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Ana soñó con un mundo antiguo, más antiguo que la época donde estaba.

Vio un jardín brillante, algo salido de un cuento de hadas, lleno de flores de cerezo y árboles frondosos, cuyas ramas estaban cargadas de frutas maduras. La hierba estaba tocada por el rocío, limpia y mullida. Puentes de madera cruzaban pequeñas lagunas con cascadas, faroles de piedra magistrales y hasta una casa de té. Todo ellos estaban siendo custodiado por un cielo de azul y blanco, y protegido por el radiante sol de verano.

Por el rabillo del ojo vio a dos personas caminar por uno de los senderos del jardín. Un hombre y una mujer. El hombre aparentaba tener unos cincuenta años, era fuerte y jovial, pero de firmes facciones que inspiraba respeto. Su pelo gris llevaba el estilo del moño samurái, y lucía un bigote que le caía sobre las comisuras de la boca. La mujer, por otra parte, era en realidad una joven de menos de veinte años. Era linda, no como Yuriko, la geisha que conoció en la okiya, pero tenía una piel bastante blanca y una larga cabellera negrísima. Ambos vestían kimonos de gran calidad y de colores rojo y dorado; los colores del clan Hogosha.

Aquello despertó la curiosidad de Ana, así que decidió seguirlos a ver qué pasaba. Dedujo que eran familia al notar ciertos rasgos parecidos entre ellos, un paseo entre padre e hija seguramente.

Desafortunadamente, al igual que en sus otros sueños, Ana no era capaz de escuchar nada de lo que decían, pero la conversación parecía estar yendo bien al juzgar la suave risa de la joven y los ojos brillantes del padre.

Los dos se detuvieron abruptamente al inicio del puente de madera, y Ana los imitó también, a pocos metros detrás. Exhaló un jadeo de sorpresa en el momento en que giraron en su dirección e hicieron una leve reverencia, creyendo que ellos de alguna forma la habían descubierto. Ella estuvo a punto de devolver la reverencia cuando notó que el hombre decía algo. Por curiosidad, miró hacia atrás y se encontró con un joven a escasos centímetros de ella. Ana, por supuesto, se hizo a un lado y observó al nuevo integrante.

Parecía ser más grande que la joven japonesa, y también llevaba un moño samurái. Sus facciones eran duras y toscas, tenía unos hombros anchos y musculosos con la piel bronceada debido a las horas que pasaba bajo el sol entrenando. Sin embargo, lo que más le llamó la atención fueron sus oscuros ojos; había algo en ellos que no le agradaba mucho. Y parecía ser que a la hija tampoco le gustaba mucho la presencia de ese hombre: la tensión de su cuerpo la delataba.

De hecho, ahora que miraba bien, había algo familiar en esa chica y ese hombre. ¿Podría ser que ya había soñado con ellos antes? Sentía que debería recordarlo, que era importante recordar dónde los había visto antes, pero su mente no parecía querer cooperar.

No entendió cómo, pero de alguna manera supo que ese sueño estaba llegando a su fin. Los contornos del jardín comenzaron a desaparecer, como si alguien estuviera usando un borrador y tanto el padre como la hija se estaban desvaneciendo. Intentó hacer un último esfuerzo para recordar de dónde los había visto cuando se encontró cara a cara con él.

La apariencia del samurái había cambiado drásticamente, ahora parecía casi una persona completamente diferente. Vestía una armadura completa de samurái, aunque la pintura roja y dorada parecía vieja y desgastada, casi como si hubiese estado expuesta a la naturaleza por años. Su piel había perdido todo el bronceado y ahora lucía una palidez que rivalizaba al de un muerto. De hecho, sus rasgos ahora eran mucho más afilados, sus ojos estaban hundidos y sus afilados pómulos le confiriéndole una apariencia de muerto viviente.

Con un brazo se envolvió alrededor de su torso herido mientras que la otra se aferró a su espada. Se tambaleó hacia ella, mirándola con una mezcla entre asustado y sorprendido.

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