus
bienes y desmantelar su castillo. Sin embargo, fue sire de Montpezat quien se sobrepuso; hizo
prisionero al oficial real y exigió rescate para entregarlo. El rey Eduardo estaba ajeno a todo, pero
el caso se agravaba por la fuerza de las cosas. Y Roberto de Artois exultaba. ¡No se podía hacer
desaparecer a un gran maestre de ballesteros sin que siguieran graves consecuencias!
Se hicieron nuevas diligencias, esta vez ante el mismo rey de Inglaterra, acompañadas de
una amenaza de confiscación del ducado. A principios de abril, París vio llegar al conde de Kent,
hermanastro del rey Eduardo, acompañado por el arzobispo de Dublín; venían a proponer a Carlos
IV, para el arreglo de sus diferencias, que renunciara sencillamente al homenaje que le debía
Eduardo. Mortimer, que vio a Kent en aquella ocasión (sus entrevistas fueron corteses a pesar de la
difícil situación de ambos) le hizo ver la total inutilidad de su embajada. El mismo conde de Kent
estaba convencido de ello; y se había hecho cargo de su misión a disgusto. Regresó con la negativa
del rey de Francia, transmitida de manera despectiva por Carlos de Valois. La guerra maquinada
por Roberto de Artois estaba a punto de estallar.
Pero he aquí que aquellos días la nueva reina, María de Luxemburgo, murió de improviso
en Issoudon tras un aborto.
Decentemente no se podía declarar la guerra durante un duelo, y mas teniendo en cuenta que
el rey Carlos estaba muy abatido y casi incapacitado para presidir los Consejos. La desgracia
perseguía sin duda su destino de esposo. Primero engañado, luego viudo... Fue preciso que
monseñor de Valois abandonara todos sus problemas y se dedicara a encontrarle una tercera esposa
al rey, que se mostraba inquieto, malhumorado, y reprochaba a todos la falta de heredero en que se
encontraba el reino.
Mortimer tuvo que esperar pues a que se arreglara este asunto...
Carlos de Valois hubiera propuesto de buen grado a su sobrino una de sus hijas solteras, si
su edad hubiera estado de acuerdo; desgraciadamente hasta la mayor, la que había propuesto en
matrimonio al príncipe heredero de Inglaterra, no contaba ni doce años. Y Carlos el Hermoso no
estaba inclinado a esperar.
Quedaba otra prima hermana, hija de monseñor Luis de Evreux, ya fallecido, y sobrina de
Roberto de Artois. Esta Juana de Evreux no era una mujer espléndida, pero estaba bien formada y,
sobre todo, tenía edad para ser madre. Monseñor de Valois, para librarse de largas y difíciles
tentativas mas allá de las fronteras, indujo a toda la corte a que empujara a Carlos a aquella unión.
Tres meses después de la muerte de María de Luxemburgo se solicitó una nueva dispensa al Papa.
La boda se celebró el 5 de julio. Cuatro días antes, Carlos había decidido la confiscación de
Aquitania y Ponthieu por rebelión y falta de homenaje. El Papa Juan XXII, tal como creía que era
su misión siempre que se suscitaba un conflicto entre dos soberanos, escribió al rey Eduardo
solicitándole que fuera a prestar homenaje para eliminar al menos uno de los puntos en litigio. Pero
el ejército de Francia estaba ya en pie de guerra y se concentraba en Orleans, mientras que en los
puertos se equipaba una flota para atacar las costas inglesas.
Al mismo tiempo, el rey de Inglaterra había ordenado algunas levas en Aquitania, y messire
Ralph Basset reunía sus mesnadas y el conde de Kent volvía a Francia, para ejercer en el ducado la
tenencia que le había encomendado su hermanastro. ¿Se ponía en marcha el ejército? No, porque todavía era necesario que monseñor de Valois
corriera a Bar-sur-Aube para tratar con Leopoldo de Habsburgo de la elección al Sacro Imperio, y
cerrar un tratado por el cual Leopoldo se comprometía a no presentar su candidatura, mediante
determinadas sumas de dinero, pensiones y rentas fijadas ya para el caso de que Valois fuera
elegido emperador. Roger Mortimer seguía esperando...
Por fin, el 1º de agosto, con un calor sofocante que cocía a los caballeros en sus corazas
como en una marmita, Carlos de Valois, soberbio, pesado, con cimera y cota de oro por encima de
su armadura, se hizo subir al caballo. A sus lados llevaba a su segundo hijo, el conde de Alençon, a
su sobrino Felipe de Evreux, nuevo cuñado del rey, al condestable Gaucher de Châtillon, a lord
Mortimer de Wigmore y a Roberto de Artois, que, montado en un caballo adecuado a su estatura,
sobrepasaba a todo el ejército.
Monseñor de Valois, al partir para esta campaña, su segunda en Guyena, que había querido,
decidido y casi inventado, ¿estaba alegre, feliz, o simplemente satisfecho? Nada de eso. Estaba
rabioso, ya que Carlos IV se había negado a firmar su nombramiento de lugarteniente del rey en
Aquitania. Si alguno tenía derecho a este título, ¿no era Carlos de Valois? ¡Y en que situación
quedaba ante el conde de Kent, ese galancete, ese bebé... que había recibido la tenencia del rey
Eduardo!
Carlos el Hermoso, que era incapaz de decidir nada, tenía también negativas bruscas y
obstinadas para rehusar lo que se le pedía como más evidentemente necesario. Carlos de Valois
echó pestes de firme aquel día y no ocultaba a sus acompañantes la pobre opinión que tenía de su
sobrino y soberano. En realidad, ¿valía la pena de tomarse tanto trabajo en gobernar el reino en
nombre de aquel bobo coronado, de aquel ganso?
El anciano condestable Gaucher de Châtillon, que mandaba teóricamente el ejército, ya que
Valois no tenía nombramiento oficial, plegaba sus párpados de tortuga bajo el yelmo pasado de
moda. Era un poco sordo, pero a los setenta y cuatro años todavía hacía buena figura sobre el
caballo.
Lord Mortimer había comprado las armas en casa de Tolomei. Bajo la levantada visera del
casco se veían brillar sus ojos de duros reflejos, del mismo color que el acero. Como marchaba, por
culpa de su rey, en contra de su país, llevaba una cota de guerra de terciopelo negro, en señal de
luto. Jamás olvidaría la fecha de partida: era el 1º de agosto de 1324, festividad de San Pedro ad
Vincula, y hacía un año, día por día, que se había escapado de la Torre de Londres.
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los reyes malditos la loba de fracia
Historical Fictionesta el la 5 parte de la saga los reyes malditos todos los derechos son de el autor maurice duron