Cap 41. Regreso

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Maurice.

No durmió en toda la noche y yo tampoco, oírla sollozar de esa manera no me permitió cerrar los ojos, por más que intenté tranquilizarla no lo logré, la abracé, acaricié su cabello por horas, le canté al oído y nada sirvió para que dejara de llorar.

Esa presión que se me genera en el pecho cada vez que la veo llorar de esta manera se hizo acusante con el paso de las horas, con el susurro de sus oraciones, con sus lamentos ahogados y con su renuencia a acurrucarse contra mi pecho como lo hace cada noche. 

Sé lo que debe estar sintiendo, lo mismo que sentí cuando Vanessa me dejó por otro, es como un hueco doloroso que tratas de llenar con algo sin lograrlo. Al amanecer cuando debemos levantarnos está demasiado hinchada, sus ojos y nariz enrojecidos y su cabello un completo desastre.

No digo nada porque no sé que decirle, las explicaciones están de más, ella no va a comprender mis motivos, lo que me orilló a hacerlo, y ahora que los pienso detenidamente, creo que yo tampoco me entiendo, ahora que miro hacia atrás ese día, yo tampoco veo lógicas mis acciones, sin embargo, de nada sirve arrepentirme y lamentarme, lo hecho, hecho está y lo único que me queda por hacer es tratar de corregirlo. 

Ella permanece en silencio, sin mirarme, quiero que lo haga, que hable conmigo, asegurarme que de verdad me perdonó, pero no quiero presionarla, si necesita un poco de tiempo y espacio para procesar las cosas, se lo daré, al fin y al cabo estamos casados, ella no puede ir a ningún lado, sólo debo esperar que se le pase para que las cosas vuelvan a la normalidad, mientras intentaré que entienda que lo que pasó con Vanessa es intranscendental.

—¿Tienes la maleta lista? —pregunto en voz baja, ella asiente sin mirarme, cabizbaja, acomodando las sábanas de la cama—. No vayas a olvidar nada, encárgate de la mía, voy a tomar una ducha. —No responde, por lo que me pongo de pie y me meto al baño.

Tenemos el tiempo medido, debemos salir de casa en una hora para llegar a tiempo al aeropuerto, me ducho rápido, cuando salgo ella ya tiene las dos maletas sobre la cama y la habitación perfectamente ordenada. Entra al baño, sigue sin mirarme y esa actitud suya me desespera porque no me gusta ser ignorado, entiendo que se sienta dolida, pero eso no quita el hecho de que sea mi esposa y tenga que atenderme. 

Sale rápido y ya vestida, mete las últimas cosas a nuestras maletas y amarra su cabello en una coleta desenfadada. Los minutos pasan sin que se digne a hablarme o mirarme y mi humor va tornándose oscuro, para cuándo llega el momento de bajar con nuestras pertenencias no estoy en mis mejores momentos.

Aneka saluda alegre, papá ya está en la mesa, sentado en su silla de ruedas con la mascarilla de oxígeno puesta y el tanque a un lado. Al ver a Priscila su rostro se ilumina, sin embargo, al percatarse que ella no se encuentra sonriente como cada día fija sus ojos azules en mi, exigiendo silenciosamente una respuesta que no puedo darle, porque no soy capaz de decirle a mi padre lo que hice, no soy capaz de romper así su corazón, como el de Priscila.

Él le extiende los brazos para abrazarla, ella no duda en hincarse frente a la silla y dejar que mi padre la envuelva y acaricie su cabello, la veo sollozar levemente y esa maldita presión fastidia.

—¿Qué tiene mi nuera consentida? —pregunta papá levantando la barbilla de Priscila, ella se apresura a limpiar sus mejillas.

—Estoy sensible por la partida —miente, o tal vez no sea mentira, pero esa no es la verdad de su actitud—, haber venido a Alemania y conocerlo a usted fue lo mejor de este viaje. —Papá le sonríe y besa su frente, tomo a Priscila del brazo y la ayudo a levantarse, debemos desayunar ya.

Tenemos el tiempo medido —digo a mi padre y Aneka, para que no se extiendan demasiado con las despedidas.

El desayuno es silencioso, tanto mi nana como mi padre notan la tensión que hay entre mi esposa y yo, ella no me mira, no me ofrece nada de lo que hay en la mesa como cada mañana que se preocupaba porque desayunara lo más posible, no está sonriendo y hablando con palabras venezolanas que hacen reír a papá y a Aneka, no come como osito preparándose para la hibernación, apenas picotea las salchichas y da un par de mordiscos al panecillo y algún sorbo corto al jugo. Papá no deja de lanzarme miradas escrutadoras, puedo notar su molestia conmigo, él piensa que yo le hice algo.

Boda de OdioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora