El haber vivido durante su infancia en casa de Lord Churston, Churston Court, la que se caracterizaba por sus innumerables pasadizos ocultos y habitaciones secretas, había despertado en él una cierta pasión por los acertijos y pasadizos. Por ello, se sorprendió gratamente aquella tarde, mientras se alistaba para la cena en la habitación de invitados que se le había otorgado, descubrir una puerta secreta tras su armario.
Había sido una mera casualidad, provocada gracias al descuido con que había intentado calzarse la collera en el puño de mano derecha. El diminuto accesorio resbaló torpemente de entre sus dedos, golpeado contra la marquesa de los pies de su cama, para rodar hasta esconderse bajo el enorme armario de caoba. James había intentado agacharse para verlo, y el lacayo que lo asistía había incluso intentado introducir su mano en el reducido espacio, pero resultaba imposible alcanzarlo. Aquellas colleras en particular, habían sido un regalo de Lord Churston, la navidad en que James cumplió la mayoría de edad, por lo que guardaba por ellos un especial cariño.
Pensó en usar otras durante la velada, pero temiendo olvidarla para siempre en aquél rincón de esa casa a la que pensaba nunca regresar, se arremangó las mangas de la camisa y le pidió al lacayo, que se veía joven y robusto, que lo ayudase a correr el enorme ropero. El joven sirviente pareció dudar de su plan maestro, pero James no estaba dispuesto a que lo contradijeran. Por varios minutos, y tras un enorme esfuerzo, lograron apenas despegar de la pared el monstruoso mueble.
Pensó incluso en echarlo abajo, pero el estruendo podría atraer a los demás habitantes de la casa, curiosos, y no deseaba un desfile de mujeres llorosas en su habitación. Acabó ordenándole al lacayo a que trajese a un asistente. El pobre sirviente, cansado y con el rostro enrojecido, salió para regresar a los pocos minutos seguido de un jovencito de unos veinte años. No vestía los colores de la casa, si no que traía botas altas de cabalgata y la camisa sujeta por suspensores, por lo que pudo suponer que se trataba del mozo de cuadras. Era bien parecido, y se le veía divertido ante la misión para la que había sido mandado a traer. Con buena disposición y sonrisa amable, ayudó a James a mover lentamente el armario, justo los centímetros suficientes como para meterse tras él.
El duque, satisfecho de su empresa, se metió en el hueco que se hubo formado entre la pared y el armario. De inmediato divisó su collera, lo que comunicó con entusiasmo a sus asistentes.
Como el espacio obtenido por el esfuerzo de mover el armario era aun muy angosto, apenas había podido agacharse para tomar su collera, y cuando debió esforzarse y maniobrar para ponerse nuevamente en pie, acabó afirmándose de la pared. Al pasar, una de sus manos rasgó un orificio. Su instinto de niño curioso lo llevó a observarlo un momento con detención.
–¿Está todo bien, mi Lord?– preguntó el lacayo desde el otro lado del armario.
Pero James no le prestó atención. Por el contrario, observaba con atención la rendija que sus dedos habían descubierto.
–¿Sería alguno de ustedes tan amable de alcanzarme el abrecartas que está sobre el escritorio?– les pidió, por toda respuesta.
Los sirvientes, sin saber que ocurría, decidieron obedecer a su petición sin hacer preguntas. James apenas pudo ver los dedos y ojos del lacayo que le entregó la diminuta daga con sumo cuidado. Apenas tenía espacio para maniobrar, pero en un limpio y preciso movimiento, clavó el abrecartas en la hendidura. No tuvo que moverla mucho más, antes de que el característico click de una cerradura abriéndose sonara, confirmando la teoría del duque.
–¡Ajá!– gritó, eufórico cuando, tras un suave empujoncito, una pieza de la pared del tamaño de una puerta baja y angosta, se abrió ante él.
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La Prometida
Historical FictionLord James Hamilton, el joven Duque de Hamilton, disfruta de la temporada social como de costumbre cuando es solicitado con urgencia por el Barón Churston, su gran amigo y antiguo tutor legal, para realizar juntos una visita a la finca familiar del...