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Ana estaba sorprendida de haber sido capaz de encontrar su camino en ese laberinto y lograr escapar de ahí sin ningún problema. Los guardias que custodiaban las puertas se quedaron mirándola atónitos, pero ninguno hizo un esfuerzo por detenerla al no escuchar que sonara alguna alarma de emergencia, gracias a Dios.

No tenía ni idea de por cuánto tiempo estuvo caminando o si iba en la dirección correcta, pero finalmente se detuvo cuando una de sus sandalias se le salió. Cansada, Ana terminó por apoyarse contra el muro más cercano e hizo un esfuerzo para calmarse, recuperar el aliento y así dejar de temblar tanto, aunque sabía que era inútil. Esa reacción no tenía nada que ver con el frío invierno, sino con los dos hombres que acababa de conocer: Kazehana y Hokori. Repasando una y otra vez lo que presenció, la joven no dejaba de preguntarse cómo habían hecho para que la peluca se cayera de su cabeza. O cómo hicieron para moverse tan rápido. Pero más importante aún, ¿qué había sido esa aura tan poderosa que sintió cuando Kazehana la miró directamente a los ojos?

Esa sensación le recordó al monstruo del bosque, y no de una forma placentera. Si las comparaba, podría decirse que sus auras eran similares: aunque la del monstruo fue mucho más oscura y malvada, y la que sintió con el hombre de cabellos dorados fue más letal y poderosa, aunque no maligna.

Observando a su aliento convertirse en vapor, Ana consideró sus opciones: lo lógico sería regresar a la okiya, excepto que no tenía ni idea de cómo ir allí y que ya no contaba con la peluca para proteger su identidad. La otra opción sería volver a la casa de Furukawa, pero no estaba segura de lo que pasaría con ella si esos dos hombres seguían ahí. Además, era lo mismo que con la okiya, no sabía qué camino tomar, la nieve se había encargado de cubrir sus pisadas y no recordaba exactamente las calles que utilizó. Apretó fuertemente los dientes y golpeó con suavidad la parte posterior de su cabeza contra la pared: no era su culpa que se enfocara más en escapar que en ver por dónde iba.

¿Por qué Furukawa había querido que ella se reuniera con Kazehana y Hokori? Él había matado al monstruo fácilmente, ¿cómo no se dio cuenta de que ellos podían irradiar un aura mucho más peligrosa?

«Pero vos no sentiste nada hasta después de que Furukawa se fuera» le recordó su cerebro. Y era cierto, ¿podría ser que esa aura estuvo escondida de alguna forma? Y otra cosa que no cuadraba era la palabra ningen. Ellos la habían llamado así varias veces, aunque no entendía qué significaba, sabía que gaijin era «extranjero» y onna «mujer», pero era la primera vez que escuchaba ningen.

Soltando un suspiro, Ana decidió que no tenía mucha importancia eso, no cuando ahora sí estaba temblando de frío. No sabía por cuánto tiempo estuvo ahí sentada, pero necesitaba comenzar a moverse y refugiarse del frío si no quería arriesgarse a contraer hipotermia. Le costó mucho poder levantarse con las piernas entumecidas, y sintió un terrible dolor en el pie que se había mojado a causa de la nieve, apenas sí podía sentir sus dedos. Eso no era buena señal.

Lo mejor sería intentar volver a la casa de Furukawa y de ahí encontrar el camino de regreso a la okiya. Recordaba claramente que debía cruzar un río, así que, si llegaba a escuchar el murmullo del agua correr, sabría que iba por buen camino.

Enfocada en sus pensamientos, Ana no escuchó el suave crujir de unas pisadas sobre la nieve.

—¿Necesita ayuda, han'yō? –alguien preguntó detrás de ella con una voz aguda.

Ana se giró rápidamente. A menos de dos metros de distancia estaba parado un hombre muy gordo, de ojos saltones y grandes orejas, su cabello negro lo tenía recogido en una coleta, que más bien parecía un nido de ratas. Por la forma en que su cuerpo se balanceaba de un lado a otro, sin poder mantener el equilibrio, se notaba que estaba borracho, pero lo que más asustó a Ana era la forma en que sus ojos saltones la miraban: era una mezcla de lujuria y perversión.

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