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Por primera vez en mucho tiempo, Ana durmió toda la noche y buena parte del día siguiente y cuando se despertó se encontraba algo desorientada. Todavía somnolienta, giró sobre su hombro izquierdo y abrió lentamente los ojos, encontrándose con los paneles pintados con flores de cerezo iluminados por el sol. Era una bonita imagen. Volvió a rodar hasta quedar boca arriba y se desperezó con un enorme bostezo. Se sentía completamente descansada, pero era capaz de dormir por un par de horas más sí quería. Y era una idea tentadora, demasiado tentadora. Además, no tenía planes para ese día. Kazehana no había mencionado nada la noche anterior.

Con eso en mente, cerró los ojos y se durmió inmediatamente.

Cuando volvió a despertarse, ya era de tarde y su estómago rugía de hambre. Con pereza se levantó, corrió la puerta corrediza que daba al pasillo principal y enseguida le llegó un delicioso aroma dulce, lo siguió hasta una sala donde había una mesa con un plato lleno de dangos y una tetera ya preparada con té. No había nadie más adentro.

«¿Es para mí?», se preguntó.

Entró con cautela a la habitación y se sentó sobre un cojín amarillo otoño. Todo seguía caliente, como si estuviesen recién preparados. Lo que asustaba bastante porque ¿cómo podían saber que ella acababa de despertarse? A no ser que, quien sea que haya traído todo eso, se haya arriesgado a traer comida creyendo que ella estaría despierta a esa hora.

No. No creía que fuera eso.

No podía olvidar que no estaba lidiando con yōkai. Seguramente alguien, quizás alguna de las demonios que conoció ayer, sintió que estaba despierta y le preparó todo eso. De ser así, eso sí que era un servicio de primera.

Agarró un palillo que tenía atravesada tres bolitas blancas y dio un mordisco, saboreando la masa de arroz dulce con almendras doradas. Cuando trabajaba en la okiya, había probado ese dulce un par de veces gracias a la generosidad de Mai, quien aprovechaba para comprar algunos dangos cuando debía salir a hacer algún recado. Y si bien esos eran ricos, los que estaba probando ahora eran infinitamente mejores.

Comió seis de los nueve dangos antes de decidir que era suficiente y fue al baño para refrescarse y hacer sus necesidades. Y sin otra cosa que hacer, volvió a su dormitorio y abrió uno de los placares blancos, buscando el kimono que utilizó el día anterior, pero en lugar de eso, encontró unas seis cajas, todos con kimonos nuevos. Ana quedó con la boca abierta mientras sujetaba un kimono de seda de color amarillo estampado con unas ramas de sauce cargadas de bonitas hojas verdes y naranjas. Y el asombro no la abandonó cuando comprobó que todo le quedaba a la perfección.

Revisó los demás cajones, encontrando la ropa interior apropiada, y otros yukatas para dormir. Fue al tocador que había en una esquina y buscó en los cajones, encontrando maquillaje y diferentes tipos de adornos para el cabello. ¿Realmente pensaban que ella necesitaría todo eso?

Pero la pregunta más importante...

«¿Cuándo tuvieron tiempo de conseguir todo esto y ponerlo aquí?»

Obviamente todo eso fue con el permiso de Kazehana, siendo él el responsable de ella en todo sentido.

Por primera vez en mucho tiempo, Ana fue capaz de admirarse en el espejo que había en el tocador. Recordaba que la última vez que tuvo la oportunidad de hacerlo fue la noche que conoció a Kazehana. Había perdido algo de peso desde que se encontraba en el Japón del pasado, pues su rostro era algo más afilado de lo normal, con los pómulos altos, ojos pequeños, y frente angosta. No tenía ni idea de qué le había utilizado la yōkai la noche anterior, pero su cabello recuperó algo de su brillo, y eso era algo de lo que estaba agradecida. Se alejó del tocador y su espejo y abandonó la habitación, decidida a explorar la casa para descubrir qué otras cosas había ahí, listas para ser usadas a su antojo.

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