Capítulo 1: Maia

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Maia

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Maia. El nombre rebotó como un eco en mi mente. Mis ojos se posaron sobre una de las paredes de cristal y vi que mi semblante, pálido y demacrado, mostraba confusión. Maia. Así me había llamado aquel extraño y aterrador hombre. Maia. Él me llamó una y otra vez de esa manera, y yo no lo comprendí. ¿Qué era Maia? O ¿quién era Maia? No podía ser mi nombre, yo no tenía ninguno. Sabía que el resto de las personas sí, las había oído mencionarlo en las calles por las que deambulaba. Pero a mí jamás me habían otorgado ninguno. Siempre me llamaban «niña», «mocosa», incluso una vez me habían llamado «pulgosa», aunque yo no comprendía lo que significaba esa palabra.

El hombre era alto, mucho para lo delgado que se veía. Era tan alto que yo apenas podía distinguir algunos de sus rasgos. Parecía que tenía el cabello oscuro, aunque en algunos sectores se veía más claro, como amarillo. Su rostro tenía demasiadas líneas marcadas, era muy cuadrado, o eso percibía. No podía distinguir su color de ojos, estaban ocultos por unos lentes oscuros. Pero yo estaba segura de que daban miedo, todo él lo daba. Su voz era demasiado grave y fuerte, además, vestía con ropa cara. Era la clase de hombres que, cuando me veían en la calle, corrían la vista a un lado con asco y le pedían al resto del mundo que se deshicieran de mí, como si fuera de una rata como las que me acompañaban las pocas veces que lograba ocultarme en los callejones iluminados para poder dormir.

—Maia, cariño —dijo una mujer.

Era grande, tenía arrugas.

—Maia —insistió el hombre.

Yo no comprendía por qué insistían con decir esa palabra. Yo no conocía a ninguna Maia; yo no conocía a nadie.

Y tampoco comprendía por qué unas personas extrañas me habían sacado del callejón donde dormía, ni por qué me habían limpiado y me habían apoyado las manos en la cabeza por un largo rato. Mucho menos entendía por qué ese hombre había aparecido junto con esa mujer. No tenía idea de dónde me encontraba ni el motivo por el cual estaba allí.

—Mocosa, te estamos hablando —masculló el señor.

Y entonces me di cuenta de que Maia era yo, solo que no lo era.

—¿A... a mí? —dudé con una voz áspera que lastimó mi garganta.

Yo casi nunca hablaba, porque nunca nadie me escuchaba.

—Sí a ti —confirmó el señor y sus cejas se hundieron por debajo de sus lentes.

Retrocedí, asustada, y la señora vieja se acercó un poco más, con su rostro también fruncido en ese gesto que conocía muy bien. Los dos adultos estaban enojados.

—Samuel, no te llamamos para esto —renegó la señora y apoyó una de sus manos en el hombro del señor aterrador.

—Me llamaron porque esta mocosa es lo que necesito, no para que me comporte como un caballero, madre —escupió y se sacó los lentes.

La sombra oculta (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora