42 Susurros

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La noche llegó más rápido de lo que Kaltos había previsto. La oscuridad de la habitación lo había ayudado a pensar y a relajarse, no así a conciliar el sueño. Los humanos vivían de día. Sus pensamientos, sus voces, el ruido de sus cuerpos al moverse, o de su sangre tibia y dulce bombeando por cada una de sus venas y arterias, había mantenido a Kaltos muy atento y ansioso. Había prometido no hacerles daño y lo cumpliría, pero el aroma que expedían al moverse discretamente al otro lado de la puerta había sido apabullante. La misma sed enloquecedora que había palpado una y otra vez en la mente de los infectados había luchado por apoderarse de él. Le había hablado lenta y seductoramente al oído, implorándole por dejarse llevar.

Necesitaba aire fresco.

Retiró las trabas que había puesto en la puerta después de cambiarse de ropa e higienizarse un poco y salió. Para esas alturas no sabría reconocer si la barricada había sido para evitar que alguien entrara o que él mismo saliera. El hambre lo tenía mareado. La desesperación estaba amenazando con volverse un chispazo que generaría una ignición tremenda. Había seis humanos en esa casa. Todos con la suficiente sangre para satisfacerlo por un momento. Después... Ese era el problema. No habría un «después» si se atrevía a ponerles la mano encima, quizás porque no sobrevivirían, o porque lo echarían de su lado, lo que era lo más favorable.

Caminó pasillo arriba, agradecido por encontrar el sendero despejado. Podía escuchar a los niños jugando en una de las habitaciones del mismo corredor. Las oraciones mentales de Lex flotaban en murmullos como si las paredes hablaran. Fred estaba preparando la cena, Karin estaba dándose una ducha y Geneve, la pobre Geneve, estaba muriendo. Era tan joven e inteligente, tan similar a los millares que vagaban en las penumbras del purgatorio en el que se había convertido el mundo.

Alcanzó la escalera de emergencia y cruzó la puerta sin mirar atrás. Solo la tercera planta del edificio había sido asegurada por Karin. El resto era un enigma que Kaltos había descifrado en cuanto había despertado esa mañana. Los susurros de los enfermos que vagaban por los pisos de arriba y de abajo eran más delatores que el suave roce de sus pies dando pasos torpes. No estaban en los pasillos, sin embargo. La mayoría habían quedado encerrados detrás de las puertas perfectamente enumeradas con letras doradas.

Nadie lo molestó en su camino de ascenso. Las escaleras de emergencia estaban despejadas, excepto, quizás, por el rostro que apareció detrás de uno de los pequeños rectángulos de vidrio de la salida de emergencia del último piso. El chasquido de las mandíbulas al abrirse y cerrarse con fuerza tintineó por todo el amplio del cuarto. El rostro estaba deformado tanto por la monstruosidad como por la longevidad que la criatura había alcanzado en vida antes de sucumbir a la enfermedad. Miró a Kaltos fijamente doblar por el pequeño descanso con dos ojos que poco a poco iban adquiriendo un brillo similar al de los felinos, y comenzó a murmurar palabras entrecortadas y nombres que para Kaltos fueron indiferentes.

Lo perdió de vista cuando alcanzó el último tramo de las escaleras que conducían a la azotea y cruzó la puerta para salir al frío de la noche. El cambio de ropa le había sentado bastante bien a su humor y lo había ayudado a distraerse de su ansiedad por un momento, aunque los pantalones le quedaban un poco grandes. Por otro lado, los tenis y la chamarra que cubrían su cuerpo maltrecho y adelgazado se sentían cómodos.

Damus se reiría de él si estuviera ahí.

Se detuvo ante el borde de la azotea y observó el silencioso camposanto disfrazado de ciudad que se extendió ante él. La tormenta finalmente los había alcanzado a Monte Morka. Los cielos encapotados arremolinaban nubes negras que vibraban con la amenaza de desahogar su furia cuanto antes. La electricidad del ambiente le erizaba los pelos de la nuca y sobrecargaba los metales. Kaltos había vivido cientos de tormentas a lo largo de su vida. Ninguna tan significativa como esas que ahora inundaban las calles levantadas por el hombre y rápidamente derrumbadas por la naturaleza.

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora