veintidós

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-¿Por qué estás llorando?- le preguntó desde el umbral de la puerta a Lidia, con el mejor tono posible, e intentando forzar una sonrisa amable-. ¿Estás bien?

Lidia le lanzó una mirada de profundo despecho desde su sitio, con la cabeza entre sus brazos, apoyada en su escritorio, donde lloriqueaba. Junto a ella, una nota con la evidente caligrafía de su madre se dejaba ver, arrugada y vuelta a estirar.

-No te importa-hipó, con furia-. Nunca te he importado...

-Lidia...- suspiró Prudence, a pesar de que sabía que la acusación no era falsa. Habría sido mucho más feliz sin que Lidia y su madre se hubieran unido a su familia, y nunca había tenido sentimientos hermanables hacia ella, pero hasta cierto punto comprendía que no podía culparla-. Si no quieres contarme, está bien. Pero tampoco creo que tengas alguien más con quien hablar...

Lidia le lanzó una mirada furiosa, que enmarcaba la rojez de sus mejillas y frente producto del llanto.

-¿Te agrada saber que no tengo a quién más recurrir, verdad?- bufó, soltando unas cuantas lágrimas, que se secó con brusquedad.

-Por supuesto que no...

-¿Ah no?- resopló, sacando un pañuelo de entre el escote de su vestido para limpiar su rostro y nariz con suaves golpecitos-. Pues creí que te agradaría. A fin de cuentas me has ganado en todo. Tu padre te dejó comprometida con el más apuesto y encantador de los duques de Gran Bretaña, mientras que a mí...

-Papá te dejó una dote, y una residencia...

-Me dejó una madre destruída- replicó negando con fuerza-. Una madre enferma, perdida y rota... Y no tengo a nadie más en el mundo, Prudence. Tu tienes a Letice, a Mathew y al bendito Duque de Hamilton que te sigue como un perro faldero...

Prudence apretó los puños con fuerza, intentando contener el impulso de abofetearla. Por eso nunca habían podido congeniar: Letice no sabía hablar sin escupir odio ante cualquier dificultad. Pero, en atención a su objetivo de investigar a los miembros de su familia, comprendió que la vulnerabilidad en la que se hallaba la joven podría resultarle sumamente provechosa.

-Creí que tu madre había sido siempre igual de... poco agradable.

Lidia rodó los ojos.

-Mi madre...- bufó. Tomó la nota que reposaba de cualquier manera sobre el escritorio y se la tendió- Le escribí contenta, Prudence. ¡No podía ser más feliz! Por un instante creí que nuestros problemas se habían solucionado. ¿Sabes lo precaria que resulta nuestra existencia ahora? Nuevamente, dependemos del amparo y la buena voluntad de personas que nada tienen que ver con nosotras... pero ella no lo comprende. ¡No está en sus cabales!

Preocupándose honestamente por el estado nervioso de Lidia, se le acercó con el sigilo de un cazador a su presa moribunda. Sirvió un vaso de agua del jarro que reposaba en la mesilla de noche y se lo acercó.

-Ten, bebe un sorbo y respira un poco- le ordenó con el entrecejo fruncido de curiosidad-. Tal vez, si logras contármelo, pueda ayudarte de algún modo... Después de todo, como tu dices, pronto seré la duquesa de Hamilton, y dudo que no pueda hacer algo por ustedes.

Lidia se hundió de hombros con gesto huraño, pero aceptó la instrucción y tomó un par de tragos largos, respirando un par de veces para tranquilizarse.

-Tal vez puedo conseguirte unas sales...- continuó Prudence, viendo a su alrededor.

Lidia negó con fervor, aun apretando los labios.

-¿Un coñac?- dudó Prudence, aventurándose a bromear.

Lidia bufó y bebió otro sorbo de agua.

-Mamá está muy mal, Prue-susurró, negando con la cabeza- Creí que las aguas le vendrían bien, pero no estoy segura de que estén funcionando. Su afición por el láudano la ha enfermado...

La PrometidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora