Dictador 3/?

99 19 17
                                    

— México ¡Por acá! —el peruano alzó su mano desde el lugar en donde se encontraba—. Tiempo sin verte —se levantó para poder saludarlo—. ¿Cómo has —un puñetazo de la nada lo hizo caer al suelo.

— ¡¿Pensaste que podrías mentirme a mí cabrón?!

— ¡¿Qué mierda te pasa?! —con su antebrazo limpió la sangre de la herida.

— Vengo de las oficinas de OMS, con Chile —enfatizó el nombre.

Entonces entendió porque estaba tan enojado.

— ¡¿Por qué me mentiste, sarnoso?! —lo agarró por el cuello de la camisa levantándolo—. ¡Por qué, chinga! —lo sacudió.

— ¡Porque no quería que te preocuparas por nada! —puso sus manos sobre las suyas—. Es sólo una dictadura. Además, a los chilenos les encanta jactarse de que lo hacen todo solos ¡¡Él no te necesita!!

— ¡Tú no decides eso! —gritó y lo lanzó al suelo. ¡Y me vale madres si me necesita o no, soy su amigo y te confié su estado! —lo señaló—. ¡Ni siquiera tenías que cuidarlo, sólo era decir la verdad! ¡¿Ahora también eres un pinche mentiroso?!

— ¡Deja de gritar, nos están mirando! —recorrió su alrededor con los ojos, avergonzado.

— ¡Y la verga me pueden ver si quieren! Que putas me importa.

— ¡Ya olvídalo, pe! ¡No es como si se pudiera cambiar!

— A mí puedes mentirme como quieras en lo político, puedes fallarme mil veces y me dará igual —México se puso de cuclillas a la altura del rostro del peruano—. Pero cuando se trata de las personas que me importan, ahí valió madres cabrón —sentenció amenazante.

El celular en su bolsillo comenzó a vibrar, notó que tenía un par de llamadas perdidas, así que contestó rápidamente.

— ¿Bueno? —su expresión molesta cambió a una de preocupación—. Voy para allá —colgó la llamada—. Tú vienes conmigo —señaló al andino.

— No puedo, vine aquí por trabajo. Además, tampoco quiero.

— No era una pregunta.

Ya sin energías para discutir, se resignó a seguirlo. Luego tendría que arreglárselas para explicar la falta a su compromiso. Viajaron juntos en un taxi, cada uno en su mundo, que los llevó hasta las instalaciones. Ya en el lugar una corriente recorrió la espalda del pelirrojo, los hospitales le provocaban escalofríos. Siguió al más alto hasta un pasillo que le pareció interminable.

— México, que bueno que ya llegaste.

— Perdón por no contestar antes, estaba encargándome de un asunto —miró de reojo al peruano.

— Perú ¿Cómo estás? —saludó amable al verlo—. ¿Qué haces aquí?

— Bien, gracias. Y lo segundo, creo que México sabe la respuesta —dijo de mala gana.

— Viene conmigo por lo de Chile, no tengas problemas por hablar en frente de él. No hay pedo —le dio una severa mirada de advertencia sobre lo que le sucedería al bicolor si esta vez no le cumplía.

— Hablando de Chile, ahora está descansando en una habitación —los guió hasta ella.

— ¡¿Le pasó algo?!

— Tuvo una especie de crisis y le di un sedante. Ya debería haber despertado —observó su reloj—. Pero asumo que últimamente no ha estado durmiendo bien.

— ¿Crisis? —fue el pelirrojo quien esta vez preguntó.

— Asumo que colapsó, no sé cuánto tiempo habrá estado soportando lo que sea que le suceda. Sin embargo su cuerpo ya le pasó la cuenta, por así decirlo. Los cortes en sus brazos no eran cortes en sí —se dirigió a México—. Eran rasguños, hay quienes en medio de un ataque de pánico o ansiedad se autolesionan inconscientemente. Justo como tú solías hacerlo —miró a Perú-. Te mordías las uñas a tal punto que te destrozabas los dedos.

Amor TricolorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora