46 Susurros

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El dolor fue incomparable cuando la consciencia regresó como un alud a golpear y atormentar cada nervio que conformaba el cuerpo de Abel. Intentó inhalar una bocanada de aire que le inundó automáticamente la garganta con sangre y lo hizo atragantarse. No tenía idea de en dónde estaba. El todo terreno había girado sin parar por segundos, tal vez por minutos que a lo largo de la caída se habían sentido como horas. Golpe tras golpe, Abel había sido reducido rápidamente a eso que ahora estaba contorsionado entre los fierros retorcidos y los restos también sangrantes del Teniente que había estado conduciendo. Se habían hecho uno con el vehículo.

Podían haber pasado horas desde entonces, aunque lo más probable era que solo hubieran pasado unos cuantos minutos desde que el carro finalmente se había detenido. El destino tenía un humor extraño al momento de jugar con sus víctimas. No haberlo dejado morir rápidamente, como le había sucedido al Teniente, era solo una forma de restregarle a Abel en la cara lo insignificante que en realidad podía ser la existencia del hombre, no importaba si tenía poder o no, ni cómo lo ostentara.

No podía moverse mucho. Tenía tantos huesos rotos que el verdadero milagro era haber logrado despertar. La sangre que le escurría por el rostro se entremezclaba con aquella que goteaba desde la lámina torcida que había quedado a escasos centímetros de decapitarlo a él también. La cabeza del Teniente pendía del volante, atravesada por alambres y metales que en la oscuridad casi absoluta del infierno en el que de pronto se habían sumergido, no eran muy distinguibles.

Pobre Nimes.

Abel tosió. El impacto de cada convulsión en su pecho fue atroz y los gemidos, esos que había venido evitando desde que había tomado consciencia de lo crucial de su situación y los escasos minutos de vida que le quedaban, salieron a presión por su garganta, salpicando gotitas tibias de sangre sobre su rostro.

Le había prometido a Nimes reunirse con ella más tarde. Le había prometido jamás dejarla sola y arroparla cada noche hasta que la edad de la niña o la vida misma se lo impidieran. Y no podría cumplirlo. ¿Qué le diría Mariana a Nimes cuando reportaran la desaparición del todo terreno? Abel rogaba que las mentiras fueran lo suficientemente convincentes para que su hermosa niña se resignara pronto. Era tan pequeña. Tan indefensa. Era la única luz que había quedado en la vida de Abel, y se había vuelto tan resplandeciente como un sol.

Algo se movió al otro lado de los restos del vehículo y la chatarra gimió a manera de protesta cuando el vehículo amenazó con comenzar a deslizarse nuevamente. Abel tensó la mandíbula, esperando el resto de la caída. Eso que sentía en el estómago, y que había entrado por su espalda, no parecía ser parte del esqueleto del todo terreno. Al tocarlo con los dedos distinguió la aspereza de una rama. Un árbol quizás. La caída había sido detenida por un árbol.

El acantilado podía ser tan profundo que los vehículos habían tardado días en ser encontrados tiempo atrás, cuando aún había civilización. Y Abel había leído en algunos reportes que aquellos que los equipos de rescate lograban encontrar a primera vista era precisamente porque, al igual que le había ocurrido a él, quedaban prensados entre los árboles que brotaban de las laderas.

Movió un poco el rostro para mirar más allá del asiento despedazado contra el que parecían haberse fusionado su carne y sus huesos. No le sorprendió el brillo antinatural de dos ojos amarillos que se cinceló en medio de la oscuridad. Ni siquiera su corazón respondió latiendo más fuerte. Quizás era la resignación del que sabía que iba a morir pronto.

Kaltos terminó de acercándose. Tenía la apariencia de un hombre sano, fuerte y joven, pero sus movimientos eran tan suaves y fluidos que por momentos parecía flotar. Incluso el vehículo dejó de moverse.

—He de admitir que me sorprendiste, Abel.

Abel volvió los ojos al frente. Un halo de luz, pequeñísimo y lleno de partículas de polvo, le ayudó a distinguir la expresión que había puesto el Teniente al morir. La cabeza había quedado de frente, mirándolo. Abel se sintió un poco peor al no ser capaz de recordar el nombre del hombre. Por un momento le importó más que la cercanía del regodeado vampiro.

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora