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No supo cuándo, y mucho menos le importó el cómo, pero cuando despertó y encontró a Gen acurrucado a su lado, Ana lo abrazó con fuerza y murmuró contra su pelaje palabras de disculpas y agradecimiento. Supo en ese momento que, si bien no contaba con el verdadero apoyo de Kazehana ni de ninguno de los líderes demonios, todavía tenía a su espíritu guardián. Y eso fue suficiente para soportar los siguientes días.

Aunque el demonio de cabellera dorada no le había prohibido salir de su cuarto, Ana decidió que lo mejor sería quedarse encerrada, no porque tuviese miedo y vergüenza de encontrarse con alguien, sino porque estaba segura de que iba a volver a explotar si veía a cualquier otro demonio que no fuese Mila o Azura. Lamentablemente, ninguna de ellas volvió a visitarla, por lo tanto, las únicas caras que veía eran el un sirviente, que no era ninguna de las gemelas demonios, encargado de llevarla al baño cuando debía hacer sus necesidades o tenía que bañarse, y la del médico que venía dos veces al día para curar sus heridas.

Ana decidió aprovechar ese tiempo en soledad para curarse y reflexionar sobre todo lo que había hecho y todo lo que le esperaba.

Estaba casi segura de que en realidad no había sido su intención suicidarse realmente, sino que fue un último intento desesperado por hacer que el demonio la escuchara de una maldita vez. No obstante, al igual que cuando despertó horas después de lo sucedido, Ana no podía ocultar esa pequeña y retorcida voz en su mente que le decía que todo habría sido mejor si no la hubiesen salvado. A fin de cuentas, ¿qué le quedaba por vivir? No tenía a nadie ahí que pudiera considerar como familia y mucho menos como amigo.

Sin olvidar que dentro de un año o menos tendría un matrimonio arreglado con un completo desconocido, ¡y solo porque esos miserables demonios querían que ella continuara con el linaje de los Hogosha!

Escuchó a Gen gimotear a su lado y Ana supo que otra vez había apretado los puños de forma inconsciente. Los aflojó y acarició al kitsune detrás de las orejas.

«No confíe en ellos»

Recordó las palabras que el hombre le susurró en su sueño con una extraña calidad. Casi nunca era capaz de recordar nada de lo que soñaba, pero esas palabras, por algún motivo, se habían quedado con ella incluso después de despertar.

¿Acaso la advertencia era sobre los líderes demonios?

Martina, su psicóloga, le había contado durante una sesión la teoría de Freud, en la que los sueños eran producto del inconsciente de uno, y si seguía esa línea de pensamiento, entonces en ese sueño ella había intentado mandarse a sí misma un mensaje de que no confiara en los demonios.

«Si eso es verdad, entonces ¿por qué carajos no tuve ese sueño antes? Meses atrás, por ejemplo.»

Dejó escapar un suspiro y se recostó sobre el tatami. Casi al instante de hacerlo, Gen se colocó encima de ella y se acurrucó sobre su pecho.

—Ojalá nunca hubiera tocado esa estúpida espada —murmuró para sí en español—. Ojalá nunca hubiera ido a ese estúpido museo o viajado a Japón.

Después de esa noche, Ana comenzó a hablar más en su lengua nativa y menos en japonés. No solo nadie sería capaz de entenderla si los estaba insultando, sino que también la ayudaba a recordar que era una latina, y las mujeres latinas eran de carácter fuerte, decididas y no se dejaban vencer con facilidad.

—Gen, por casualidad, ¿conoces una forma de irnos de acá? —el kitsune levantó la cabeza al escuchar su nombre, pero movió las orejas en señal de confusión. Obviamente, él no la había entendido—. No, nada —le aseguró, hablando en japonés esta vez.

Intentó pensar en varias maneras de escapar de los yōkai, pero teniendo en cuenta de que ellos podían fácilmente rastrearla, sabía que en realidad tenía muy pocas posibilidades de lograrlo sin ayuda de nadie.

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