seis

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Desde la llegada del Duque a Bestwood Park, el recuerdo de aquella noche, ocurrida apenas un par de días antes de la muerte de su padre, le atormentaba entre sueños.

No podía recordar el grado de locura que la había invadido para llevarla a arrojarse de aquél modo en los brazos de quien entonces no lo sabía, era el Duque de Hamilton y su futuro esposo. ¡Y el muy descarado tampoco había sido lo suficientemente galante como para permitirle olvidarlo!
Había bromeado al respecto y lanzado una que otra indirecta cuando se hallaron a solas, con el único fin de alterarla.

Pero ella no se lo permitiría. Se mostraba hosca y distante, resguardando la poca dignidad que le quedaba ante los ojos del joven Duque.

También, por su parte, lamentaba haber perdido por un instante la atención en su amado aquella noche, ya que tampoco había sabido entonces que aquél sería su último encuentro.

Lo extrañaba terriblemente y aun sufría en silencio al pensar en el modo en que le daría la noticia de su pronto matrimonio.
Sabía bien que se vería obligada a dejar de verlo.

No solo por respeto a su futuro esposo, si no también a sus obligaciones como futura duquesa, las que conocía muy bien.

Había sido formada toda su vida para asumirlas, en cada detalle, para convertirse en la esposa de, a lo menos, un Duque, por lo que comprendía bien su rol: Debía ser su compañera pública, su bastión y representante social; debía darle un heredero varón en el corto plazo; y por sobre todas las cosas, cuidar del decoro y el buen nombre de la familia a la que ahora se incorporaría.

Cada paso que diera, cada aparición pública, marcarían el legado familiar, repercutirían en la política del ducado, en las relaciones con la Corona, con los demás pares del reino y especialmente de Escocia, con el rol de su esposo en la como Lord representante de Escocia.

No podía equivocarse y caer, envuelta en la tentación de su corazón, en el escándalo.

No al menos con James por esposo. El joven podía resultarle torpe, incauto y algo bobo, pero no parecía una mala persona. No arruinaría la honra de la familia Hamilton con un escándalo, ni mucho menos al clan Douglas. Se comportaría con la dignidad que a su posición le correspondería, por supuesto. Estaba dispuesta a ello, y cumplir con su rol.

Claro que ello no quería decir que le haría las cosas fáciles al joven. No estaba cómoda con la decisión de su padre, no se conformaba con haber perdido su libertad sin que nadie le diera una explicación al respecto, por lo que no deseaba ser amable ni encantadora con él.

James tendría que ganarse su confianza y su amistad, si deseaba una esposa devota en la intimidad del hogar, y ella no le haría la tarea fácil. No por que el joven le desagradara, si no porque simplemente no le apetecía. Aquél matrimonio impuesto arruinaba todos sus planes, por lo que no se entregaría como cordero al matadero, no sin antes dar la batalla.

Los días siguientes a la lectura del testamento transcurrieron entre deberes y tareas que debían cumplirse prontamente a fin de que Lord Churston viese finalizado prontamente su deber de albacea y pudiese regresar cuanto antes a la ciudad, a la que parecía ansioso de regresar.

Como primer gran desafío, por tanto, se lanzó a la tarea de orquestar el dificultoso y agotador traslado de la Señora Mountbatten y su hija a la cabaña adjunta a la casa principal, Alexandra Lodge, tal y como el fallecido duque había previsto. Sin que resultase una sorpresa para nadie, las damas dieron ardua batalla reclamando objetos de valor pertenecientes al mayorazgo por generaciones como propios, objetando los muebles de casa de los que harían uso para su acomodo en la residencia, y exigiendo algunos de los retratos familiares para decoración de sus nuevas habitaciones.

La PrometidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora