45 Susurros

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La lluvia había amainado para el momento en el que la silueta de un hombre alto y atlético apareció al otro lado de la explanada. Sujeta de su mano, una figura más pequeña caminaba abrazada a un peluche. El corazón de Abel se apretujó dentro de su pecho. Sus hombres se dispersaron a su alrededor. Cinco de ellos estaban ubicados en las alturas, sobre la torre del reloj y los edificios circundantes. Apuntaban con francotiradores cargados con balas especiales. Seguían todos y cada uno de los movimientos del recién llegado conforme se acercaba.

Abel podía sentir el calor de sus diestras mirillas dibujando pequeños círculos en la ropa del objetivo.

Una gota de sudor le resbaló por la sien al mirar el brillo felino en los ojos imposiblemente amarillos que lo enfocaron desde la distancia. Debajo, Nimes parecía muy tranquila. Paso a pasito movía sus pequeñas piernas como si caminara sobre el parque. Su carita levantada significaba que hablaba con él, su secuestrador, con Kaltos. La persona que Abel había pasado a aborrecer tanto de un segundo a otro.

—Mantengan sus posiciones —dijo por un transmisor. Muchas voces le contestaron con afirmaciones.

Había dado órdenes exclusivas de no abrir fuego ni siquiera si el vampiro decidía torcer el camino o hacer algo estúpido. No mientras Nimes estuviera cerca de él. Una vez a salvo, podían reducirlo a una papilla de carne ensangrentada si no se apegaba a lo pactado. Sobreviviría de todas maneras. Siempre lo hacía.

Los segundos se sucedieron unos a otros, el tiempo perforó lento y profundo en la paciencia de Abel. El cielo blanquecino, con destellos rojos de una luna carmín que se escondía detrás de las nubes, había sembrado de brillantes charcos la extensión de la plataforma. Cada uno reflejaba el seguro caminar del vampiro.

Estallaron disparos de fondo. Las tropas abatían a los infectados que se acercaban demasiado a la plataforma. Nimes dio un salto, pero las palabras que Kaltos le obsequió parecieron tranquilizarla.

Abel terminó de acortar los pasos de distancia, incapaz de continuar esperando, y respiró por primera vez en días y noches de angustia cuando el rostro de Nimes se iluminó al verlo, su pequeña mano soltó la de Kaltos, y echó a correr hacia él. Su cuerpo cálido se estrelló contra el de Abel, encontrándose en el camino. Fue el mejor abrazo en la vida entera de un hombre viejo como él. Un abrazo que rompió cadenas, llantos amargos y desesperanza.

Por un instante fue como volver a abrazar a sus hijas asesinadas, a su esposa, a sus otros nietos, y lo dejó extenderse por el tiempo que fuera necesario. Nimes lo tenía rodeado por el cuello con sus delgados bracitos y él la envolvía completa completa dentro de su gabardina.

Al levantar la mirada y notar los anormales ojos de Kaltos sobre ellos, la tentación por ordenar que lo abatieran ahí mismo fue poderosa. La cantidad de láseres apuntándole al cuerpo incrementó. La arrogancia que destilaba su expresión era molesta. Le había devuelto a Abel el significado mismo de su existencia y el malnacido no parecía comprenderlo. Kaltos jamás podría entenderlo porque desde hacía mucho tiempo que había perdido su humanidad. Podría decirse que no era menos animal que aquellos que estaban siendo sujetos a experimentos.

—Nimes, mi amor —murmuró Abel sobre el oído de la niña—. Es hora de irnos.

—¿Irnos juntos, Ab?

Abel la dejó en el suelo y señaló el helicóptero.

—¿Recuerdas lo mucho que te gusta viajar por el aire? —le preguntó con tono juguetón. Nimes miró con indecisión la máquina aérea y asintió una sola vez—. Pues hoy volverás a hacerlo. Yo tengo que... arreglar unos asuntos con Kaltos.

Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora