5

135 10 1
                                    

El viaje en avión fue una pesadilla.

El cambio de horario fue una tortura.

Y su mala suerte de no poder descansar por más de tres horas seguidas fue la muerte.

Por eso mismo, Ana jamás se sintió tan aliviada en su vida cuando finalmente aterrizaron en el Aeropuerto Internacional de Haneda.

Tardaron cerca de una hora y media para recoger los equipajes, ir al baño, pasar por migración, cambiar dólares por yenes en una casa de cambio y, finalmente, comer algo en el McDonald 's del aeropuerto. Al salir a la terminal, un autobús los esperaba para llevarlos a su hospedaje. A Ana le hubiera gustado decir que no despegó la vista de la ventana durante todo el trayecto a donde se hospedaría, pero ella, como casi todos, se quedaron dormidos en el momento que se sentaron.

Fueron recibidos por los dueños, una pareja de ancianos, en cuanto llegaron a la posada Ryokan Katsutaro, un edificio de dos pisos color rosado pálido. El español del señor Sakamoto era bastante malo, pero gracias al señor Matsumoto, no hubieron problemas para ingresar a la posada. Además, estaban con ellos los alumnos de otros años que sí sabían japonés: Ian, Elena, Enzo y German.

Lo primero que hizo el señor Sakamoto después de darles la bienvenida fue pedirles que se sacaran los zapatos en la entrada y los colocaran en el estante que había junto a ella. A continuación, los veintiocho alumnos fueron divididos en grupos de a cuatro y se les entregó la llave de su habitación. Ana agradeció poder compartir con Eugenia y Agustina. La cuarta integrante de su grupo era Lucia, una chica con la que compartía clase de inglés.

La habitación era simple y básica. Los cuatro futones ya se encontraban tendidos en el tatami, listos para ser usados. Se les veía muy cómodos y parecía que las llamaban para que se tendieran a dormir. Las camas estaban colocadas entre la ventana y una mesita en la que había un juego de té y una jarra eléctrica. En la esquina, al lado de la ventana, se encontraba un pequeño perchero. También había una puerta que daba a un baño privado. Se tomaron turnos para utilizar el baño y refrescarse un poco antes de caer rendidas y dormir.


Su primer día oficial en Tokio comenzó con un viaje a la tienda de conveniencia más cercana para comprar el desayuno. La posada no ofrecía ese servicio así que estaba en ellos la responsabilidad de comprar algo de comer antes de iniciar el recorrido del día. Una vez que se encargaron de ello, se subieron al autobús que alquilaron por esos días y los dejó frente al Museo Nacional de Tokio, situado dentro del parque Ueno, donde se alojaba un conjunto de edificios separados entre sí, componiendo así las cinco galerías de exhibición, cuya galería principal era un sorprendente edificio rectangular en forma vertical, con tejados a cuatro aguas y una enorme piscina frente a la entrada, cuya agua reflejaba la entrada del museo. En las escaleras de la entrada se encontraba esperándolos la guía turística contratada, la señora Emiko Yuun, una mujer de mediana edad, el pelo negro recogido en un elegante moño y llevaba puesto lo que parecía ser el uniforme del museo para los guías turísticos.

El español de la señora Yuun era mucho más entendible que el del señor Sakamoto, sin embargo, cometía muchos errores al hablar y si había algo que no se lograba entender, se pedía la ayuda del señor Matsumoto.

—Este museo ser el más grande y antiguo de Japón. Su origen remontar a 1872, cuando celebró una exposición en el santuario Yushima Seidō. Nuestro museo contar con la mayor colección de arte japonés y realizar investigaciones arqueológicas y antropológicas por todo Japón y países de Oriente.

El profesor Galeano hizo un suave gesto para detenerla.

—Espero que todos estén sacando apuntes de lo que dice la señora Yuun –dijo con voz severa y clara—, porque esto obviamente deberá estar en el trabajo que me van a entregar más tarde.

La GuardianaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora