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Miraba por la ventana las gotas que caían haciendo un ruido insoportablemente nostálgico en el cemento. Le parecía tonto el sentirse tan melancólica mientras escuchaba una canción tan alegre. Apagó la música, no podía soportar ni un segundo más. Veía la gente pasar a su lado rápido. Con sus miradas tristes. Con su inseguridad, con su miedo. Se imagino invisible. ¿Cómo sería pasar por todos esos puestos de manzanas sin que ningún hombre quisiera verle las piernas? ¿Cómo sería caminar rápido entre las personas de la banqueta y mirar al cielo esperando las gotas de la lluvia sin que la gente la viera como bicho raro? ¿Cómo sería sentirse libre de caminar sin fijarse si se caía con las piedritas del cemento o si el señor de la izquierda la miraba suficientemente delincuente sial?

Se imagino invisible corriendo, dejando atrás el mundo con su ruido y sus miradas falsas. Se imagino inodora, incolora, insonora. Como si fuera viento. No, no invisible. Ahora era ella contra el mundo. Infinitamente más veloz. El mundo quieto, silencioso. ¿Cómo sería si el mundo dejara de girar sólo por unas horas? Se imagino caminando sus calles silenciosas sin escuchar las gotas pegar en el piso y sentir la lluvia que ya no caía. Se imagino superficial. Profundamente material. Parte del mundo, sólo por ese momento. Las miradas congeladas, las palabras en la garganta, los pasos quietos. Sólo el sonido de su propio corazón como tambores.

Tum. Tum.

Se imagino viva como nunca antes. Corriendo cada vez más rápido. Sin dirección, sin prisa. Ningún lugar a dónde llegar, ninguna expectativa que llenar, ningún compromiso. Ninguna decisión. Se imagino levitando de tan ligera. Se imagino como el viento que se había detenido para ella. Quiso volar.

Tum. Tum.

Tum. Tum.

No había canto de pájaros, ni sonido alguno de perros ladrando a intrusos. No se escuchaba ni el lento crecer de las raíces bajo la ciudad de metal. No se movía ni una rama del árbol que quisiera alcanzar el Sol.

Tum. Tum.

Se imagino invisible, más rápida que la existencia del mundo y más ligera que el mundo, más fuerte que la gravedad. Se quito la ropa. Le estorbaban los holanes y las ataduras de sus pantalones. Se quito los zapatos, se soltó el cabello, se lavó la cara.

Su mera existencia era divina, sus pies que no chapoteaban en los charcos, el latir de su corazón viejo y torpe, la rapidez de su mente, la ligereza de su alma. Decisiones. Reloj. Tiempo. Compromiso. Crecer. Casarse. Trabajo. Universidad. Escuela. Estudio. Decisiones. Tiempo. Vestidos. Tacones. Rímel. Tiempo. Decisiones. Universidad...

No importaba nada. Nada. Nada. Y lo grito al mundo sólo que el viento no existía para llevarse sus palabras, sólo estaba la vibración de las mismas. Nada. Nada.

Tum. Tum.

Tum. Tum.

Nada...

Golpeaba los edificios con todas las letras, entraba y golpeaba los cristales y los hacía vibrar haciéndolos parecer más vivos de lo que estaban.

Nada. Nada. Tum. Nada. Tum.

Y volaba. Hasta las nubes y más lejos hasta dónde sus oídos le permitían y luego subía un poco más olvidándose de la presión y de las manos invisibles de la tierra que la amarraban. Volaba más alto. Como nadie nunca voló. Sus oídos ya estaban destrozados y sólo escuchaba el pitido del silencio, el sonido agudo de cuando ya no hay nada más que oír.

El sonido de que ya no había nada más que moverse. Nada más que existir. Nada más que ver. Nada más que sentir. Se dejó caer. Desde lo más alto que llegó. Cayó como caen las aves de una flecha en el corazón sólo que esta vez tenía una sonrisa entre sus labios. Abajo la esperaba un hombre vestido con saco morado mirándola fijamente esperando a que tocara el suelo. La tierra que la reclamaba.

Nada. Nada. Tum. Tum.

Tum.

Tú.

Y el mundo volvió a girar.

Diario de una ilusiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora