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Mani despertó en su cama después de un sueño en el que una niña no paraba de llorar en medio de un incendio. Cuando Mani se acercaba a ayudarla, ella volteaba a verlo con la cara totalmente desfigurada por las llamas.

Se levantó para hacerse un café. Su hermana siempre le dijo que un día iba a morir de taquicardia por tanto café que tomaba, pero a él simplemente no le importaba. Saboreó el café mientras mordía sus galletas favoritas, oreo con un poco de crema de Mani encima, y daba un profundo respiro al tiempo que inhalaba la esencia del espresso. Le gustaba imaginar que la esencia de la deliciosa bebida vivía en los granos del café y que cada vez que alguien lo disfrutaba tanto como él, éste volvía a la vida y como recompensa otorgaba ese exquisito olor, pueblo remojado era la comparación usada por Mani.

Ya terminado su café se acerco al escritorio cerca de la ventana, donde las ideas surgían y se dibujaban sobre el papel. Aspiró el olor de la mañana, tomó su máquina de escribir y comenzó a crear una nueva historia con una opinión oculta, como era su gusto. Para ser un sueño su vida le daba placeres muy profundos, entre ellos el escribir. Recordó todo lo que le había pasado el día de ayer: la tarjeta de aquel desconocido, el edificio Fernando, y la niña. Y todo interrumpido por un tonto sueño; el sueño de la realidad.

Mani siempre se había confundido entre la realidad y los sueños. Por eso su despreocupada forma de ser, siempre creía que estaba soñando y que en algún momento se iba despertar, más valía disfrutar los sueños. Lo único que había sentido real en su ilusión de vida había sido durante un sueño o lo real; nunca estaba seguro, el sueño en el que había volado, la otra ocasión fue el día de ayer, cuando fue a la editorial Fernando.

Diario de una ilusiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora