II.
La reina ultrajada.
El rojo cojín de terciopelo sobre el que la reina Isabel apoyaba sus pequeños pies estaba
desgastado hasta la trama; las borlas de oro de las cuatro puntas habían perdido el brillo; los lises de
Francia y los leones de Inglaterra, bordados en el tejido, se deshilachaban. Pero, ¿por que cambiarlo
y pedir otro, ya que el nuevo, en cuanto apareciera, serviría de apoyo a los zapatos bordados de
perlas de Hugh Despenser, el amante del rey? La reina miraba aquel viejo cojín que había
arrastrado por el suelo de todos los castillos del reino, una temporada en Dorset, otra en Norfolk, el
invierno en Warwick y este verano en Yorkshire, sin permanecer mas de tres días en el mismo
lugar. El 10 de agosto, hacía menos de una semana, la corte estaba en Cowick; ayer se habían
detenido en Eserick; actualmente acampaban, mas que se alojaban, en el priorato de Kirkham;
pasado mañana partirían para Lockton, para Pickering. Los escasos y polvorientos tapices, la
abollada vajilla, los gastados vestidos que formaban el equipo de viaje de la reina Isabel, serían
amontonados de nuevo en los cofres; desmontarían la cama de cortinas para volverla a montar en
otra parte; aquella cama tan deteriorada por el continuo transporte, que amenazaba derrumbarse y
en la que la reina hacía dormir a veces a su dama de compañía, lady Juana Mortimer y, en
ocasiones, a su primogénito, el príncipe Eduardo, temerosa de que si se quedaba sola pudieran
asesinarla. Los Despenser no se atreverían a apuñalarla ante los ojos del príncipe heredero... Y
seguía el recorrido a través del reino, de los verdes campos y de los tristes castillos.
Eduardo II quería darse a conocer a todos sus vasallos. Creía honrarlos con su visita, y con
algunas palabras amistosas intentaba ganarse su fidelidad en contra de los escoceses o del partido
galés. La verdad es que hubiera ganado mostrándose menos. Un leve desorden acompañaba sus
Pasos. Su ligereza en hablar de los asuntos de gobierno, que consideraba como una actitud de
desprendimiento soberano, contrariaba fuertemente a los señores, abades y notables, que iban a
exponerle los problemas locales. La intimidad de que hacía gala con su todopoderoso chambelán,
cuya mano acariciaba en pleno Consejo o durante la misa; sus risas escandalosas, las liberalidades
que de repente concedía a un pequeño empleado o a un joven palafrenero, estupefacto, confirmaban
los rumores escandalosos que habían llegado hasta las provincias, donde, al igual que en todas
partes, los maridos engañaban a sus esposas, pero con mujeres. Y lo que se murmuraba antes de su
llegada, se decía en voz alta en cuanto se marchaba. Bastaba que aquel hermoso hombre de barba
rubia y voluntad débil hiciera su aparición con la corona en la cabeza, para que se hundiera todo el
prestigio de la majestad real. Y los ambiciosos cortesanos que lo rodeaban conseguían hacerlo mas
odioso.
La reina asistía impotente a esta ambulante decadencia. Participaba de sentimientos
antagónicos: por una parte, su naturaleza verdaderamente real, heredada de un fuerte atavismo
capetino, se irritaba, se indignaba, sufría con esa degradación continua de la autoridad soberana;
pero al mismo tiempo la esposa ofendida, amenazada, herida, se regocijaba secretamente a cada
enemigo que se creaba el rey. No comprendía como había podido amar en otro tiempo, o al menos
esforzarse en amar, a un ser tan despreciable que la trataba de forma tan odiosa. ¿Por qué la
obligaban a realizar esos viajes y la mostraban, escarnecida como se veía, a todo el reino? ¿Creían
el rey y su favorito engañar a alguien y que la presencia de la reina daba a su relación un aspecto
inocente, o bien deseaban tenerla bajo vigilancia? ¡Cuanto hubiera preferido Isabel vivir en Londres
o en Windsor, o incluso en uno de los castillos que le habían concedido teóricamente, para esperar
un cambio de la suerte o simplemente la vejez! Y, sobre todo, ¡cuanto lamentaba que Tomas de
Lancaster y Roger Mortimer, grandes barones que eran verdaderos hombres no hubieran salido
triunfantes en su rebelión del año anterior...!
Levantó sus hermosos ojos azules hacia sire de Bouville, enviado de la corte de Francia, y le
dijo en voz baja:
-Desde hace un mes observáis mi vida, messire Hugo. No os pido que contéis estas miserias
a mi hermano, ni a mi tío de Valois. Cuatro reyes se han sucedido en el trono de Francia: mi padre,
el rey Felipe, que me casó por interés de la corona...
-¡Que Dios guarde su alma, señora, que Dios la guarde! -dijo con convicción, pero sin
levantar el tono, el grueso Bouville-. A ningún otro hombre he querido más, ni he servido con tanta
alegría.
-...luego mi hermano Luis, que ocupó el trono pocos meses; después mi hermano Felipe,
con el que no me llevaba bien pero a quien no le faltaba talento...
La cara de Bouville se enfurruñó un poco, como siempre que le hablaban del rey Felipe el
Largo.
-...por último, mi hermano Carlos, que reina actualmente -prosiguió la reina-. Todos han
conocido mi situación, y no han podido o no han querido hacer nada. Inglaterra sólo interesa a los
reyes de Francia en lo tocante a Aquitania. Una princesa de Francia en el trono inglés, porque al
mismo tiempo se convierte en duquesa de Aquitania, le supone una garantía de paz. Y si la Guyena
está en calma, poco les importa que su hija o hermana muera de vergüenza y de abandono al otro
lado del mar. Se lo digáis o no todo será igual; pero los días que habéis pasado a mi lado han sido
muy felices, ya que he podido hablar con un amigo; y bien habéis visto que pocos tengo. Sin mi
querida lady Juana, que se muestra constante en compartir mi infortunio, no tendría ninguno.
La reina pronunció estas palabras volviéndose hacia su dama de compañía, que estaba
sentada a su lado, Juana Mortimer, sobrina nieta del famoso senescal de Joinville, una gran mujer
de treinta y siete años, de franca mirada y limpias acciones.
Señora -respondió lady Juana-, más hacéis vos por mantener mi valor que yo por aumentar
el vuestro. Y os habéis expuesto mucho conservándome a vuestro lado desde que está mi esposo en
la cárcel.
Los tres interlocutores continuaron hablando a media voz, ya que el susurro, y la
conversación aparte, se habían hecho costumbre necesaria en aquella corte, en que nunca se estaba
a solas y donde la reina vivía rodeada de malquerencias.
En este momento tres doncellas, situadas en un rincón de la pieza, bordaban una colcha
destinada a lady Alienor Despenser, mujer del favorito, la cual, junto a una ventana abierta, jugaba
al ajedrez con el príncipe heredero. Un poco mas lejos, el segundo hijo de la reina, que había
cumplido siete años hacía tres semanas, se fabricaba un arco con una varita de avellano; y las dos
hijas, Isabel y Alienor, de cinco y dos años, sentadas en el suelo, se entretenían con muñecas de
trapo.
Mientras movía las piezas en el ajedrez de marfil, la Despenser no dejaba de espiar a la
reina y se esforzaba en adivinar su conversación. Esta mujer, de frente lisa y corta, ojos ardientes y
gesto irónico, sin ser desgraciada físicamente, estaba marcada por la fealdad que proviene de un
alma perversa. Era descendiente de la familia de Clare, y su carrera había sido bastante extraña:
cuñada del antiguo amante del rey, del caballero Gavestón, al que los barones dirigidos por Tomas
de Lancaster habían ejecutado hacía once años, era esposa del amante actual. Sentía una morbosa
delectación en favorecer los amores masculinos para satisfacer su deseo de dinero y sus ambiciones
de poder. Además era tonta: iba a perder su partida de ajedrez por el solo placer de gritar con tono
provocativo:
-¡Jaque a la reina... jaque a la reina!
Eduardo, príncipe heredero, que contaba once años, de cara fina y alargada, de carácter
reservado mas que tímido y que casi siempre tenía los ojos bajos, aprovechaba los menores fallos
de su contrincante y se afanaba por vencer.
La brisa de agosto enviaba por la estrecha ventana ráfagas de polvo caliente; cuando el sol
desapareciera, un húmedo frescor se instalaría de nuevo entre los espesos y sombríos muros del
priorato de Kírkham.
De la gran sala del cabildo, donde el rey celebraba su Consejo ambulante, surgía el alboroto
de numerosas voces.
-Señora, -dijo el conde de Bouville-, de buen grado os dedicaría todos los días que me
quedan de vida, si pudiera seros de alguna utilidad. Me complacería, os lo aseguro. Siendo viudo y
teniendo mis hijos colocados, ¿que me queda por hacer en este bajo mundo sino emplear mis
últimas fuerzas en servir a los descendientes del rey que fue mi bienhechor? Y a vuestro lado,
señora, es donde me encuentro mas cerca de el. Tenéis su grandeza de alma, su manera de hablar y
su belleza inmarcesible. Cuando murió, a los cuarenta y seis años, apenas aparentaba mas de
treinta. Vos seréis igual. Nadie diría que habéis tenido cuatro hijos...
Una sonrisa iluminó las facciones de la reina. Rodeada de tantos odios, le era agradable ver
en Bouville tal devoción hacia ella; humillada como mujer, escuchaba complacida alabar su
belleza, aunque el elogio viniera de un hombre grueso, canoso y con ojos de viejo perro fiel.
-Tengo ya treinta y un años, de los que quince he pasado de la manera que veis -dijo ella-.
Esos años tal vez no se marcan en la cara, pero dejan arrugas en el alma... Tambien a mí, Bouville,
me gustaría teneros a mi lado, si fuera posible.
-¡Ay, señora! Veo que mi misión toca a su fin, y sin gran éxito. El rey Eduardo me lo ha
dado a entender dos veces, y se ha sorprendido de que estuviera todavía aquí, ya que había
entregado al Lombardo al Parlamento del rey de Francia.
Porque el pretexto oficial de la embajada de Bouville era solicitar la extradición de un tal
Tomas Enrique, miembro de la importante compañía de los Scali de Florencia. Este banquero,
habiendo arrendado ciertas tierras de la corona de Francia, había obtenido considerables rentas, sin pagar lo que debía al Tesoro, y por último se había refugiado en Inglaterra. El asunto era grave;
pero Se podía haber arreglado por carta o enviando a una persona de menos categoría, sin que fuera
necesario el desplazamiento de un antiguo gran chambelán que tenía asiento en el Consejo Privado.
La verdad era que Bouville estaba encargado de proseguir otra negociación más difícil.
A monseñor Carlos de Valois, tío del rey de Francia y de la reina Isabel, se le había metido
en la cabeza el año anterior casar a una de sus últimas hijas, María, con el príncipe Eduardo,
heredero de Inglaterra. Monseñor de Valois -¿quién lo podía ignorar en Europa?- tenía siete hijas,
cuyo casamiento había sido para el motivo de grave preocupación. Sus siete hijas eran de tres
esposas, ya que monseñor de Valois, en el curso de su agitada existencia, había tenido la desgracia
de quedar viudo dos veces.
Había que tener la cabeza muy despejada para no confundirse con esta descendencia; y
saber, por ejemplo, cuando se hablaba de la señora Juana de Valois, si se trataba de la condesa de
Hainaut o de la condesa de Beaumont, es decir de la mujer, desde hacía cinco años, de Roberto de
Artois. Para complicarlo mas, dos hijas llevaban el mismo nombre. En cuanto a Catalina, heredera
del trono fantasma de Constantinopla, hija del segundo matrimonio, estaba casada con el príncipe
de Acaya, Felipe de Tarento, que era hermano mayor de la primera mujer de su padre. ¡Un
verdadero rompecabezas!
Ahora, monseñor de Valois proponía la boda de la hija mayor de su tercer matrimonio con
su sobrino nieto de Inglaterra.
Monseñor de Valois había enviado a principios de año una misión compuesta por el conde
Enrique de Sully, Raul Servain de Jouy y Roberto Bertrand, llamado «el caballero del Verde
León». Estos embajadores, a fin de granjearse la amistad del rey Eduardo II, lo habían acompañado
en una expedición contra los escoceses. En la batalla de Blackmore los ingleses emprendieron la
fuga, y los embajadores franceses cayeron en manos del enemigo. Cuando, después de tan
desagradables aventuras, se vieron libres, Eduardo les había respondido, de manera dilatoria y
evasiva, que el matrimonio de su hijo no podía resolverse tan rápidamente, que era algo demasiado
importante para decidirlo sin consejo del Parlamento, y que este se reuniría en junio para discutirlo.
Quería ligar este asunto con el homenaje que debía rendir al rey de Francia por el ducado de
Aquitania... Luego, el Parlamento convocado ni siquiera se había ocupado de la cuestión.
Monseñor de Valois, impaciente, aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para
enviar al conde de Bouville, cuya devoción a la familia capetina no podía ponerse en duda y que, a
falta de talento, tenía buena experiencia en tales misiones. Bouville había negociado en Nápoles,
según instrucciones de monseñor de Valois, el segundo matrimonio de Luis X con Clemencia de
Hungría; después de la muerte del Turbulento había sido curador del vientre de la reina; pero no le
gustaba hablar de ese periodo. Había realizado también varias misiones en Aviñón, cerca de la
Santa Sede; y su memoria era excelente en lo relativo a los lazos familiares, infinitamente
complicados, que formaban la red de alianzas de las casas reales. El buen Bouvílle se sentía muy
decepcionado por tener que regresar con las manos vacías.
-Monseñor de Valois -dijo- se va a encolerizar, puesto que ya ha solicitado dispensa a la
Santa Sede para este matrimonio...
-He hecho lo que he podido, Bouville -dijo la reina-, y con ello podéis juzgar la importancia
que me conceden... sin embargo, siento menos pesar que vos; no deseo que otra princesa de mi
familia sufra lo que yo sufro aquí.
-Señora -respondió Bouville bajando mas la voz-, ¿dudáis de vuestro hijo? Gracias a Dios,
parece haber salido mas a vos que a su padre. Os vuelvo a ver a su misma edad, en el jardín del
palacio de la Cité, o en Fontainebleau...
Le interrumpieron. Se abrió la puerta para dar paso al rey de Inglaterra. Entró apresurado, la
cabeza echada hacia atrás y acariciándose la rubia barba con gesto nervioso, lo cual en el era señal
de irritación. Le seguían sus consejeros habituales, es decir, los dos Despenser, padre e hijo; el canciller Baldock, el conde de Arundel y el obispo de Exeter. Los dos hermanastros del rey, condes
de Kent y de Norfolk, jóvenes por los que corría sangre francesa, ya que su madre era hermana de
Felipe el Hermoso, formaban parte de su séquito, pero a desgana. La misma impresión causaba
Enrique de Leicester, personaje bajo y cuadrado, de grandes ojos claros, apodado Cuello-Torcido a
causa de una deformación en la nuca y hombros que le obligaba a llevar la cabeza completamente
de través, y dificultaba enormemente la labor de los armeros encargados de forjar sus corazas.
Apretujándose en el derrame de la puerta se veían algunos eclesiásticos y dignatarios locales.
-¿Sabéis la noticia, señora? -exclamó el rey Eduardo dirigiéndose a la reina-. Seguro que os
va a alegrar. Vuestro Mortimer se ha escapado de la Torre.
Lady Despenser se sobresaltó ante el tablero del ajedrez y lanzó una exclamación indignada,
como si la fuga del varón de Wigmore fuera para ella un insulto personal.
La reina Isabel no cambió de actitud ni de expresión; solamente parpadeó un poco mas de
prisa de lo corriente, y su mano buscó furtivamente a lo largo de los pliegues de su vestido, la mano
de Lady Juana Mortimer, como para invitarla a mantenerse fuerte y en calma. El grueso Bouville se
había levantado y se mantenía aparte, considerándose ajeno a aquel asunto que concernía
únicamente a la corona inglesa.
-No es mi Mortimer, Sire -respondió la reina-. Lord Roger es súbdito vuestro, creo yo, antes
que mío, y no soy responsable de los actos de vuestros barones. Vos lo teníais en prisión, y el ha
procurado escapar; es lo corriente.
-¡Ah! Con esas palabras demostráis bien a las claras que aprobáis su proceder. ¡Dejad, pues,
manifestar vuestro júbilo, señora! Desde que ese Mortimer se dignó mostrarse en mi Corte no
tuvisteis ojos mas que para él. No cesasteis de alabar sus méritos, y todas las felonías que me hacía
las considerábais como prueba de su nobleza de alma.
-¿No fuisteis vos mismo, Sire esposo mío, quien me enseñasteis a quererlo cuando
conquistaba, en vuestro lugar y con peligro de su vida, el reino de Irlanda, que, al parecer, vos
tenéis tanta dificultad en mantener sin su ayuda? ¿Era eso felonía?
Desarmado Eduardo por este ataque, lanzó a su mujer una maligna mirada y no supo qué
responder.
-Sin ninguna duda, vuestro amigo corre ahora hacia vuestro país.
El rey, mientras hablaba, caminaba a lo largo de la pieza, para dar escape a su inútil
agitación. Las joyas que llevaba sujetas a su traje bailoteaban a cada uno de sus pasos; y los
asistentes movían la cabeza de izquierda a derecha, como en un partido de pelota, para seguir sus
desplazamientos. El rey Eduardo era ciertamente un hombre muy hermoso, musculoso, ágil,
flexible, cuyo cuerpo, habituado a los ejercicios y a los juegos, llevaba muy bien sus casi cuarenta
años: una constitución de atleta. Sin embargo, observándole con mas atención, sorprendía la falta
de arrugas en la frente, como si las preocupaciones del poder no le hubieran hecho mella; las bolsas
que comenzaban a formarse bajo sus ojos, el dibujo borroso de las fosas nasales, la forma alargada
de la barbilla bajo la barba rizada, barbilla no enérgica ni autoritaria, ni siquiera sensual, sino
simplemente demasiado grande y caída. Había veinte veces mas voluntad en la pequeña mandíbula
de la reina que en la ovoide del monarca, cuya debilidad ni la sedosa barba lograba encubrir. La
mano, fofa, que deslizaba por la cara, palmoteaba el aire sin motivo alguno y volvía a tirar de una
perla cosida en los bordados de la cota. Su voz, que creía imperiosa, solo daba la impresión de falta
de control. Su ancha espalda tenía desagradables ondulaciones desde la nuca hasta los riñones,
como si la espina dorsal careciera de consistencia. Eduardo no perdonaba a su mujer que le hubiera
aconsejado un día no mostrar la espalda a los barones si quería inspirarles respeto. Sus rodillas
estaban bien hechas; sus piernas eran bellas. Esto era lo mejor que poseía este hombre tan poco
hecho para su cargo, sobre quien había caído una corona por verdadero descuido de la suerte.
-¿No tengo bastantes inquietudes, no tengo bastante tormento? -continuó-. Los escoceses
amenazan sin cesar mis fronteras, invaden mi reino; y cuando les hago frente, huyen mis ejércitos.
¿Como voy a vencerlos si mis obispos se alían con ellos para tratar sin mi consentimiento, si tengo
tantos traidores entre mis vasallos, y mis barones de las Marcas levantan tropas contra mí,
basándose siempre en el principio de que poseen sus tierras por su espada, siendo así que desde
hace veinticinco años la cuestión fue juzgada y reglamentada de distinta manera por el rey Eduardo
mi padre? Pero ya se ha visto en Shrewsbury y en Boroughbridge lo caro que cuesta revelarse
contra mí, ¿verdad, Leicester?
Enrique de Leicester asintió con la cabeza; era una manera poco cortés de recordarle la
muerte de su hermano Tomás de Lancaster, decapitado dieciséis meses antes, al mismo tiempo que
eran colgados veinte grandes señores.
-En efecto, Sire esposo mío, se ha visto que las únicas batallas que podéis ganar son contra
vuestros propios barones -le espetó Isabel.
Eduardo le dirigió de nuevo una mirada de odio. «¡Que valor -pensó Bouville-, que valor
tiene esta noble reina!»
-Y no es justo decir que se os opusieron por el derecho de su espada -prosiguió Isabel-. ¿No
fue mas bien por los derechos del condado de Gloucester, que vos quisisteis entregar a messire
Hough?
Los dos Despenser se acercaron uno al otro como para acometer. Lady Despenser se irguió;
era hija del difunto conde de Gloucester. Eduardo II golpeo el suelo con el pie. La reina estaba
demasiado irritante, pues no abría la boca mas que para mostrarle sus errores y faltas de gobierno.
-Yo entrego los grandes feudos a quien quiero, señora. Los entrego a quien me quiere y me
sirve -exclamó Eduardo, poniendo la mano sobre el hombro del joven Hugh-. ¿En quién otro me
podría apoyar? ¿Dónde están mis aliados? Vuestro hermano de Francia, señora, que debería
comportarse como si lo fuera mío, ya que, después de todo, con esta esperanza me comprometí, a
tomaros como esposa, ¿qué ayuda me aporta? Me requiere a que le rinda homenaje por Aquitania,
esa es toda su ayuda. ¿Y donde me envía su requerimiento? ¿A Guyena? ¡No tal! Me lo envía aquí,
a mi reino, como si despreciara las costumbres feudales, o quisiera ofenderme. ¿No cabe pensar que
considera feudataria a toda Inglaterra? Al principio rendí ese homenaje, y demasiadas veces. La
primera a vuestro padre, cuando faltó poco para asarme en el incendio de Maubuisson; luego, a
vuestro hermano Felipe, cuando fui a Amiens. Dada la frecuencia, señora, con que mueren los
reyes de vuestra familia, tendré que instalarme en el Continente.
En el fondo de la pieza, los señores, obispos y notables de Yorkshire se miraban entre sí,
aterrados de esta cólera sin fuerza que se alejaba tanto de su finalidad; la cual les revelaba, al
mismo tiempo que las dificultades del reino, el carácter del rey. ¿Era, pues, este, el soberano que les
pedía subsidios para el Tesoro, aquel a quien debían obediencia en todo y arriesgar su vida cuando
los requiriera para combatir? Lord Mortímer había tenido, ciertamente, razones de peso para
rebelarse...
Los mismos consejeros íntimos estaban incómodos, a pesar de que conocían esta costumbre
del rey, que se encontraba incluso en su correspondencia, de pasar lista a todas las dificultades del
reino a cada nuevo trastorno que sobrevenía.
El canciller Baldock se frotaba maquinalmente la nuez en el punto donde terminaba su traje
de arcediano. El obispo de Exeter, Lord tesorero, se mordía la uña del pulgar y observaba a sus
vecinos con mirada taimada. Solo el joven Hugh Despenser, demasiado ensortijado, engalanado y
perfumado para un hombre de treinta años, mostraba satisfacción. La mano del rey colocada en su
hombro daba muestras claramente a todos de su importancia y poder.
Con su nariz pequeña y fruncida, sus labios recortados, bajando y levantando la mandíbula
como si fuera un caballo a punto de piafar, aprobaba cada declaración de Eduardo con un pequeño
carraspeo, y su rostro parecía decir: «Esta vez la copa está colmada, y vamos a tomar severas
medidas.» Era delgado, alto, bastante estrecho de pecho y tenía una piel delicada, propensa a las
inflamaciones.
Messíre de Bouville -dijo de repente el rey Eduardo, volviéndose hacia el embajador-,
decid a monseñor de Valois que el matrimonio que nos ha propuesto, y cuyo honor apreciamos,
decididamente no se celebrará. Tenemos otros proyectos para nuestro primogénito. Y se terminará
de una vez con la deplorable costumbre de que los reyes de Inglaterra elijan sus esposas en Francia,
sin que ello les reporte beneficio alguno.
El gordinflón de Bouville empalideció ante la afrenta, y se inclinó. Dirigiendo a la reina una
mirada desolada salió de la estancia.
Primera y bien Imprevista consecuencia de la evasión de Roger Mortimer: el rey de
Inglaterra rompía con las alianzas tradicionales. Con esta decisión quiso herir a su esposa, pero al
mismo tiempo hirió a sus hermanastros Norfolk y Kent, cuya madre era francesa. Los dos jóvenes
se volvieron hacia su primo Cuello-Torcido, quien se encogió ligeramente de hombros con un
movimiento de resignada indiferencia. El rey, irreflexivamente, acababa de enajenarse para siempre
la amistad del poderoso conde de Valois, de quien todos sabían que gobernaba a Francia en nombre
de su sobrino Carlos el Hermoso.
El joven príncipe Eduardo, que continuaba junto a la ventana, inmóvil y silencioso,
observaba a su madre y juzgaba a su padre.
Después de todo, se trataba de su matrimonio, y no podía decir nada. Pero si le hubieran
solicitado que mostrara su preferencia entre su sangre inglesa y francesa, se hubiera inclinado por
ésta.
Los otros tres infantes más jóvenes habían dejado de jugar, y la reina hizo una señal a las
doncellas para que se los llevaran.
Luego, con la mayor calma, clavando los ojos en los del rey, dijo:
-Cuando un esposo odia a su esposa, es natural que la haga responsable de todo.
Eduardo no era hombre capaz de responder directamente.
-¡Toda la guardia de la Torre está emborrachada, el teniente ha huido con ese felón, y mi
condestable está gravemente enfermo a causa de la droga que le han dado! -gritó-. ¡A no ser que el
traidor finja la enfermedad para evitar el castigo que merece! Porque su misión era vigilar que mi
prisionero no se escapara. ¿Lo oís, Winchester?
Hugh Despenser el padre, que era responsable del nombramiento del condestable Seagrave,
se inclinó al paso de la tormenta. Tenía el espinazo estrecho y delgado, con cierto arqueo en parte
natural y en parte adquirido en su larga carrera de cortesano. Sus enemigos lo llamaban «la
comadreja». La codicia, la envidia, la cobardía, el egoísmo, las trapacerías, añadidos a la
delectación que dan estos vicios a quienes son sus víctimas, parecían haberse alojado en las arrugas
de su rostro y bajo sus párpados enrojecidos. Sin embargo, no carecía de valor; pero no tenía
buenos sentimientos mas que para su hijo y algunos escasos amigos, entre los cuales se contaba
precisamente Seagrave.
-My Lord -dijo con voz tranquila-, estoy seguro de que Seagrave no es culpable de nada...
-Es culpable de negligencia y pereza; es culpable de haberse dejado engañar; es culpable de
no haber adivinado el complot que se tramaba en sus narices; tal vez, es culpable de mala suerte...
Yo no perdono la mala suerte. Wínchester, aunque Seagrave sea uno de vuestros protegidos, será
castigado; así no se dirá que no mantengo en equilibrio la balanza y que mis favores solo van a
vuestros amigos. Seagrave reemplazará a Mortimer en la prisión; de este modo sus sucesores
aprenderán a vigilar con mas cuidado. Así es, hijo mío, como se gobierna -agregó el rey
deteniéndose ante el heredero del trono.
El niño levantó la vista hacia él y la bajó en seguida.
El joven Hugh, que sabía como desviar la cólera del rey, inclinó la cabeza hacia atrás y,
mirando las vigas del techo, dijo: Quien de verdad se burla de vos, cher Sire, es el otro felón, el obispo Orletón, que lo ha
preparado todo y parece temeros tan poco que ni siquiera se ha tomado la molestia de huir o de
esconderse.
Eduardo miró al joven Hugh con reconocimiento y admiración. ¿Como no iba a
emocionarse al ver el perfil, las hermosas actitudes que Hugh adoptaba para hablar, su voz alta y
bien modulada, y luego aquella manera a la vez tierna y respetuosa de decir cher Sire, a la francesa
como hacía en otro tiempo el gentil Gavestón, a quien habían matado los barones y obispos...? Sin
embargo, Eduardo era ahora un hombre maduro, conocedor de la maldad de los hombres, y que
sabía que nada ganaba con transigir. No lo separarían de Hugh, y todos los que se opusieran serían
castigados, uno a uno, sin piedad.
-Os anuncio, mis lores, que el obispo Orletón será llevado ante el Parlamento para que sea
juzgado y condenado.
Eduardo se cruzó de brazos y levantó la cabeza para comprobar el efecto que habían
producido sus palabras. El arcediano-canciller y el obispo-tesorero, aunque eran los peores
enemigos de Orletón, se sobresaltaron por solidaridad de eclesiásticos.
Enrique Cuello-Torcido, hombre prudente y ponderado, que, pensando en el bien del reino,
no podía dejar de llevar al rey al camino de la razón, le hizo observar que un obispo sólo podía ser
llevado ante la jurisdicción eclesiástica constituida por sus iguales.
-Todo es cuestión de empezar, Leicester. Que yo sepa, el santo Evangelio no enseña a
conspirar contra los reyes. Puesto que Orletón olvida lo que hay que dar al César, el César se
acordará por el. Esto es también uno de los favores que debo a vuestra familia, señora -continuó el
rey, dirigiéndose a Isabel-, ya que fue vuestro hermano Felipe V quien, contra mi voluntad, hizo
nombrar por su Papa francés, a Adán Orletón obispo de Hereford. ¡Está bien! Será el primer
prelado condenado por la justicia real y su castigo servirá de ejemplo.
-En otro tiempo Orletón no os fue hostil, primo mío -insistió Cuello-Torcido-, y no hubiera
tenido motivo a no ser por vuestra oposición, o de alguien de vuestro Consejo, a que el Padre Santo
le concediera la mitra. Es hombre de gran saber y fuerte de espíritu. Tal vez ahora podríais, puesto
que es culpable, ganarlo más fácilmente con un acto de clemencia que con una acción justiciera, la
cual, al lado de todas vuestras dificultades, atizará la hostilidad del clero.
-¡Clemencia, misericordia! Siempre que se burlan de mi, cada vez que me provocan, cada
vez que me traicionan, vos no pronunciáis otras palabras, Leicester. Me suplicaron -y cometí una
gran equivocación al escucharlos-, me suplicaron que concediera gracia al barón de Wigmore.
Confesad que si me hubiera comportado con el como lo hice con vuestro hermano, ese rebelde no
estaría ahora recorriendo los caminos.
Cuello-Torcido se encogió de hombros, cerró los ojos e hizo un gesto de cansancio. Era
irritante aquella costumbre de Eduardo, que el creía real, de llamar a los miembros de su familia o a
sus principales consejeros por el nombre de sus condados, y de dirigirse a su primo hermano,
gritándole: Leicester, en lugar de decirle simplemente «primo mío», como hacía toda la familia
real, incluso la misma reina. Y era de pésimo gusto recordar en cada ocasión la muerte de Tomás de
Lancaster como si fuera una gloria para él. ¡Ah!, ¡que extraño hombre y que mal rey que imaginaba
poder decapitar a sus parientes sin levantar resentimientos; que creía que un abrazo bastaba para
hacer olvidar una muerte; que exigía adhesión a los que había herido, y quería encontrar fidelidad
en todos, mientras que el no rezumaba mas que cruel inconsecuencia.
-Sin duda tenéis razón, my Lord -dijo Cuello-Torcido-, y puesto que vos reináis desde hace
dieciséis años, debéis de saber ajustar vuestros actos. Entregad, pues, a vuestro obispo al
Parlamento. Yo no pondré obstáculos.
Y, entre dientes, para que solo lo oyera el joven conde de Norfolk, añadió:
-Mi cabeza está de través, es verdad, pero quiero conservarla donde se encuentra.
Porque es burlarse de mí, y vos estaréis de acuerdo conmigo -continuó Eduardo abanicando
el aire con la mano-, horadar los muros y evadirse de una torre que yo mismo hice construir para
que no se escapara nadie.
-Tal vez, Sire esposo mío -dijo la reina-, cuando la construíais estabais mas atento a la
gentileza de los albañiles que a la solidez de la piedra.
Cayó un repentino silencio sobre los asistentes. La punzada era imprevista y brutal. Todos
contuvieron la respiración y miraron, unos con deferencia, otros con odio, a aquella mujer de
frágiles formas, erguida en su asiento, sola, que arremetía de tal manera. Con la boca entreabierta
descubría sus finos dientes, apretados dientes carniceros y bien cortantes. Isabel estaba
visiblemente satisfecha del golpe que había asestado.
El joven Hugh enrojeció; su padre fingió no haber oído.
Eduardo se vengaría, desde luego; pero ¿de que manera? La respuesta tardaba en llegar. La
reina observaba las gotas de sudor que perlaban las sienes de su marido. Nada repugna tanto a una
mujer como el sudor de un hombre a quien ha dejado de querer.
-Kent -gritó el rey-, os hice guardián de los Cinco Puertos y gobernador de Douvres. ¿Qué
guardáis en este momento? ¿Por qué no estáis en las costas que se hallan bajo vuestro mando, desde
donde nuestro felón intentará escapar?
-Sire hermano mío -dijo el conde de Kent, estupefacto-, vos me ordenasteis acompañaros en
vuestro viaje...
-Pues bien, ahora os ordeno salir hacia vuestro condado, dar una batida por los burgos y
campos en busca del fugitivo y velar vos mismo que se inspeccionen todos los barcos que se hallan
en los puertos.
-Que pongan espías en los buques y que apresen al mencionado Mortimer, vivo o muerto, si
sube a uno de ellos -dijo el joven Hugh.
-Muy bien aconsejado, Gloucester -aprobó Eduardo-. En cuanto a vos, Stapledon...
El obispo de Exeter se quitó el pulgar de los dientes y murmuró:
-My Lord...
-Vais a volver rápidamente a Londres. Iréis a la Torre a comprobar el Tesoro, que es vuestra
misión, y tomaréis la Torre bajo vuestro mando y vigilancia hasta que se nombre un nuevo
condestable. Baldock extenderá ahora mismo para uno y otro, las órdenes que harán que os
obedezcan.
Enrique Cuello-Torcido, con la mirada puesta en la ventana y la oreja apoyada en el
hombro, parecía soñar. Calculaba... Calculaba que habían pasado seis días desde la evasión de
Mortimer, que al menos serían necesarios ocho mas para que empezaran a ejecutarse las órdenes, y
que de no ser loco, y evidentemente Mortimer no lo era, seguramente habría salido del reino. Se
alegraba de haberse solidarizado con la mayoría de los obispos y señores que después de
Boroughbridge, consiguieron salvar la vida del barón de Wigmore. Porque ahora que este se había
escapado, tal vez la oposición a los Despenser volvería a encontrar el jefe que le faltaba desde la
muerte de Tomás de Lancaster, un jefe todavía mas eficaz, mas hábil y mas fuerte de lo que había
sido este...
La espalda del rey se curvó; Eduardo giró sobre sus talones para enfrentarse de nuevo con
su mujer.
-Sí, señora, os considero con toda justicia responsable. ¡Y en primer lugar, dejad esa mano
que no habéis dejado de apretar desde que he entrado! ¡Dejad la mano de Lady Juana! -gritó
Eduardo dando una patada en el suelo-. Mantener a vuestro lado tan ostensiblemente a la esposa de
un traidor es garantizar a este. Los que han ayudado a la evasión de Mortimer sabían bien que
contaban con la aprobación de la reina... además, nadie escapa sin dinero; las traiciones se pagan,
los muros se horadan con oro. El camino es fácil: de la reina a su dama de compañía, de la dama de
compañía al obispo, del obispo al rebelde. Tendré que examinar mas de cerca vuestro tesoro.
Sire esposo mío, me parece que mi tesoro está bien vigilado -dijo Isabel, señalando a Lady
Despenser.
El joven Hugh parecía haberse desinteresado de repente del asunto. La cólera del rey se
volvía, como de costumbre, contra la reina, y Hugh se sentía un poco mas triunfante, Cogió un libro
que Lady Mortimer leía a la reina antes de que entrara el conde de Bouville. Era una colección de
endechas de María de Francia; la cinta de seda señalaba esta estrofa:
Ni en Lorena ni en Borgoña,
Ni en Anjou ni en la Gascuña,
No se podía encontrar
Tan apuesto caballero;
Ni existía bajo el cielo
Tierna doncella o gran dama.
Por noble que fuera o bella,
Que amores de él no quisiera.
«Francia, siempre Francia... No leen mas que cosas de ese país -se decía Hugh-. ¿Y quien es
ese caballero con el que sueñan? Mortimer, sin duda ... »
-My Lord, yo no vigilo las limosnas -dijo Alienor Despenser.
El favorito levantó la vista y sonrió. Felicitaría a su mujer por aquella observación.
-Veo que también habré de renunciar a las limosnas -dijo Isabel-. Pronto no me quedará
nada de reina, ni siquiera la caridad.
-Y deberéis también, señora, por el amor que me tenéis, y que todos ven -prosiguió
Eduardo-, separaros de Lady Mortimer; ya que ahora nadie en el reino comprendería que se
quedara junto a vos.
Esta vez, la reina palideció y se apoyó ligeramente en su asiento. Las bellas manos de Lady
Mortimer comenzaron a temblar.
-Una esposa, Eduardo, no puede creerse que participe en todos los actos de su esposo. Yo
soy un claro ejemplo. Creed que Lady Mortimer esta tan apartada de las faltas de su marido como
yo lo estaría de vuestros pecados, si los cometierais.
Pero esta vez el ataque no tuvo éxito.
-Lady Juana irá al castillo de Wigmore, donde quedará bajo la vigilancia de mi hermano
Kent, y eso hasta que decida el uso que haré de los bienes de un traidor, cuyo nombre solo se
pronunciará ante mi para dictar su sentencia de muerte. Confío, Lady Juana, que preferiréis ir a
vuestra residencia de buen grado mejor que a la fuerza.
-Comprendo que me quieren dejar completamente sola -dijo Isabel.
-¿Qué habláis de soledad, señora? -dijo el joven Hugh con su hermosa voz modulada-. ¿No
somos todos vuestros fieles amigos, siéndolo del rey? Y la señora Alienor, mi devota esposa, ¿no es
vuestra constante compañera? Tenéis aquí un bonito libro -añadió, mostrando el volumen-, y
bellamente iluminado. ¿Me haréis la gracia de prestármelo?
-Naturalmente, naturalmente, la reina os lo presta -dijo el rey-. ¿No es verdad, señora, que
nos hacéis el placer de prestar este libro a nuestro amigo Gloucester?
-De buen grado, sire esposo mío, de buen grado. Cuando se trata de nuestro amigo
Despenser, ya sé lo que significa prestar. Hace diez años que le presté mis perlas y podéis ver que
las lleva todavía al cuello.
No se intimidaba, pero el corazón le latía con fuerza en el pecho. En adelante tendría que
soportar sola las continuas vejaciones. Si un día conseguía vengarse, no se olvidaría de nada.
El joven Hugh puso el libro sobre un cofre, e hizo una señal de inteligencia a su mujer. Las
endechas de María de Francia irían a reunirse con el broche de oro con leones de pedrería, las tres coronas de oro, las cuatro coronas enriquecidas con rubíes y esmeraldas, las ciento veinte cucharas
de plata, las treinta fuentes, los diez jarros de oro, los adornos de habitación en paño, de oro
rombeado, el carro de seis caballos, la ropa blanca, las fuentes de plata, los arneses, los ornamentos
de la capilla, objetos todos ellos maravillosos, obsequio de su padre o de sus parientes, que habían
formado parte de sus regalos de boda, y que habían pasado a manos de los amantes del rey, primero
a las de Gavestón y luego a las de Despenser. ¡Hasta el gran manto de paño de Turquía, todo
bordado, que había lucido el día de su boda, le había sido quitado!
-Vamos, mis lores -dijo el rey palmoteando-, acudid presurosos a las tareas que os he dado,
y que cada uno cumpla con su deber.
Era la expresión habitual, una fórmula que creía muy de rey, con la que señalaba el fin de
sus Consejos. Salió, seguido de su séquito; y la estancia quedó vacía.
Las sombras comenzaban a descender sobre el claustro del priorato de Kirkham; con las
sombras, entraba un poco de frescor por las ventanas. La reina Isabel y Lady Mortimer no se
atrevián a decir palabra por temor a echarse a llorar. ¿Volverían a verse, y que suerte les reservaba
el destino?
El joven príncipe Eduardo, con los ojos bajos, fue a colocarse silenciosamente detrás de su
madre como si quisiera reemplazar a la amistad que quitaban a la reina.
Lady Despenser se acercó a buscar el libro que había complacido a su marido, un hermoso
libro encuadernado de terciopelo realzado de pedrería. Hacía tiempo que la obra excitaba su
codicia. Cuando iba a cogerlo, el joven príncipe Eduardo le apartó la mano.
-¡Ah, no, mala mujer, no lo tendréis todo! -exclamó.
La reina separó la mano del príncipe, cogió el libro y lo tendió a su enemiga. Luego, se
volvió a su hijo, y le dedicó una furtiva sonrisa que descubrió sus dientes de pequeño carnívoro. Un
niño de once años no podía ser todavía de gran ayuda; pero, de todas maneras, se trataba del
príncipe heredero.
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los reyes malditos la loba de fracia
Historical Fictionesta el la 5 parte de la saga los reyes malditos todos los derechos son de el autor maurice duron