Día 8

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Amor de niños

Recuerdo aquel día perfectamente.

Llovía como pocas veces llueve por esta zona. Decidí refugiarme en el parque hasta que parara de llover. Llegaría tarde a casa y mamá se enfadaría, pero si llegaba empapado a casa se enfadaría igual, así que qué más da.

Entre en la caseta de madera donde solía jugar con mis amigos y ahí lo encontré. Encogido contra la pared, muerto de frío y con la cara empapada, pero no de lluvia, sino de lágrimas. Tenía un largo pelo negro y una horrible herida que le cruzaba uno de sus ojos. De la herida le caían pequeñas gotas de sangre, así que debía ser muy reciente. También tenía la nariz llena de mocos. Asqueroso.

Me senté de cuclillas, con la espalda contra la pared, enfrente del pelinegro. Lo observé durante un rato, el pobre solo podía balbucear.

—¿Qué te ha pasado en el ojo? —pregunté una vez su agitación había disminuido.

—Me rasqué y...—Dudó. Miró hacia abajo, triste. Pensé que lloraría de nuevo, pero solo se sorbió la nariz. —Mi quirk se activó de golpe, por primera vez. Y me hizo esto.

—¿Y por qué estás llorando?

El pelinegro levantó la cabeza de golpe, abrió mucho los ojos, aparentemente sorprendido. Esa reacción me incomodó. ¿Quizá la pregunta lo había molestado?

—Hoy he ido a ver al doctor experto en quirks...Dice que se llama endurecimiento y que cuando me haga mayor será más fuerte. —Las lágrimas que se habían acumulado en sus ojos se desbordaron, deslizándose por su mejilla hasta caer al suelo.

—Ya. ¿Y por qué estás llorando?

El niño me miró desconcertado. Pero realmente no lograba entender porque lloraba.

—¡Pues porque es horrible! —Gritó. Ahora fui yo el que lo miró desconcertado. —¡Mi quirk solo sirve para hacer daño! Solo mira mi ojo... Y encima se pondrá peor. ¡Seguro que podría hasta morir!

—Pero qué exagerado eres. —Murmuré. Él parecía que iba a volver a ponerse a llorar. —Yo creo que tu quirk mola. No tanto como el mío, ¿Sabes? Puedo hacer explosiones. —El pelinegro soltó un pequeño "Wow"— Pero el tuyo también es guay. Mira, puedes endurecerte para que nadie te haga daño. O mejor, puedes endurecerte para hacer daño a la gente mala. Pero para eso tienes que hacerte fuerte, como yo. Y no ser un llorica.

El pelinegro había dejado de llorar y parecía mucho más calmado. Se había quedado callado, como reflexionando sobre lo que le había dicho.

—Además... Esa herida se curará pronto y seguro que te deja una cicatriz muy guay. —Le dije para animarlo.

Tras esto, el niño que hacía unos momentos había estado llorando desconsoladamente, sonrió. Una sonrisa de oreja a oreja, en la que se veían todos sus dientecitos afilados.

Una sonrisa que se me quedó grabada en la mente y que nunca me ha abandonado durante todos estos años.

Una sonrisa que, a mi yo de cinco años, le había parecido perfecta, quizá porque era la primera vez que lograba hacer sonreír a alguien de esa manera.

Nunca volví a ver a ese chico. Durante semanas fui cada tarde a ese parque esperando volver a verlo. Volver a verlo sonreír.

Pero no tuve suerte.

Hasta ahora.

Después de once años soñando con esa sonrisa, la he vuelto a ver. Lo tengo delante, en la sala de reunión donde nos explicaran cómo funcionará el examen de la U.A.

Se que es él, aunque su aspecto haya cambiado. Ahora es mucho más alto, más fuerte. Pero la cicatriz sigue ahí. Y esa sonrisa, esa maldita sonrisa, es la misma que se grabó en mi mente la primera vez que lo ví.

La sonrisa más bonita que he visto en mi vida.

#kiribakumonthDonde viven las historias. Descúbrelo ahora