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Después de un merecido baño, Asuka, también conocida como Izquierda, trajo una pequeña cajita lacada que contenía un ungüento especial para curar los golpes y heridas. Con extremo cuidado, la demonio frotó la espalda y mejillas de Ana con esa crema blanca antes de ayudarla a colocarse una yukata de algodón.

—Gracias —murmuró Ana. Asuka se detuvo un instante antes de cerrar la puerta silenciosamente.

La joven se acostó en el futón y cerró los ojos.

Esa noche no soñó nada.

A la mañana siguiente, comprobó que sus heridas habían desaparecido por completo. No había moretones, ni cortes, ni cicatrices. Ni siquiera le dolían los músculos. Quería agradecerle a Asuka apenas la viera, pero quien tocó la puerta y entró en su lugar fue Zula.

Ana, apenas la vio entrar a su dormitorio, se levantó con rapidez y tensó su cuerpo. Apretó los puños con fuerza para evitar que viera sus manos temblar y la miró recelosa. Se suponía que nadie podía entrar en esa casa sin su permiso... o el de Kazehana.

—¿Qué haces aquí? —preguntó en tono cortante.

Zula la miró con desdén antes de dignarse a responder.

—No se confunda, humana —Escupió las palabras como si fueran veneno—. Si estoy aquí por órdenes de mi señor. A partir de ahora deberé servirle como su... sirvienta.

—¿Disculpa? —Ana quedó atónita.

No. Seguramente había escuchado mal.

La demonio la fulminó con la mirada.

—Es mi castigo por haberla atacado ayer.

«¿Esto es un castigo para quién?», se preguntó pasmada.

Zula no le permitió que siguiera interrogándola. Como si fuera ella la dueña del lugar, fue hacia los armarios e inspeccionó minuciosamente los kimonos que estaban guardados en sus respectivas cajas de laca negra apiladas una sobre la otra. Con cada nuevo kimono que descubría el perfecto rostro de la demonio se iba deformando con un ceño fruncido de lo más horrible.

—Y pensar que la amabilidad del señor Kazehana es desperdiciada con usted —masculló entre dientes, claramente molesta de que esos magníficos kimonos fueran para Ana.

—¿Celosa? —no pudo evitar preguntarle con satisfacción.

La yōkai se giró para mirarla. Un destello de rabia pasó por sus ojos heterocromáticos antes de mostrar un rostro frío y sereno.

—¿Y de qué, exactamente, debería sentirme celosa? —preguntó, arqueando una de sus perfectas cejas. Sin esperar una respuesta, siguió—. Ustedes, los humanos, son unas criaturas patéticas, codiciosas y fáciles de engañar. Para nosotros, sus vidas no son más que una breve molestia, una plaga a la que hay que evitar para no contaminarnos con su suciedad.

Ana apretó los dientes y a fuerza de voluntad no la mandó a la mierda. Sin embargo, la furia de sus ojos se hizo evidente, aunque la demonio simplemente la ignoró en lo que seleccionaba un kimono negro con hojas rojas y doradas que danzaban sobre la tela, y una faja rojo y dorado que completaba el conjunto.

Era odiosa, pero tenía buen gusto.

—El señor Kazehana la está esperando, así que debo asegurarme de que esté presentable. Aunque siendo humana, dudo mucho que eso sea posible —explicó con una sonrisa forzada.

Ana hizo una mueca.

—¿Podrías dejar de insultarme? No te he hecho nada para ganarme tu desprecio.

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