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Ana estuvo dos días en cama procesando todo. Admitía que nada tenía sentido desde que se desmayó en el museo. Al principio no lo había cuestionado mucho, convenciéndose a sí misma que era más importante lograr comunicarse con alguien y poder volver a casa. Pero desde que intentó escapar de ese lugar ya no podía seguir ignorando el hecho de que era muy extraño que nadie jamás hubiera escuchado acerca de América Latina. O que Furukawa no la hubiera llevado directamente al hospital o a la policía cuando la salvó. O que no hubiera lámparas y televisiones en esa casa. O que había sido atacada sin motivo alguno, no una, sino dos veces, cuando estuvo en la calle.

Era como si hubiera despertado en una versión japonesa de Alicia en el País de las Maravillas. Un mundo completamente distinto. Pero eso no podía ser cierto.

«Claro. Y los monstruos no existen —dijo una molesta voz en su cabeza—. Y matar a la gente en medio de la calle está bien.»

Ana no pudo reprimir un escalofrío recorriendo su cuerpo. Realmente nada tenía sentido en ese lugar. Recordó la conversación que tuvo con Furukawa el día después de su intento de escape, y para su sorpresa, el hombre no la reprendió ni fue el primero en hablar del tema, sino que fue ella la que tuvo que hacerlo. Más por necesidad que por deseo.

—¿Señor Furukawa?

—¿Sí?

—¿Por qué... por qué el señor Sasaki...? —Ana en realidad no tenía ni idea de cómo formular esa pregunta, pero parecía ser que él entendió lo que quiso decir.

Furukawa soltó un suspiro largo antes de terminar lo que quedaba de su té y dejar la taza sobre la mesa. Utilizando simples palabras que él mismo le había enseñado, la miró a los ojos y dijo:

—El señor Sasaki protegerla. Esos hombres lastimarla, insultar orgullo del señor Sasaki.

Dicho eso, el japonés se retiró y la dejó sola con sus pensamientos.

Quizás, de no haber estudiado un poco sobre Japón y sus creencias, Ana no habría entendido mucho qué importaba si insultaban el orgullo de un hombre, pero los japoneses se tomaban los insultos muy enserio, y lo que sea que le haya dicho ese hombre, debió ser grave porque solo él fue decapitado, a los otros los dejó inconsciente.

«No estoy justificando nada. Solo trato de entenderlo.»

Si bien vivía en un país tercermundista, para Ana era impensable encontrarse frente a ese tipo de situaciones en Montevideo y no horrorizarse de que nadie intentara impedirlo... o por lo menos pedir ayuda. Pero era como si en ese lugar no existieran ese tipo de cosas. Lo cual sonaba muy raro. Seguramente el señor Galeano habría mencionado algo como eso durante su clase de historia de ser así. ¿Acaso el lugar donde ella estaba era diferente? ¿Estaría relacionado con la aparente falta de tecnología?

Ana salió de sus pensamientos cuando escuchó la puerta abrirse, dando paso a Mai con dos bandejas de comida. Se acercó hasta ella para ayudarla, pero fue rechazada.

—Siéntese, por favor, Ana —indicó Mai.

Como aquella joven también era muy mala intentando pronunciar su apellido, Ana insistió que usara su nombre y que si no lo hacía ella la ignoraría, pues no pensaba responder a ningún otro nombre.

Mai colocó una bandeja frente a ella, se sentó en su lugar, y juntando ambas manos dijo suavemente itadakimasu. Al parecer esa era la forma que tenían los japoneses de reconocer todo el esfuerzo de quienes participaron en proporcionarles esos alimentos. Ana la imitó con algo de torpeza y comieron en silencio.

Desde que Furukawa la encontró y la trajo de vuelta la habían reubicado en esa habitación en el primer piso con Mai, y sospechaba que era como una forma para vigilarla y asegurarse de que no volviera a escapar. Claro que no pensaba hacerlo. Al menos no por el momento.

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