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Ni en sus verdaderos sueños Ana pudo descansar con tranquilidad.

Soñó que distintos tipos de aterradores monstruos la seguían para torturarla y devorarla. Soñó con el caos y la destrucción.

Soñó con un cálido fuego que la envolvía protectoramente.

Y, finalmente, soñó con el hombre más hermoso que había visto en su vida, de cabellos dorados y ojos granates.

Cuando despertó, se encontró con un techo de madera oscura y, por un breve momento, dejó escapar un suspiro de alivio.

«Entonces, todo sí fue un sueño.»

Jamás pensó que se sentiría tan feliz al despertar del sueño que había tenido. Qué locura. Y eso que por un momento realmente creyó que había despertado sola en un bosque lleno de monstruo espeluznantes. Sin embargo, no tardó en notar que algo no andaba bien cuanto comprendió que en realidad ella no estaba en el cuarto de su hotel. Y tampoco parecía que fuera un hospital. La habitación en sí era pequeña y vacía. Un cuarto tradicional japonés que podría haber salido de una antigua foto. Solo una de las cuatro paredes estaba formada de la típica madera cubierta de un delgado papel blanco, y el resto estaba hecha de un material color blanco, solo la pared a su izquierda contaba con un par de ventanas de madera y papel. Una de las ventanas se encontraba abierta, dejando entrar un aire frío y el sonido de gente hablando.

Se incorporó con rapidez, arrepintiéndose casi de inmediato al sentir que todo su cuerpo protestaba de dolor. Fue ahí que vio que estaba usando una especie de kimono suelto, el cual le permitió entrever que sus brazos y piernas estaban todas llenos de moratones, y el brazo y el tobillo vendados. A su lado, había una bandeja de laca con unos tazones pequeños, cada uno contenía una comida, excepto la más pequeña estaba lleno de un líquido verde. Ahora, si bien la comida estaba fría, hacía casi un día, o dos, que Ana no comía nada y si estomago se lo estaba reprochando.

Una vez que se encargó de ello, fue cojeando hacia la ventana abierta y descubrió que se encontraba en el segundo piso de una casa; abajo había personas en kimonos caminando sin preocupaciones por una estrecha calle de tierra. A ambos lados de la calle había antiguas casas de madera, restaurantes y otros tipos de tiendas. Nada de eso le habría parecido raro si no fuera porque todos los edificios parecían sacados de una película japonesa de la antigüedad. Y, por algún motivo, no era capaz de encontrar ningún poste de luz o los cables de electricidad. Entonces, ¿cómo esas personas accedían a la electricidad? ¿Acaso usaban paneles solares? Incluso a esa altura no lograba ver nada en los techos de los edificios.

Alejándose de la ventana, Ana decidió que lo mejor era dejar de pensar en eso y enfocarse en algo más importante como descubrir dónde estaba y cómo había llegado ahí. Seguramente se encontraba en una antigua casa de alguno de los barrios más antiguos de Kioto. De ahí que todo pareciera pertenecer a otra época. Sí, seguramente debía ser eso. Porque esa era la explicación más lógica y racional. Aunque no explicaba el horrible monstruo que encontró en el bosque. O por qué ella había aparecido en un bosque. Las heridas en su cuerpo eran pruebas convincentes de que eso no fue una pesadilla.

Deslizó el panel de la puerta a un lado con cuidado, recordando vagamente que alguien había dicho que esas puertas corredizas eran delicadas, y de inmediato fue recibida por la gélida brisa invernal. Ana tembló y se abrazó a sí misma, deseando tener su campera o algo que la protegiera de ese frío. Por un momento creyó haber salido a una especie de balcón, pero luego comprendió que no era más que una pasarela techada que conectaba todas habitaciones del segundo piso. La pasarela, tanto del primer piso como del segundo, formaban un cuadrado en cuyo centro había un jardín interior de unos cuatro metros de largo y tres de ancho. Tenía un camino de piedra decorado con pequeñas linternas de piedra a cada lado del sendero. En la esquina inferior derecha había un pequeño largo con un banquito de piedra a su lado. Y del otro lado del camino, frente al lago estaba plantado un árbol grande y con las ramas desnudas a causa del invierno.

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