Capítulo 0

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La última vez que vi el mundo exterior, creí que no volvería a quedarme sorprendido ante la falta de sentido del mismo, pero me equivoqué, fue igual de sorprendente como la primera vez que lo vi.

Desde el mismo momento de mi nacimiento, mi existencia se vio enredada en rigurosas rutinas que todo habitante del RCUM estaba compelido a seguir. En el trasfondo de aparente perfección, se escondía una verdad que me resistía a aceptar sobre mí mismo. A medida que los días avanzaban, una insípida sensación de desencanto se apoderaba cada vez más de mi ser.

Bajo la fachada de estabilidad social, emergían en mí súbitos ataques de cólera, reacciones viscerales ante una sociedad que, a pesar de carecer de muchos valores y derechos, seguía siendo, en ciertos aspectos, estable. Mis reflexiones se convertían en un laberinto de contradicciones, tratando de conciliar la aparente normalidad con la creciente insatisfacción que anidaba en mi corazón.

En un escaso respiro de mi apretada agenda, decidí aventurarme a caminar después de una sesión de terapia que dejó su huella en mi cuerpo y alma. Opté por tomar el transporte que conducía a la última estación, atraído por la promesa de vislumbrar, tras unos pasos a pie, la extensa pared que dividía en dos al RCUM: el filo del abismo, como lo llamaban. Se decía que observar detenidamente esa muralla revelaría la cruda realidad de nuestra existencia.

Al llegar al punto deseado, descendí del transporte, apenas manteniéndome en pie debido al dolor que me acosaba. Fue en ese momento, en ese rincón donde la ciudad se revelaba en su límite, que decidí emprender mi huida en solitario, sin depender de la mano guía de Emma.

El dolor, como un sombrío espectro, tejía su presencia en cada fibra de mi ser, constituyendo un obstáculo inquebrantable en mis efímeros momentos de valentía. Ese día, a pesar de la agobiante agonía que me aprisionaba, me aventuré a cruzar el pasillo lúgubre, con sus más de ocho metros de extensión, para alcanzar finalmente la escalera. Descendí con meticulosidad cada escalón, planta por planta, abandonando el hospital que, a esas alturas, se desmoronaba en paralelo a mi estado emocional. Mi destino: la estación de transporte por vía.

Mis brazos, envueltos en vendajes gruesos como un escudo protector, no permitían la más mínima fuga de mi preciada sangre. "No te detengas", murmuré para mí, consciente de que cada paso requería un esfuerzo sobrehumano, y el dolor persistente amenazaba con convertirse en un coro desgarrador. Silencié los pensamientos que intentaban socavar mi determinación, pero cuanto más los suprimía, más clamorosos se volvían. Me impuse continuar moviendo las piernas, avanzando entre las casas en un sepulcral silencio.

Mantenía mi mirada firme hacia adelante, luchando contra la tentación de desplomarme en el suelo. Sin embargo, durante este desafiante proceso, mis rodillas cedieron en más de una ocasión, y la rudeza de la cerámica blanca encontró mi carne con un eco sordo y doloroso.

En aquel entonces, mi edad apenas rozaba los siete años, una edad que, si bien no permitía una total supresión de las quejas ante el dolor, exacerbaba mi vulnerabilidad. Este tormentoso ciclo de dolor persistía día y noche, amenazando con engullirme en su abismo. Un vistazo a mi rostro revelaba la proximidad al colapso; labios temblorosos y ojos cristalinos eran señales inequívocas de mi debilidad, una fragilidad expuesta en un mundo indiferente a los lamentos y lágrimas de un alma quebrantada.

Una alma negando su naturaleza e interfiriendo su proceso de crecimiento, para seguir el estándar del ser incapaz de mostrarse débil frente a otro. Mi meta era dejar a mi alma muerta, y ese pensamiento con el paso del tiempo me dejaba carcomida las pocas horas libres, secuencia que se repetía cada tiempo libre mío. Se sentía como fiebre subiendo en los momentos que supuestamente debían ser reparadores, y la sufría todos los días por voluntad propia.

Extraño Mi CorduraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora