60 Susurros

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Conducir de regreso al refugio fue lo más tranquilizante que Kaltos había hecho en los últimos meses, e incluso se atrevía a pensar que era algo de lo más relajante había hecho en los últimos años. En la parte trasera del vehículo llevaba consigo a las personas que más le importaban, y eso era todo lo que necesitaba para sentirse bienvenido en su regreso al despertar de la vida.

Cuando arribaron al local, no hubo mayores incidentes salvo la urgencia del poco tiempo que restaba para el amanecer. Aun así, Kaltos se encargó de ocultar el vehículo en un callejón cercano al refugio una vez que todos descendieron y entraron. Para esas alturas de la madrugada la tormenta había amainado casi por completo, o podría decirse que en Monte Morka no había azotado con la misma ferocidad que lo había hecho en las afueras de Bajamia. La brisa era fría pero tolerable, y los susurrantes no eran tan abundantes en esa zona como sucedía en el centro de la ciudad.

Kaltos escondió parcialmente el vehículo detrás de unos contenedores de basura, deteniéndose un momento al percibir el inconfundible aroma de la sangre humana recién derramada. Sangre sana. Rodeó la camioneta, siguiendo el olor, y se detuvo ante las puertas traseras. Al abrirlas se encontró con una silenciosa silueta negra que sobresalía entre la oscuridad. El perro que había mordido a Karin y que había viajado como polizonte por estar inconsciente en todo el camino de regreso.

Habían sucedido demasiadas muertes en una sola noche para incurrir en una más que podía evitarse. Kaltos tomó a la flácida criatura con un movimiento un tanto perezoso y se la echó sobre el hombro. Era un animal grande, de unos cuarenta kilos, de pelaje negro brillante y patas largas y fuertes. Era feroz y determinado, pero con atención especial cedería con el tiempo.

De regreso en la casa, que hasta antes de la enfermedad que azotara a la humanidad parecía haber sido una especie de clínica veterinaria, dejó al perro en el interior de un área enrejada que había sido construida en un rincón. Una sección lateral del patio delantero estaba dividida en pequeños cubículos que se separaban por paredes de malla, y alguien, quizás Lex, había retirado los cadáveres de los animales que habían muerto de inanición. El piso de la jaula todavía tenía polvo y rastros de cieno que se había formado por la humedad y la putrefacción de los cadáveres, por lo que Kaltos dejó al animal hasta el fondo, sobre unos costales de tierra mal apilados que le evitarían el contacto con la inmundicia. Antes de retirarse, le puso un cuenco con agua e hizo una nota mental para llevarle comida, aunque imaginaba que el perro le recordaría de ello en cuanto despertara y comenzara a ladrar.

Se encontró con Damus a pocos metros de la puerta que conducía al interior del refugio. Su hermano había recuperado un poco el decoro y la fuerza suficiente para tenerse sobre sus piernas sin encorvarse o necesitar asistencia. La sangre que había bebido de los científicos y de algunos soldados le había venido bien. El brillo antes tan enfermo de su piel era ahora similar al de la piel sana de Kaltos, y sobre su cabeza se asomaba ya un cabello hirsuto. Pasarían algunos días para que terminara de recuperar los dientes y los colmillos, pero eso no le imposibilitaría cazar y nutrirse.

—Estos humanos son importantes para mí —le reiteró Kaltos con voz quieta en medio del imperante silencio de los albores del nuevo día.

Damus echó un vistazo al cielo a través de las ventanas que encintaban la parte alta de las paredes del patio. Por un momento no dijo nada, sumergido en sus pensamientos. Era un poco más alto que Kaltos y siempre había sido más corpulento que él, por lo que era un poco extraño verlo tan delgado y empequeñecido.

—Sabes que no les haré daño.

Kaltos asintió. No necesitó más para confiar en él. Le puso una mano sobre el hombro que aún llevaba descubierto al estar vistiendo únicamente el pantalón de tela, y entró a la casa.

Karin estaba terminando de ser atendida por el médico humano que Abel había enviado lo que parecía una eternidad atrás y solo habían sido horas. Renai, se decía llamar, o Reno, como en ese momento se presentó ante Kaltos con una actitud que por el exterior intentó mostrar despreocupada y en el interior titubeó como un niño enfrentando a una bestia feroz. Era un hombre sano y alto, de complexión promedio a la de un militar bien entrenado y habilidades sobresalientes en medicina, puesto que había logrado estabilizar a Geneve.

Kaltos no se sorprendió al verse incapaz de entrar en la mente de Reno. Como el resto de los hombres de Abel, debía portar algún dispositivo especial que bloqueaba sus pensamientos. Eso no evitaba que Kaltos entendiera su comportamiento y descifrara su lenguaje corporal. Reno no representaba un problema ni un peligro inmediato más allá del hecho que sabía la ubicación de ambos vampiros. Por otro lado, no había nadie a quien pudiera decírsela en ese instante. Abel ya no era humano, y como Kaltos, su prioridad en ese momento debía ser la de ocultarse del sol.

—Y entonces... —dijo Karin una vez que el médico terminó de desinfectarle la pierna, vendarle la herida, y se retiró bajo la excusa de ir a darle seguimiento a Geneve. Kaltos se hizo a un lado para darle espacio suficiente para que pasara por la puerta—. ¿Ahora qué harás?

—No lo sé —respondió él, quedándose en su lugar—. Esperar, supongo.

—¿A qué Damus se recupere?

Kaltos se encogió de hombros. Después, bajo un pequeño impulso, se adelantó un par de pasos para sentarse frente a Karin, sobre un taburete con la graciosa forma de una vaca. Ella estaba apoyada sobre una plancha donde muy seguramente solían atender a los pacientes.

—Tal vez nos quedemos por aquí un tiempo, con ustedes.

Le gustó la súbita sonrisa que invadió el rostro de Karin y que ella se apresuró a ocultar cuando alzó la mano para acomodarse el cabello detrás de la oreja. Estaba tan empapada como Kaltos, con el cabello cayendo en gruesas ondas encrespadas y su cuerpo transpirando la humedad de su ropa. Kaltos no comprendía por qué ocultaba su gesto, o sus emociones. Él podía percibirlas perfectamente por sobre la barrera que ella intentaba levantar para mantenerlo fuera.

—Eso estaría bien —fue todo lo que dijo Karin.

Kaltos la tomó de la mano, siguiendo de nuevo a un impulso que en otro momento habría ignorado creyéndolo parte de viejos instintos que había dejado atrás cuando la inmortalidad le había sido impuesta. Karin lo miró con atención, manteniendo su mano quieta entre los dedos de Kaltos.

—¿Qué? —chistó ella sin verdadero mal humor en su voz—. ¿Te encariñaste con tu ganado?

Kaltos se rio.

—Algo así. No todas las noches encuentras vacas dispuestas a darte su sangre voluntariamente.

Karin también se rio.

—Eran momentos desesperados... ¿No está por amanecer? —Miró hacia la ventana, mientras Kaltos continuó mirándola a ella, detallando cada pequeña particularidad de su rostro, la curvatura de sus labios delgados y cada una de las pecas que formaban constelaciones sobre sus mejillas—. ¿Ya sabes dónde te quedarás durante el día?

—Por ahí. Hay una bodega subterránea en esta clínica que no parece tener ventanas. Damus debe estarla acondicionando en este momento.

Karin enarcó ambas cejas.

—¿Y es segura?

—Eso espero. —Kaltos dejó ir su mano cuando notó la forma en la que el corazón de Karin comenzó a latir más rápido, y se puso de pie—. Me alegra haberte conocido, Karin.

Ella asintió, evitando mirarlo por un momento.

—Me alegra que te quedes con nosotros —contestó, finalmente levantando el rostro para verlo a los ojos. Sonrió—. Las cosas serán mejor ahora, ¿no? La infección vino para quedarse, pero lo superaremos... juntos.

—Sí. Encontraremos la forma. 


Los Susurrantes (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora