Prólogo

47.2K 2K 233
                                    

¡PAAM!

Mi costado izquierdo golpeó con fuerza el suelo de gastada madera, provocando un horrible ruido del que ya estaba acostumbrada. El estruendo reverberó por el pequeño y vacío lugar. Él se acercaba a mi, sentía sus ruidosas pisadas chocar contra la madera cubierta de hongos. Respirando aceleradamente, moví un poco la cabeza para ver cómo él lanzaba contra mi estómago la botella de vidrio de cerveza que él había acabado unos instantes atrás. Ahogué un chillido al sentir un agudo dolor en mi vientre, por lo que supe que el vidrio me había rasguñado y roto una de mis únicas camisetas que ocupaba para dormir. Los vidrios rotos saltaron por todo el lugar, haciendo que se escucharan por sobre mi jadeante respiración. Vi como una sonrisa cínica y satisfecha aparecía en sus resecos y pálidos labios. Sus oscuros ojos estaban impregnados en sangre por el alcohol que corría libremente por sus arterias.

Me pateó cruelmente las costillas, aun sonriendo, quitándome el aliento y haciéndome aullar por el dolor del impacto de la punta de su gastada bota. El rió, mientras caminaba hacía la única silla que tenía una pata astillada. Se sentó en ella y me miró.

—Eres tan estúpida. Supongo que eso te enseñará a que debes dejar todo limpio antes de que yo llegue.

Respiraba entrecortadamente. La sensación de tener a tus pulmones intentando recobrar el oxígeno perdido por el golpe era increíblemente dolorosa. Gimiendo, intenté ponerme de pie, pero de inmediato caí débil por el dolor de mi pecho y el agudo dolor de la herida de mi vientre. Sacando fuerza mental y física, volví a intentarlo y me levanté, tambaleándome. Me afirmé de la mesa desgastada para evitar caerme. Bajé la vista.

Sabía que el contacto visual era malo.

—Lo siento, padre.

—Vete, no te quiero ver aquí. No gastaré mi comida en ti.

Asentí, e ignorando el dolor de mis costillas, caminé hasta mi pequeña habitación. Me dejé caer en la cama, mientras buscaba bajo mi almohada una gasa elástica. Me la coloqué sobre mis costillas, apretando firmemente y evitando así más daño en mi interior. Luego, con movimientos casi mecánicos, agarré una venda algo sucia y ya utilizada, pero no me preocupé por una infección. Todo sería más fácil si estuviera muerta. Vi el tajo que estropeaba mi piel y me alegré al ver que no era muy grande, sólo 3 cm de largo y fino. Me cercioré –mordiendo mi camiseta para evitar gemir por el escozor- que no había ningún pedazo de vidrio incrustado en él y cuando estaba satisfecha por mi inspección, coloqué la venda sobre la herida.

Yo debía de sufrir este tipo de abuso casi todos los días, pero no podía detenerlo... no tenía la fuerza para hacerlo. Él era mi padre, después de todo, y no quería perderlo para quedarme más sola de lo que ya estaba. ¿Qué haría yo, sin dinero? Sería morir de hambre o de sed si no lograba conseguir agua... y de todas formas ya estaba acostumbrada a recibir los golpes. No era lo suficientemente valiente como para irme de ese espantoso lugar.

Su alcoholismo comenzó con la muerte de mi madre. Yo para ese entonces tenía 12 años, y no entendía porqué mi madre nos había abandonado de esa forma. Mi madre esa misma tarde había salido a comprar algunas cosas para la casa, un auto no alcanzó a frenar y terminó arrollándola y quitándole la vida. Papá cayó en un estado grave de depresión, y comenzó a tomar más de la cuenta cada noche. Mi primer golpe fue cuando tenía 13 años cuando me había tropezado y caído sobre la alfombra y, accidentalmente, mi pie chocó contra la mesa que contenía una botella casi vacía de cerveza. Papá se enfureció conmigo y me golpeó tan fuerte el brazo que me lo fracturó. Supongo que le quedó gustando esa sensación de superioridad que sentía cuando me levantaba la mano, ya que siguió así cuando veía en mi cada pequeño error que cometía. Los daños a veces eran graves, por eso tomé clases de primer auxilio en mi escuela todo un mes. Allí aprendí y logré aprender a curar mis heridas yo sola. Esta no sería la primera vez que mi padre, golpeándome, me hacía un tajo.

Suspirando entrecortadamente, apreté las vendas y me acosté en el incómodo y desgastado colchón que tenía. Lograba sentir cada uno de los resortes y en la mañana mi espalda dolía, pero era mejor que dormir en el suelo. Papá no tenía dinero para comprar nuevos, ya que cuando ganaba dinero se iba a emborrachar con los mejores licores que había hasta más no poder.

Me cubrí hasta la cabeza con las finas y frías sábanas de poliéster, y, tiritando de frío, me quedé dormida.


Sálvame © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora