veintiocho

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Letice llevaba días molestándolo con el tema, acechándolo durante sus horas de "tiempo libre", como le llamaba a aquellos momentos en que se escondía de toda su adorada familia y se encerraba un rato en la biblioteca a leer en paz, antes de que sus dos hijas, su esposa y su hermana llegaran engalanadas, entre grititos, reclamos y discusiones para partir a algún evento social.

—Tu hija necesita enrielar su vida—le había dicho, con tono áspero, apareciéndose enfrente de el con las manos en jarras. Era la tercera tarde consecutiva que se adelantaba a las demás mujeres en sus preparativos para alguna salida, para atraparlo solo y atosigarlo—. La has descuidado y su honra está en peligro.

—Prudence es una muchacha inteligente, Letice—suspiró cansado, dejando su adorado libro de lado—. Sólo se está divirtiendo, pero estoy seguro de que entrará en razón por sí misma.

—No harás nada—le había acusado ella, con los ojos aguados y los labios curvados hacia abajo. Cristopher pudo adivinar que se cernía sobre el un vendaval de llanto y acusaciones. Estaba acostumbrado. Su hermana solo sabía hacer eso: repartir amargura y rencor por la casa—. ¡Nunca haces nada!

—Querida, por favor, tranquilízate—ofreció una sonrisa amistosa, intentando transmitirle calma—. Prue no se meterá en problemas, ¡es mucho más hábil que todos nosotros juntos!

—Por lo mismo no la protegerás, ¿verdad?—continuó su hermana, apuntándole con un dedo acusador—. ¡Has descubierto lo útil que es administrando tus negocios y prefieres que nunca se case, que se convierta en una solterona, para siempre a tu servicio, como yo!

—¡Santo cielo, Letice!—negó el, poniéndose en pie para alejarse de ella—. Tu no has estado nunca a mi servicio, ¿cómo puedes decir algo así?. Si lo que temes es que Prudence no consiga esposo, he de recordarte que todo está arreglado, será la duquesa de Hamilton algún día, ya lo sabes. Además, no debes temer. Ella no se parece ni a ti, ni a mí. Se parece a su madre.

—¿Te dices todo eso solo para aplacar tu conciencia?—lágrimas corrían por las rabiosas mejillas encendidas de su hermana—. Solo buscas lavarte las manos y olvidarte del problema. Tal y como lo hiciste cuando el coronel y yo acudimos a ti...

—¡Otra vez con el famoso coronel!—bufó el, exasperado y alzando las manos rogando al cielo paciencia—. Querida, tu adorado coronel nos dejó hace ya tanto tiempo que no vale la pena que lo nombres otra vez.

—¡Podrías haberlo salvado! —insistió ella, en un gruñido rabioso—. Podrías haber hecho algo que evitara que... podrías haber pagado con mi dote sus deudas y...

—Helena lo descubrió, Letice—suspiró cansado—. ¿Realmente quieres hablar de esto nuevamente?. Mi esposa acudió a mí, aterrada, con las pruebas. El bendito coronel solo era un cazafortunas, tenía otra mujer, ¿cómo iba yo a permitir que te desposara?, ¿qué clase de hermano hubiera sido si entregaba tu dote a sus acreedores?. No merecía ni mi ayuda ni tu lástima. Solo te estaba utilizando para salvar su cuello.

—No habría sido la primera vez que un hombre jugara con mis sentimientos bajo tus narices, ¿recuerdas?.

—Lo que ocurrió entre tú y John es completamente distinto. Malinterpretaron las cosas. Ambos—la corrigió, negando con la cabeza—. Éramos todos muy jóvenes entonces. Además, querida, merecías mucho más en tu vida que un hombre como el coronel. Merecías que al menos te quisiera...

—¿Y qué obtuve?—le cortó ella, con voz dura. Extendió ambas manos frente a él, mostrándolas vacías—. Nada.

El negó con la cabeza, apesadumbrado.

—Tu dignidad, querida hermana—le susurró, tratando de palmearle la espalda, pero ella había evitado el contacto, yendo hasta el retrato de la que se decía había fundado su familia.

La PrometidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora