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Aunque existía la posibilidad de que la descubrieran y la volvieran a lastimar, extrañamente, Ana se sentía más emocionada que asustada. Se sentía como una agente encubierta realizando una misión secreta. De cierta forma así era.

Había muy poca gente en la calle. Y a pesar de que ella solo estuvo afuera de la okiya una vez, sabía que el barrio Gion siempre estaba lleno de personas. De todas formas, decidió que así era mejor, de esa forma no tendría que preocuparse tanto de que la descubrieran.

Con la cabeza baja y deslizándose entre las calles, Ana fue capaz de seguir las indicaciones que le dio Kaede sin muchos problemas, y diez minutos más tarde se encontró frente a un enorme establecimiento de dos pisos, probablemente ocupaba un cuarto de la cuadra, con las paredes pintadas de un tono rojo-anaranjado y rematadas en madera oscura. En la puerta de entrada había una cortina noren, una cortina corta más o menos de un tercio de altura, de color roja oscura con un gran carácter japonés escrito en negro, la joven supuso que decía casa de té Inori. En realidad, esperaba que dijera eso, de lo contrario estaría metida en un enorme lío.

Apartó la cortina y pasó al interior. El vestíbulo estaba en penumbras, escuchándose el sonido de música y conversaciones, pudo oler un incienso perfumado que le pareció demasiado intenso para su gusto. A un metro de la entrada, a su izquierda, había una puerta corrediza entreabierta, y la anfitriona que estaba del otro lado, al notar que alguien había entrado, la abrió completamente. Antes de que la japonesa pudiera decir algo, Ana hizo una reverencia, más por la necesidad de ocultar su rostro que por otra cosa, y le extendió el estuche de laca.

—Por favor, ¿sería tan amable de entregarle esto a la señorita Yuriko? —preguntó con el mejor japonés que pudo.

Al estar en esa posición, no fue capaz de ver que la joven no se mostraba contenta de hacerlo.

—No puedo abandonar mi puesto —respondió con sequedad. No era una clienta o alguien importante, así que no era necesario tratarla con amabilidad—. Deberás ir por detrás.

Ana estuvo a punto de protestar, pero en ese momento entró un grupo de hombres y la anfitriona se puso a atenderlos con una mejor disposición que la que mostró con ella.

«Qué soreta.», si no fuera porque sabía que, si no entregaba el instrumento, Nadeshiko o Kaede podían llegar a lastimarla, Ana habría regresado a la okiya sin problema. Pero había sido testigo de cuando Masako fue golpeada diez veces con una rama de bambú en las manos por haber derramado una sopa de miso en el tatami del cuarto de Kaede. Y sabía que Nadeshiko estaba esperando la oportunidad de que ella lo arruinara para golpearla sin piedad, y Ana no pensaba dársela.

Se escucharon fuertes truenos cerca de donde estaba, y decidió que lo mejor sería apresurarse para terminar con eso si no quería que la lluvia se le viniera encima. Echó a correr y rodeó el establecimiento hasta llegar a la parte trasera, donde había una pequeña puerta en la muralla posterior, que se abrió poco después de que ella llegase y apareció otra japonesa esperándola. Ana le entregó el samisén y se largó de ahí sin más.

Un fuerte viento no tardó en soplar, y colocó una mano sobre su cabeza para evitar que se le saliera volando su pañuelo, con la otra se protegió los ojos. Sin embargo, debido a eso, Ana no logró ver a tiempo al hombre que estaba cambiando en dirección opuesta a ella. Sus hombros chocaron abruptamente y ella perdió el equilibrio, pero el hombre la sostuvo del brazo, evitando así que cayera. Inmediatamente, la joven giró el cuello para ver a su salvador, olvidándose momentáneamente de que no debía hacer eso. Ana se congeló en el lugar al darse cuenta de que el hombre era caucásico, ¡como ella!

Se notaba que era joven, veinteañero. Era alto, delgado y ancho de hombros, con cabellos dorados escalado hasta el nivel del cuello con varios mechones rebeldes. Tenía unos hermosos ojos color granate y una tez pálida; llevaba puesto un kimono verde oscuro con un haori rojo, una chaqueta tradicional japonesa que caía a la altura de la cadera. Sin embargo, lo que más le llamó la atención a Ana no fue su apariencia, sino la forma intensa en que estaba mirándola a los ojos. Casi podría decirse que la estaba examinando.

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