CUARTA PARTE cabalgada cruel

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CUARTA PARTE.
Capitulo 1
I
Harwích.

Las gaviotas, rodeando con su vuelo chillón los mástiles de los navíos, acechaban los
residuos que caían al mar. En la embocadura donde se unen el OrweIl y el Stour, la flota veía
acercarse el puerto de Harwich, su muelle de madera y la línea de casas bajas.
Ya habían atracado dos embarcaciones ligeras, y había desembarcado una compañía de
arqueros encargada de asegurar la tranquilidad del paraje; no parecía haber guardia en la orilla.
Había habido cierta confusión en el muelle, donde la población, atraída primero por todo aquel
velamen, había huido después al ver desembarcar a los soldados, pero pronto se tranquilizó y
volvió a agruparse.
El navío de la reina, que llevaba en el asta un largo gallardete bordado con las flores de lis
de Francia y los leones de Inglaterra, avanzaba por su impulso, seguido de dieciocho barcos de
Holanda. Las tripulaciones, bajo las órdenes de los maestros marineros, arriaban el velamen; los
largos remos acababan de salir de los costados de las naves, igual que plumas de alas desplegadas
de repente, para ayudar a la maniobra.
De pie en el castillo de popa, la reina de Inglaterra, rodeada de su hijo el príncipe Eduardo,
del conde Kent, de Lord Mortimer, de messire Juan de Hainaut y de otros señores ingleses y
holandeses, asistía a la maniobra y miraba acercarse la orilla de su reino.
Por primera vez desde su evasión, Roger Mortimer no iba vestido de negro. No llevaba la
gran coraza de yelmo cerrado, sino el equipo propio para una pequeña batalla; casco sin visera al
que estaba unido el gocete, cota de mallas Y encima su cota de armas de brocado rojo y azul,
adornada con sus emblemas.
La reina iba vestida de la misma manera, encajado el rostro en el tejido de acero, y debajo
de la falda, que arrastraba por el suelo, llevaba canilleras de malla como los hombres.
También el joven príncipe Eduardo iba equipado para la guerra. Había crecido mucho los
últimos meses y casi había adquirido la apostura de un hombre. Miraba las gaviotas, las mismas, le
parecía, que habían acompañado la salida de la flota de la embocadura del Mosa, con los mismos
roncos chillidos y los mismos picos ávidos.
Estos pájaros le recordaban a Holanda. Todo, por otra parte, el mar y el cielo gris, el muelle
con las pequeñas casas de ladrillo donde iban a desembarcar en seguida, el paisaje verde, ondulado,
lagunoso, que se extendía detrás de Harwich, todo le recordaba los paisajes holandeses. Pero habría
llegado ante un desierto de piedras y de arena bajo un sol centelleante y hubiera seguido pensando,
por contraste, en aquellas tierras de Brabante, de Ostrevant, de Hainaut, que acababa de dejar... y es
que monseñor Eduardo, duque de Aquitania y heredero de Inglaterra, a los catorce años y tres
cuartos, se había enamorado en Holanda.
Y he aquí como sucedió la cosa, y que notables sucesos habían quedado grabados en la
memoria del joven príncipe Eduardo.
Después que huyeron de París a uña de caballo aquella madrugada en que Monseñor de
Artois despertó intempestivamente al Palacio, se dirigieron a marchas forzadas a las tierras del
Imperio, hasta que llegaron al castillo del sire Eustaquio de Aubercicourt, quien ayudado de su
mujer, recibió con diligencia y alegría al pequeño grupo inglés. En cuanto repartió e instaló en el
castillo lo mejor que pudo a aquella inesperada cabalgada, messire de Aubercicourt montó a caballo
y fue a notificarlo al buen conde Guillermo, cuya mujer era prima hermana de la reina Isabel, a su
villa capital de Valenciennes. Al día siguiente llegó el hermano menor del conde, Juan de Hainaut.
Curioso hombre este, no por su aspecto, ya que no había nada anormal en el -cara redonda,
cuerpo fuerte, nariz corta y redonda, y pequeño bigote rubio-, sino por su manera de actuar. Porque
en cuanto llegó ante la reina, echó pie a tierra y, con la rodilla sobre las losas, la mano en el
corazón, exclamo:
-Dama, ved aquí a vuestro caballero que está dispuesto a luchar por vos, aunque todo el
mundo os abandone. Usaré mi poder, con la ayuda de vuestros amigos, para llevaros a vos y a
monseñor vuestro hijo, al otro lado del mar, a vuestro Estado de Inglaterra. Y todos los que yo
pueda reunir pondrán la vida por vos y, si Dios quiere, seremos bastantes guerreros.
La reina, para agradecer ayuda tan repentina, esbozó el gesto de arrodillarse ante él, pero
messire Juan de Hainaut se lo impidió, agarrándola por ambos brazos, y mientras la apretaba, con el
aliento en su cara, continuó:
-No quiera Dios que la reina de Inglaterra se incline jamás ante nadie. Tranquilizaos, señora,
y también vuestro generoso hijo, porque cumpliré mi promesa.
Lord Mortimer comenzó a poner cara larga; porque consideraba que messire Juan Hainaut
tenía demasiado celo en poner su espada al servicio de las damas. La verdad es que aquel hombre
se tenía por Lanzarote del Lago, ya que había declarado de pronto que sufriría dormir bajo el
mismo techo de la reina por no comprometerla, como si no se hubiera dado cuenta de que la
acompañaban por lo menos seis grandes señores. Y se retiró inmediatamente a una abadía vecina,
para volver temprano al día siguiente, después de comer, beber y oír misa, a buscar a la reina y
llevar toda aquella compañía a Valenciennes.
¡Ah, que excelentes personas eran el conde Guillermo el bueno, su esposa y sus cuatro hijas,
que vivían en un castillo franco! El conde y la condesa formaban un matrimonio feliz; Eso se veía
en sus caras y se comprendía por sus palabras. El joven príncipe Eduardo, que había sufrido desde
niño el triste espectáculo de la desavenencia conyugal de sus padres, miraba con admiración a
aquella pareja unida y benévola en todas las cosas. ¡Qué felices eran las cuatro jóvenes princesas de
Hainaut por haber nacido en semejante familia!
El buen conde Guillermo se había ofrecido a servir a la reina, de manera menos elocuente
que su hermano, y tomando ciertas precauciones, para no atraerse las iras del rey de Francia ni del
Papa.
Messire Juan de Hainaut se prodigaba. Escribió a todos los caballeros que conocía, y les
rogó por su honor y amistad que se unieran a su empresa por el voto que había hecho. Hizo tanto
ruido por Hainaut, Brabante, Zelanda y Holanda, que el buen conde se inquietó; messire Juan
estaba a punto de levantar todo el ejército y la caballería de sus Estados. Lo invitó a la moderación;
pero su hermano no quiso escucharlo.
-Messire hermano mío -decía-, sólo he de morir una vez, que será cuando quiera Nuestro
Señor, y he prometido a esta gentil dama llevarla hasta su reino. Así lo haré, aunque haya de morir,
ya que todo caballero debe ayudar con leal poder, y en cuanto se lo pidan, a todas las damas y
doncellas desamparadas.
Guillermo el Bueno temía también por su Tesoro, ya que a todos aquellos mesnaderos a
quienes se les hacía abrillantar sus corazas, había que pagarles; pero sobre este punto lo tranquilizó

los reyes malditos la loba de fraciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora