Prudence

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Lady Prudence Beauclerck, hija del duque de St. Albans era una mujer muy bella.
De exóticos rasgos, heredados de su madre, la hermosa hija de un noble ibérico, lucía de un largo y sedoso cabello negro, y una afilada nariz.
Gracias a la herencia familiar de su padre, también contaba con unos profundos ojos azul oscuro, y una pálida piel. Pero, su principal característica y lo más destacable de su persona era el fuerte y temperamental carácter que la dominaba, herencia de su fallecida madre.

Desde muy niña había mostrado sus dotes para al mando y la dirección.

Había seguido paso a paso a su madre en la dirección de la casa y había aprendido muy joven a tener mano firme y voz seca para con los miembros del servicio que gustasen de saltarse las reglas.

Era una mujer de armas tomar, decidida y dura, que no se intimidaba ante la voz fuerte de un hombre.

La vida, además, la había obligado a aprender a encargarse de todo por si misma desde muy joven.

Su adorada madre había sufrido muy joven aun de una extraña enfermedad, que la había condenado a permanecer encerrada y sin visitas por una larga temporada, hasta su triste fallecimiento.

Prudence contaba entonces con apenas 15 años.
Su padre, Lord Christopher Beauclerck, de débil espíritu y baja fortaleza, se había hundido en su tristeza.

Durante meses, envuelto en su duelo, vivió el dolor encerrado en sus habitaciones, sin dejarse ver por ningún miembro de la familia o del servicio, y abandonando por completo a su joven hija.

En ese entonces, el hijo mayor del duque y heredero al título se hallaba en el continente, en uno de sus extravagantes viajes de exploración, y la hermana del duque, Lady Letice, que residía con ellos y no contaba con un carácter más firme que el de su hermano, por lo que no supo hacer frente a la situación.

Sin nadie más que se encargase del ducado, Prudence se armó de valor y tomó el mando por sí misma.
Se encargó de cada aspecto que requería atención en la finca: salarios, ingresos, gastos, reparaciones de viviendas para sus arrendatarios, alimentación del hogar, los permisos para la explotación de la mina de carbón que en el terreno se asentaba, lo que fuese necesario.

Para cuando su padre al fin decidió asomar la cabeza fuera de su cuarto, se halló con que todo seguía en perfecto orden, como si el nunca se hubiera ausentado.
Encantado, alabó los dotes de su querida hija y, para sorpresa de ella y de los sirvientes, ordenó que continuase a cargo de cuanto fuese necesario, ya que el requería revitalizarse.
Partió una temporada a Bath, a tomar las aguas y a su regreso, junto con anunciar que se encontraba completamente curado del dolor que la partida de su esposa había provocado, también presentó, con renovada energía, a la que ahora era su novia: Una mujer pasada de edad, con voz chillona y que, como no tardó en evidenciarse, con una fuerte adicción al láudano. La señora Mountbatten, viuda de uno de los hijos de Lord Mountbatten.

Además, la mujer cargaba con una hija, Lidia, que contaba la misma edad que Prudence, pero que no gozaba de los dones que a ésta la naturaleza le había otorgado.

No tardó en nacer la batalla campal entre las jovencitas, de la que ninguno de los padres se daba por enterado. Estaban muy ocupados, disfrutando de bailes y cenas que la misma Prudence debía organizar, como para notar como Lidia, celosa del natural encanto de la hija del duque, intentaba con infructuosos esfuerzos estropear cada evento que Prudence organizara.

Luego de la boda, el enceguecido duque decidió también adoptar a la hija de su extravagante esposa, lo que provocó la ira de su propia hija.

Ella escribió a su hermano con suma urgencia para informarle de los planes de su padre, pero Mathew no había hecho más que dar gala de su egoísmo al enviar una única misiva a su padre, insistiendo en que si llegaba a adoptar a aquella muchacha, al menos dejase claro en su testamento que no tocaría un céntimo de la herencia del ducado.

La PrometidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora