siete

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La siguiente gran tarea que se encomendó el Baron Churston fue la de instruir a Mathew para que tomase las riendas del ducado, la finca y las minas de carbón que administraba la familia.

Misión que, tratándose del hijo heredero de un duque, podría imaginarse avanzada y sencilla pero que en realidad resultó ser una de las más difíciles empresas en que se hubo embarcado en su vida.
Mathew se mostraba reacio a ratos, insistiendo tercamente en no encontrarse listo para la tarea, y a otros, demasiado entusiasta y apresurado, actitud que lo llevaba a tomar decisiones equívocas y disparatadas.

James no tardó en percatarse que la pequeña fierecilla con la que sus padres lo habían comprometido observaba de cerca y con profunda hostilidad las conversaciones sostenidas a la hora del té o durante la cena entre Lord Churston y su hermano. Parecía molesta y herida, y lo dejaba entrever en los mordaces comentarios que lanzaba en un desagradable tono irónico sobre la administración, los gastos y las regalías de las minas, dejando en ridículo constantemente a su hermano, el que claramente, poco y nada sabía al respecto.

Entre el amable Arnold Gibbon y Lord Churston, debieron darse a la tarea de enseñar al nuevo duque desde sus deberes más básicos, hasta las responsabilidades más suntuarias asociadas a su nueva posición, como si en todos sus años de educación no hubieses aprendido nada. James comentó a John que más valdría educar a un mozo de cuadras en la nueva labor que al heredero, mientras bebían una copa a solas en la biblioteca. Lamentablemente, no se percató de que la hermana del duque entraba al salón en ese preciso instante, por lo que se llevó un buen golpe en la nuca al pasar de la dama como castigo, pero mientras el joven se sobaba la cabeza y el Barón sonreía con sorna, para sorpresa de James, la joven les obsequió una sonrisa de triunfo mientras se servía una copa para ella misma en el bufé, comentando con total naturalidad que conocía a un candidato ideal para el cargo. 


Pasados unos días, Lord Churston reconoció ante su amigo y la joven, con los que había desarrollado la costumbre de beber una copa junto al señor Gibbon en la biblioteca antes de irse a dormir,  que no acabarían pronto con Mathew. Agobiado, les puso al tanto de su intención de regresar pronto a la ciudad, ya que deseaba aparecerse en algunos eventos que lo comprometían antes de acabada la temporada, cuestión que en vista de los avances del duque, le parecía lejana.  Si bien Prudence aprovechó la ocasión de hacerles saber que la ineptitud de su hermano no era si no culpa de su propio padre, que nunca le obligó a prepararse para su cargo, acabó ofreciéndose a aliviar la tarea del barón encargándose ella misma de dejar en orden algunos asuntos financieros y de preparar el escritorio para el uso de Mathew. 

Lord Churston no dudé en aceptar la propuesta de Prudence, y con ciega confianza dejó en sus manos la misión de desocupar el escritorio de su padre de sus efectos personales, a fin de que Mathew tomase posesión del estudio como correspondía a su cargo, así como de finiquitar algunos asuntos financieros y contables de las empresas que ahora Mathew dirigiría.

Si bien le molestaba profundamente ayudar a su hermano con el asunto, que el Barón y su pupilo se retirasen de regreso a la ciudad le parecía de lo más atractivo. No es que James le pareciera desagradable o molesto particularmente, ni mucho menos el Barón, pero si deseaba una temporada a solas en el que pronto dejaría de ser su hogar, y lamerse las heridas del corazón a solas, sin la necesidad de fingir que no sentía el gran dolor que la carcomía por dentro. 

Se hallaba abocada a la tarea de organizar el despacho, vaciando cajones y armarios, y clasificando entre libros contables roñosos y libretas sin usar. Lo único verdaderamente útil de aquella habitación se hallaba en el pequeño armario bajo el escritorio, en el que ella misma había organizado desde muy joven  los libros de cuentas y facturas de la finca, tal y como su madre le había enseñado.  Todo lo demás no eran más que cachivaches y baratijas de su padre: Libros a medio leer, cartas sin abrir, invitaciones sin responder...Su padre nunca acababa nada de lo que iniciaba. Siempre descuidado y distraído, olvidaba la tarea que se traía entre manos prontamente al verse atraído por otra. Aun así, revolver entre sus cosas le había causado gran conmoción.

La PrometidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora