16 Susurros

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La lluvia se detuvo, relegando su lugar a una brisa suave y fría que engordaba la ropa y encrespaba el cabello. Karin veía el cielo nublado desde el porche de la nueva casa donde se habían reubicado luego de buscar por días una propiedad cercada con cemento y en una zona no muy poblada. Le fascinaban los paisajes de cerros altos y suelos áridos de Palatsis, pero más los colores mágicos de su cielo en cualquier estación del año. Aun en noches nubladas, los mantos algodonosos que cubrían el horizonte destellaban con un fulgor amarillento que iluminaba el largo y ancho de la ciudad como si un ángel estuviera sosteniendo una antorcha a lo alto.

Por un momento, la tranquilidad de la brisa y el lejano siseo de la vida nocturna, le regaló la sensación de que todo estaba bien, de que la gente al otro lado de la gruesa barda de cemento que salvaguardaba su vida era normal, y de que detrás de ella misma, al otro lado de la puerta de la casa, sus padres y su hermano estaban acomodándolo todo para empezar a cenar. En cualquier momento escucharía la voz de su madre llamándola como si Karin aún fuera una adolescente y le pediría que entrara a comer con ellos.

En cualquier momento todo terminaría.

En cualquier momento abriría los ojos y respiraría con profundidad, escapando de la pesadilla más temible de toda su vida.

En cualquier momento todo sería normal de nuevo.

La nueva normalidad llegó, sin embargo, con el arrastrar suave de pasos al otro lado de la barda y el murmullo suave de una voz hablando incoherencias. Kaltos los llamaba susurrantes. Decía que no era nada especial, solo que tenía el oído muy fino y escucharlos hablar sin detenerse lo molestaba. Había ocasiones en las que a Karin le daba la impresión de que Kaltos podía escuchar a los infectados a cuadras de distancia, lo que era absurdo por supuesto. Si bien la gente hablaba y en el silencio de la noche sus gemidos y delirios podían tornarse aterradores, nadie podía escucharlos desde tan lejos.

Echó un vistazo hacia la puerta tapiada al otro lado del patio. Habían cubierto la reja con maderas y otras cosas para evitar que nada ni nadie mirara al interior. Para entrar y salir de la propiedad lo hacían a través de una escalera que habían montado contra la barda, desde donde brincaban hacia el techo de la casa vecina, lo recorrían de largo, y bajaban sobre un contenedor de agua lo suficientemente alto para no quebrarse una pierna al momento de brincar. Kaltos había sido el de la idea. Kaltos en verdad parecía pensarlo todo y Karin no estaba segura de si eso la molestaba o la satisfacía.

Pensando en él, recordó que tenía las últimas tres noches sin verlo y auscultó en dirección a la escalera. Se había hecho casi una costumbre que el alto y atlético hombre arribara entre las ocho y diez de la noche, con la mochila llena de suministros e incluso libros y otras cosas para que Rodolfo no perdiera su formación, como Karin alguna vez le había manifestado a manera de inquietud. Una muy estúpida había que añadir. En ese nuevo mundo de caníbales y supervivientes, tal vez era más urgente que su pequeño hermano aprendiera a disparar mejor, a montar explosivos, a conducirse en operativos de supervivencia y a recolectar comida que a enterarse de lo que había acontecido doscientos años en el pasado o a descifrar una operación integral.

Lo último que había pensado en las pasadas tres noches era en dónde yacía Kaltos sin vida, o peor aún, por qué calles estaría vagando como un caníbal enloquecido. Quizás ella lo encontraría alguna vez y tendría que reventarle la cabeza en mil pedazos para librarse de sus ataques. No había más opciones cuando eso sucedía.

Karin había tenido que hacerse a la idea de que no volvería a ver a Kaltos que cuando escuchó el sonido bofo de algo cayendo al suelo, a unos cuantos metros de ella, no pudo evitar recular con espanto antes de ponerse de pie con su rifle automático enristrado. Segundos después del golpe, miró la silueta de una mochila volar por la barda y aterrizar cerca del primer bulto oscuro. Entonces una mano apareció por el filo de la barda, conminando a Karin a afinar su puntería; un cuerpo se impulsó hacia arriba y el inconfundible rostro de Kaltos se asomó. Al escanear el largo del jardín con esos enigmáticos ojos que parecían brillar en la oscuridad, Kaltos localizó a Karin y formó una suave sonrisa. Después se apresuró a terminar de maniobrar su cuerpo y saltó hacia el interior, cayendo a un lado de su pesado equipaje.

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora